San Mateo 12, 46-50:
La relación de Dios con su pueblo es de fe, y crea un vínculo, que irá haciéndose fuerte hasta formar una familia, la de los hijos de Dios, en la fidelidad

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura del libro del Éxodo 14,21-15,1. En aquellos días, Moisés extendió su mano sobre el mar, y el Señor hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del este, que secó el mar, y se dividieron las aguas. Los israelitas entraron en medio del mar a pie enjuto, mientras que las aguas formaban muralla a derecha e izquierda. Los egipcios se lanzaron en su persecución, entrando tras ellos, en medio del mar, todos los caballos del Faraón y los carros con sus guerreros. Mientras velaban al amanecer, miró el Señor al campamento egipcio, desde la columna de fuego y nube, y sembró el pánico en el campamento egipcio. Trabó las ruedas de sus carros y las hizo avanzar pesadamente. Dijo Egipto: -«Huyamos de Israel, porque el Señor lucha en su favor contra Egipto.» Dijo el Señor a Moisés: -«Extiende tu mano sobre el mar, y vuelvan las aguas sobre los egipcios, sus carros y sus jinetes.» Y extendió Moisés su mano sobre el mar; y al amanecer volvía el mar a su curso de siempre. Los egipcios, huyendo, iban a su encuentro, y el Señor derribó a los egipcios en medio del mar. Y volvieron las aguas y cubrieron los carros, los jinetes y todo el ejército del Faraón, que lo había seguido por el mar. Ni uno solo se salvó. Pero los hijos de Israel caminaban por lo seco en medio del mar; las aguas les hacían de muralla a derecha e izquierda. Aquel día salvó el Señor a Israel de las manos de Egipto. Israel vio a los egipcios muertos, en la orilla del mar. Israel vio la mano grande del Señor obrando contra los egipcios, y el pueblo temió al Señor, y creyó en el Señor y en Moisés, su siervo. Entonces Moisés y los hijos de Israel cantaron este canto al Señor: 

Salmo responsorial Ex 15,8-9.10 y 12.17. R. Cantaré al Señor, sublime es su victoria.

Al soplo de tu nariz, se amontonaron las aguas, las corrientes se alzaron como un dique, las olas se cuajaron en el mar. Decía el enemigo: «Los perseguiré y alcanzaré, repartiré el botín, se saciará mi codicia, empuñaré la espada, los agarrará mi mano.»

Pero sopló tu aliento, y los cubrió el mar, se hundieron como plomo en las aguas formidables. Extendiste tu diestra: se los tragó la tierra.

Introduces a tu pueblo y lo plantas en el monte de tu heredad, lugar del que hiciste tu trono, Señor; santuario, Señor, que fundaron tus manos.  

Evangelio según san Mateo 12, 46-50. En aquel tiempo, estaba Jesús hablando a la gente, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera, tratando de hablar con Él. Uno se lo avisó: -«Oye, tu madre y tus hermanos están fuera y quieren hablar contigo. » Pero Él contestó al que le avisaba: -«¿Quién es mí madre y quiénes son mis hermanos?» Y, señalando con la mano a los discípulos, dijo: -«Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre.» 

Comentario: 1.- Ex 14,21-15,1: Los versículos centrales del paso del Mar Rojo, que hoy escuchamos, también los leemos en nuestra Vigilia Pascual. Para Israel, este hecho es como el artículo fundamental de su fe: Dios los ha salvado de la esclavitud de Egipto. No nos extrañemos que haya varias tradiciones o versiones de este acontecimiento, con repeticiones y divergencias. Unas son más sobrias, otras han mitificado la gran victoria de Dios contra los enemigos de Israel. La versión más plausible es la primera de las que escuchamos hoy. Los judíos supieron aprovechar una especie de marea baja, cuando el fuerte viento del este secó las aguas más superficiales de aquel paso. Mientras que a los egipcios se les nublaron las ideas, obcecados por dar alcance a los fugitivos, y no se dieron cuenta de que las aguas volvían a su cauce. No tenían que haber entrado en el terreno pantanoso, que fue la ruina de sus carros y de todos ellos. El lenguaje bíblico dice que «Dios endureció sus corazones». La otra versión, que también aparece en la lectura, más épicamente contada, es que las aguas formaron como una muralla a derecha e izquierda del pueblo. Lo importante es que el pueblo interpreta que «aquel día el Señor salvó a Israel de las manos de Egipto: Israel vio la mano grande del Señor y temió al Señor y creyó en el Señor y en Moisés, su siervo».

Descripción de los últimos episodios del paso del mar Rojo: El estilo épico de los acontecimientos rodea el nacimiento de un pueblo (Sal 77/78; 104/105; 105/106; 113/114; Sab 10,18; 11-14). La versión actual de este texto es un resumen de diferentes tradiciones distintas para las que quien opera el prodigio de la separación de las aguas es la mano de Moisés (sacerdotal) o Dios y el viento (yavista), o también el ángel de Dios (elohista). Pero todos esos relatos conservan unánimemente el carácter providencial y estrepitoso de una intervención de Dios que conduce al pueblo a la libertad mediante la destrucción de los carros y de los caballos de la potencia enemiga. La iniciativa es divina. Todos los hechos que se consignan, desde el ángel de Yavhé a la vara de Moisés, desde la columna hasta la oración del patriarca, tienden únicamente a poner de relieve esa prioridad de la acción de Dios en la salvación y en la constitución del pueblo. Esta iniciativa de Dios no necesita, sin embargo, revestir formas extraordinarias, como la de detener las aguas en masas suspendidas verticalmente. Dios actúa más bien con economía de medios y respetando las leyes de la naturaleza; hay sitios en donde un viento abrasador podía efectivamente hacer practicable un brazo de mar poco profundo. De hecho, un poco más al norte, hay partes del Mar Muerto donde el calor abrasador del desierto de Araba, el segundo más seco del mundo, tras el de Atacama en Chile, ha desecado la superficie y sólo quedan acumulaciones de sal. Quizá la versión sacerdotal pone tono más enfático y épico en los orígenes del pueblo de Israel como pueblo elegido de Dios, por lo demás normal este carácter épico en las tradiciones de los demás pueblos. El hombre religioso, desde el primer momento, leyó la presencia de Dios en la naturaleza y especialmente en sus fenómenos extraños o misteriosos. La naturaleza se mostraba mucho más fuerte que el hombre, hostil a sus proyectos, fuente de miedo y de inseguridad, que se manifestaba de este modo como signo de un Dios poderoso, temible y justiciero. Todo esto puede verse en el relato del Éxodo, así como otras conmociones milagrosas. Pero hay algo más (Maertens-Frisque).

El paso del mar Rojo es un acontecimiento que, como un gran fresco figurativo, representa la intervención divina para liberar a su pueblo de la opresión egipcia. Este suceso histórico está relatado en estilo épico, es decir, entusiásticamente amplificado. Los autores no pretenden, sobre todo, describir unos detalles históricos concretos, en el sentido actual del «reportaje». Los redactores de ese texto, escrito mucho después de sucedido, pero partiendo de tradiciones orales, han querido poner de relieve, una vez más, una lección religiosa. Y nosotros debemos también fijarnos en ella. ¿Qué pasó, de hecho, aquel día? ¿Un viento muy seco que evapora toda el agua de un brazo de mar durante unas pocas horas? Es posible y no es necesario imaginar un fenómeno contrario a las leyes de la naturaleza. De todos modos, los hebreos vieron en ello un signo, un milagro, porque para ellos era un «acto de Dios a favor suyo», y el acto mismo que constituyó a ese pueblo. La tradición cristiana ha establecido siempre un paralelo entre ese paso por el agua y el bautismo del nuevo Pueblo de Dios.

-Moisés extendió el brazo sobre el mar. El Señor hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del Este que secó el mar. Siempre nos sentimos tentados de no ver la obra de Dios más que en los fenómenos extraordinarios. Sin embargo, sabemos que Jesús rehusó siempre asombrar a los mirones a fuerza de milagros publicitarios (Mt 4,5; Lc 23,8). Y sobre todo sabemos que Dios no está menos presente en los fenómenos naturales. La salida del sol. La caída de la lluvia. El viento que deseca. Cosas corrientes en que por la fe podemos leer la obra de Dios. ¡Señor, te doy gracias por todo lo que haces por nosotros!

-Los hijos de Israel entraron en medio del mar a pie enjuto... mientras que las aguas envolvieron a los egipcios y cubrieron el ejército de Faraón, sus carros y sus guerreros... Maravillosa epopeya popular. Escena inolvidable. Todo un símbolo. Se hizo justicia: los débiles y los pobres ganaron a los poderosos, los opresores quedaron aniquilados. Es evidente que las cosas no suelen resolverse tan fácilmente. Pero ¿por qué se impide a los débiles y a los pobres soñar en la liberación radical de sus desgracias? El bautismo, con su simbolismo, asume los dos aspectos de este acontecimiento: el mal se aniquila, se destruye el pecado original, el agua destruye... pero surge la vida divina, la salvación se hace presente, el agua vivifica...

Dios protege a su pueblo, libra del peligro a sus elegidos: “tú también, si te apartas de los egipcios y huyes lejos del poder de los demonios –comenta Orígenes-, verás cuán grandes auxilios te estarán preparados cada día y cuánta protección tendrás en tu apoyo. Únicamente se te pide que permanezcas fuerte en la fe y que no te aterren ni la caballería egipcia ni el ruido de sus carros”. En el momento sublime de cruzar el mar se acentúa el protagonismo de Dios, de los hombres e incluso de los seres creados. En primer lugar, Dios mismo se hace más presente en el ángel del Señor, dirige las operaciones, interviene directamente; Moisés, por su parte, cumple las órdenes del Señor y actúa como su vicario; los hijos de Israel colaboran dócilmente como beneficiarios del prodigio. Pero también los elementos cósmicos intervienen: la columna de humo que era guía diurna oscurece ahora el camino a los egipcios; la noche, símbolo del mal, se convierte, como en la Pascua, en tiempo de la intervención divina; el viento cálido del este, siempre temido por sus efecto nocivos, resulta ser benéfico; y las aguas del mar, símbolo tantas veces del abismo y del mal, facilitan el paso glorioso de los hijos de Israel (Biblia de Navarra). Los profetas contemplan en este acontecimiento el poder creador de Dios (cf Is 43,1-3) y los escritores cristianos también; así Orígenes: “comprende la bondad de Dios creador: si te sometes a su voluntad y sigues su Ley, Él hará que las criaturas cooperen contigo incluso en contra de su naturaleza si fuera preciso”. El libro de la Sabiduría ve el relato como una alabanza a Dios que libra a Israel (19,6-9). Es Jesús quien nos hace pasar de la muerte a la vida en el mar rojo de su sangre, por su muerte, por la pasión, por su bautismo que es el nuestro, y así nuestro bautismo será el preludio de lo que pasará con nuestra muerte… paso previo a la resurrección, y necesario… San Pablo ve en las aguas del Mar Rojo la imagen de las aguas bautismales: “bajo el mando de Moisés todos fueron bautizados en la nube y en el mar” (1 Co 10,2). El mito de Caronte, el barquero de la muerte, queda así superado… es la fe la que nos lleva a confiar en este paso… (cf San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios).

-Aquel día, el Señor salvó a Israel... He ahí la clave interpretativa de esta epopeya: su óptica es netamente religiosa. Se trata de una asistencia divina en una situación desesperada, humanamente hablando: ¡Dios salva! Resulta muy emocionante leer ese antiguo episodio recordando que el nombre de «Jesús» significa precisamente «Dios salva» (Mt 1,21). Ahora bien, Dios es siempre el mismo. Todavía HOY Dios actúa para luchar contra todo mal y para salvar. Donde existe el pecado, existe también una acción salvadora de Dios. En nuestras revisiones de vida, tenemos que habituarnos a contemplar la Presencia de Dios en el seno mismo de las situaciones donde el mal parece que triunfa. Israel vio la mano fuerte que el Señor había desplegado... El pueblo temió al Señor... Entonces Moisés y los hijos de Israel cantaron ese cántico al Señor. Esta «acción de gracias» al final pone de relieve la significación religiosa de esa liberación (Noel Quesson).

2. Este cánto de victoria es, junto con el de Débora, uno de los más antiguos himnos de Israel (probablemente ya existía en XIII a.C) y se llamaría “cántico de Myriam o de María” (v. 21), donde se destacaba el paso del mar rojo, el camino del desierto, y la posesión de la tierra de Canaán. Se glorifican los atributos divinos fuerza, poder guerrero, redención, victorias…) y se pone de relieve el carácter teológico del éxodo, del desierto y de la tierra: Dios es quien obra maravillas en su pueblo como heredad, y exige correspondencia-fidelidad, que se le reconozca como Dios y Señor supremo y liberador. El fondo del mar se llenó de los cuerpos de los enemigos. Se habla más tarde del “monte de la heredad” como luego se construirá el templo en la tierra prometida, aquí vislumbrada en las obras del Señor (Biblia de Navarra).

El salmo narra de nuevo el paso del Mar Rojo, más poéticamente, haciéndonos cantar el cántico que el Éxodo trae a continuación de este suceso fundamental: «cantemos al Señor, sublime es su victoria... al soplo de tu nariz se amontonaron las aguas...». Cuando leemos este episodio en la noche pascual, o lo cantamos en las vísperas dominicales, deberíamos entender la Pascua en un triple nivel:

- como los judíos, estamos convencidos de que aquel día Dios salvó a Israel; lo cantamos en el pregón pascual: «ésta es la noche en que sacaste de Egipto a los israelitas, nuestros padres, y les hiciste pasar a pie el Mar Rojo»; era la primera pascua;

- esa pascua es figura de la segunda, la de Cristo, que pasa a la Nueva Vida de Resucitado a través de la muerte: «esta es la noche en que, rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo»;

- pero también recordamos que esa pascua de Jesús nos ha salvado a todos, y que los cristianos, por las aguas del Bautismo, hemos experimentado, de alguna manera, el paso de la tiniebla a la luz, de la esclavitud a la libertad: «esta es la noche en la que, por toda la tierra, los que confiesan su fe en Cristo son arrancados de los vicios del mundo y de la oscuridad del pecado, son restituidos a la gracia y agregados a los santos». O, como dice la oración que sigue a la lectura en la Vigilia: «el Mar Rojo fue imagen de la fuente bautismal, y el pueblo liberado de la esclavitud, imagen de la familia cristiana».

Ya sabemos que ese paso es el inicio del camino: toda la vida estaremos luchando contra el mal, intentando liberarnos de toda esclavitud. Pero en el Bautismo ya nos ha alcanzado el amor de Dios y su gracia liberadora, que no nos abandonarán ya nunca más. Es una convicción que nos debe dar ánimos en todo momento y que debemos saber comunicar a otros, ante las dificultades de su vida.

Veamos el comentario de Juan Pablo II al canto: “Este himno de victoria (…) nos remite a un momento clave de la historia de la salvación: al acontecimiento del Éxodo, cuando Israel fue salvado por Dios en una situación humanamente desesperada. Los hechos son conocidos: después de la larga esclavitud en Egipto, ya en camino hacia la tierra prometida, los hebreos habían sido alcanzados por el ejército del faraón, y nada los habría salvado de la aniquilación si el Señor no hubiera intervenido con su mano poderosa. El himno describe con detalle la insolencia de los planes del enemigo armado: "perseguiré, alcanzaré, repartiré el botín..." (Ex 15,9). Pero, ¿qué puede hacer incluso un gran ejército frente a la omnipotencia divina? Dios ordena al mar que abra un espacio para el pueblo agredido y que se cierre al paso de los agresores: "Sopló tu aliento y los cubrió el mar, se hundieron como plomo en las aguas formidables" (Ex 15,10). Son imágenes fuertes, que quieren expresar la medida de la grandeza de Dios, mientras manifiestan el estupor de un pueblo que casi no cree a sus propios ojos, y entona al unísono un cántico conmovido: "Mi fuerza y mi poder es el Señor, Él fue mi salvación. Él es mi Dios: yo lo alabaré; el Dios de mis padres: yo lo ensalzaré" (Ex 15,2…).

Esta liberación, ya realizada en el misterio y presente en el bautismo como una semilla de vida destinada a crecer, llegará a su plenitud al final de los tiempos, cuando Cristo vuelva glorioso y "entregue el reino a Dios Padre" (1 Co 15,24). Precisamente a este horizonte final, escatológico, la Liturgia de las Horas nos invita a mirar, introduciendo nuestro cántico con una cita del Apocalipsis: "Los que habían vencido a la bestia cantaban el cántico de Moisés, el siervo de Dios" (Ap 15,2-3). Al final de los tiempos se realizará plenamente para todos los salvados lo que el acontecimiento del Éxodo prefigura y la Pascua de Cristo ha llevado a cabo de modo definitivo, pero abierto al futuro. En efecto, nuestra salvación es real y profunda, pero está entre el "ya" y el "todavía no" de la condición terrena, como nos recuerda el apóstol san Pablo: "Porque nuestra salvación es en esperanza" (Rm 8,24).

"Cantaré al Señor, sublime es su victoria" (Ex 15,1). Al poner en nuestros labios estas palabras del antiguo himno, la liturgia de los laudes nos invita a situar nuestra jornada en el gran horizonte de la historia de la salvación. Este es el modo cristiano de percibir el paso del tiempo. En los días que se acumulan unos tras otros no hay una fatalidad que nos oprime, sino un designio que se va desarrollando, y que nuestros ojos deben aprender a leer como en filigrana. Los Padres de la Iglesia eran particularmente sensibles a esta perspectiva histórico-salvífica, pues solían leer los hechos más destacados del Antiguo Testamento -el diluvio del tiempo de Noé, la llamada de Abraham, la liberación del Éxodo, el regreso de los hebreos después del destierro de Babilonia,...- como "prefiguraciones" de eventos futuros, reconociendo que esos hechos tenían un valor de "arquetipos": en ellos se anunciaban las características fundamentales que se repetirían, de algún modo, a lo largo de todo el decurso de la historia humana.

Por lo demás, ya los profetas habían releído los acontecimientos de la historia de la salvación, mostrando su sentido siempre actual y señalando la realización plena en el futuro. Así, meditando en el misterio de la alianza sellada por Dios con Israel, llegan a hablar de una "nueva alianza" (Jr 31,31; cf. Ez 36,26-27), en la que la ley de Dios sería escrita en el corazón mismo del hombre. No es difícil ver en esta profecía la nueva alianza sellada con la sangre de Cristo y realizada por el don del Espíritu. Al rezar este himno de victoria del antiguo Éxodo a la luz del Éxodo pascual, los fieles pueden vivir la alegría de sentirse Iglesia peregrina en el tiempo, hacia la Jerusalén celestial.

Así pues, se trata de contemplar con estupor siempre nuevo todo lo que Dios ha dispuesto para su pueblo: "Lo introduces y lo plantas en el monte de tu heredad, lugar del que hiciste tu trono, Señor; santuario, Señor, que fundaron tus manos" (Ex 15,17). El himno de victoria no expresa el triunfo del hombre, sino el triunfo de Dios. No es un canto de guerra, sino un canto de amor. Haciendo que nuestras jornadas estén impregnadas de este sentimiento de alabanza de los antiguos hebreos, caminamos por las sendas del mundo, llenas de insidias, peligros y sufrimientos, con la certeza de que nos envuelve la mirada misericordiosa de Dios: nada puede resistir al poder de su amor”.

3.- Mt 12, 46-50. El episodio es sencillo: la madre y los parientes de Jesús quieren saludarle, y alguien se lo viene a decir. Jesús, quien, seguramente, luego les atendería con toda amabilidad, aprovecha para anunciarnos el nuevo concepto de familia que se va a establecer en torno a Él. No van a ser decisivos los vínculos de la sangre: «el que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre». Naturalmente, no niega los valores de la familia humana. Pero aquí le interesa subrayar que la Iglesia es suprarracial, no limitada a un pueblo, como el antiguo Israel. La familia de los creyentes no se va a fundar en criterios de sangre o de raza. Los que creen en Jesús y cumplen la voluntad de su Padre, ésos son su nueva familia. Incluso a veces, si hay oposición, Jesús nos enseñará a renunciar a la familia y seguirle, a amarle a Él más que a nuestros propios padres. Jesús habla de nosotros, los que pertenecemos a su familia por la fe, por el Bautismo, por nuestra inserción en su comunidad. Esos son nuestro mayor título de honor. Pero también podemos aceptar otra lección: pertenecer a la Iglesia de Jesús no es garantía última, ni la prueba de toque de que, en verdad, seamos «hermanos y madre» de Jesús. Dependerá de si cumplimos o no la voluntad del Padre. La fe tiene consecuencias en la vida. Los sacramentos, y en particular la Eucaristía, piden coherencia en la conducta de cada día, para que podamos ser reconocidos como verdaderos seguidores y familiares de Jesús. Como María, la Madre, que entra en pleno en esta nueva definición de familia, porque ella sí supo decir -y luego cumplir- aquello de «hágase en mí según tu palabra». Aceptó la voluntad de Dios en su vida. Los Padres decían que fue madre antes por la fe que por la maternidad biológica. Es el mejor modelo para los creyentes. Cuando acudimos a la Eucaristía, a veces no conocemos a las personas que tenemos al lado. Pero también ellas son creyentes y han venido, lo mismo que nosotros, a escuchar lo que Dios nos va a decir, a rezar y cantar, a celebrar el gesto sacramental de la comunión con el Resucitado. Ahí es donde podemos acordarnos de que la familia a la que pertenecemos como cristianos es la de los creyentes en Jesús, que intentan cumplir en sus vidas la voluntad de Dios. Por eso, todos con el mismo derecho podremos elevar a Dios la oración que Jesús nos enseñó: «Padre nuestro, que estás en el cielo...» (J. Aldazábal).

Vamos a verlo con más detalle… La persona vive en familia, la mayor parte de las religiones del mundo se apoyan en la familia, comunidad natural, elevada en cierto modo a comunidad religiosa básica. Es conocida la importancia que se da a la familia en la tradición de la sabiduría y de la ley judías, y todas las religiones adoptan principios idénticos. También en la sociedad civil, especialmente en la paternidad, como los emperadores romanos elegían hijos adoptivos para sus sucesores, prefiriéndolos a sus hijos naturales, para escogerlos bien en sus cualidades… Jesús edifica su religión no sobre las relaciones familiares de sangre, sino que forma una familia sobre una comunidad de fe y de amor. Libremente, quienes aceptan a Jesús y hacen la voluntad de Dios Padre son considerados por Él como de su propia familia. Así, “mi Padre que está en los cielos” se amplía al “Padre nuestro”, y “hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir” (Catecismo 2233).

-Todavía estaba Jesús hablando a la gente, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera, tratando de hablar con Él. Jesús, por su encarnación, entró a formar parte de nuestra humanidad, de una verdadera humanidad, con los lazos de la sangre, de la raza, del medio, de la cultura: era de raza judía; vivió en un país determinado, Palestina; tenía una madre, María, de la que recibió la sangre; tenía primos -llamados aquí "hermanos" según la costumbre de algunos pueblos-; hablaba la lengua aramea. Estas realidades humanas tienen gran importancia, constituyen realmente el lugar de nuestra vida. -Jesús dijo: "¿Quién es mi madre? ¿quiénes son mis hermanos?" Pregunta sorprendente. Todo el mundo, en efecto, sabe quién es su madre. La que está allí fuera. La pregunta no significa un desprecio de Jesús a los suyos: nadie ha amado a su madre mejor que Él. En primer lugar pues, contemplo, en el corazón de Jesús, el amor fuerte y delicado que Jesús tenía a María... Pero Jesús quiso revelarnos algo muy importante: -Señalando con la mano a sus discípulos dijo... Me imagino a Jesús haciendo este gesto solemne: un gesto posesivo. No se trata solamente del grupo restringido de los Doce, sino de todos sus discípulos, de todos los que han decidido escucharle y seguirle. -"Estos son mi madre y mis hermanos". ¡Extraordinaria revelación! El discípulo es "un pariente de Jesús". Jesús ofrece a los hombres la cálida intimidad de su familia. Entre Dios y los hombres ya no hay sólo relaciones frías de obediencia y sumisión como entre un amo y los subalternos... Con Jesús entramos en la familia divina, como sus hermanos y hermanas, como su madre. Por todo esto, ¿qué es lo que debe cambiar en mis relaciones con Dios? Sí, los lazos de sangre, de amistad, de relaciones humanas, de raza, por importantes que sean no son los decisivos en el Reino de Dios: una nueva relación familiar se instaura... millones de hermanos de todo el mundo. Y es cierto que un verdadero intercambio de corazón a corazón entre "hermanos y hermanas de Jesús" puede a menudo ser más rico y más fuerte, que entre parientes según la carne. Es un gran mensaje y una verdadera revolución para la humanidad. Siendo así, ¿qué debo cambiar en mis relaciones con mis hermanos?

-El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo. Ese es hermano mío y hermana y madre. La característica esencial del discípulo de Jesús: es "hacer la voluntad de Dios". El que actúa así es un verdadero pariente de Jesús. Entrar en comunión con Dios, haciendo su Voluntad... Es, al mismo tiempo, entrar en comunión con innumerables hermanos y hermanas que tratan, ellos también, de hacer esa misma voluntad. Si en todos mis actos de cada día y en todos los minutos, procuro mantenerme unido a Dios, lo estoy también a todas las santas almas de la tierra, a todos los "discípulos" de Jesús esparcidos en todos los países del mundo. ¡Y María, que hizo la voluntad de Dios a la perfección, es, también por ello, "su madre"! (Noel Quesson).

Las palabras de Jesús son un elogio para su madre: “ella hizo la voluntad de mi Padre. Esto es lo que en ella ensalza el Señor: que hizo la voluntad de su Padre, no que su carne engendró la carne (…). Mi Madre a quien proclamáis dichosa, lo es precisamente por su observancia de la Palabra de Dios, no porque se haya hecho en Ella carne el Verbo de Dios y haya habitado entre nosotros, sino más bien porque fue fiel custodio del mismo Verbo de Dios, que la creó a Ella y en Ella se hizo carne” (S. Agustín).

vv. 46-50. «La madre y los hermanos». Se incluía entre los «hermanos» a los parientes próximos en línea colateral (primos hermanos, segundos, etc.). En esta perícopa, donde los familiares de Jesús no son mencionados por sus nombres, «la madre» representa a Israel en cuanto origen de Jesús; «los hermanos», al mismo Israel en cuanto miembros del mismo pueblo. Israel se queda «fuera», en vez de acercarse a Jesús. Este rompe su vinculación con su pueblo. Su nueva familia está abierta a la humanidad entera; la única condición es llevar a efecto el designio de «su» Padre del cielo, que se concreta en la adhesión a Jesús mismo (cf. la correspondencia entre 3,17: «Tú eres mi Hijo», pronunciado por la voz del cielo, y «el designio de mi Padre del cielo»). El designio del Padre, aceptado por Jesús con su bautismo y para el cual el Padre lo capacita con el Espíritu, consiste en que el hombre se comprometa hasta el final en la obra salvadora. Todo aquel que se asocie a este compromiso de Jesús queda unido con Él por los vínculos más estrechos de amor e intimidad: se constituye así la nueva familia, el nuevo pueblo universal. 

Hay otros muchos aspectos de esta relación nueva… Quizá es uno de los textos que reflejan mejor la relación que su familia tenía con Jesús. No tuvo que ser fácil para ella aceptar que Jesús siguiese su propio camino, su propia vocación. Aceptar que un miembro de la familia abandona los caminos habituales, que no cumple con lo que todos esperan de él como miembro de la familia, no es fácil en nuestros días. Tampoco lo era entonces. Mucho menos debió serlo cuando vieron cómo Jesús se enfrentaba a las autoridades religiosas. Sabían que estaba siendo acusado de blasfemo y que la pena prevista para ese pecado era la muerte. Por eso, pensaron que era mejor decir que estaba loco. En el fondo sólo querían salvarlo -y salvarse-. Pero Jesús había roto amarras. Sabía perfectamente lo que quería. Su vida estaba totalmente dedicada al servicio del Reino. En los que iban aceptando el Reino en sus corazones iba encontrando su auténtica familia. No debió ser fácil para sus familiares aceptar ese nuevo tipo de relación, no. Ni siquiera para María, su madre. Es que el camino de la fe tiene sus dificultades (Servicio bíblico latinoamericano).