Fiesta: San Lorenzo, martir
San Juan 12,24-26: San Lorenzo: fiel a Cristo, es modelo de coherencia en la verdad y caridad sin límites

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté   

 

Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Corintios 9,6-10. Hermanos: El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; el que siembra generosamente, generosamente cosechará. Cada uno dé como haya decidido su conciencia: no a disgusto ni por compromiso; porque al que da de buena gana lo ama Dios. Tiene Dios poder para colmaros de toda clase de favores, de modo que, teniendo siempre lo suficiente, os sobre para obras buenas. Como dice la Escritura: «Reparte limosna a los pobres, su justicia es constante, sin falta.» El que proporciona semilla para sembrar y pan para comer os proporcionará y aumentará la semilla, y multiplicará la cosecha de vuestra justicia. 

Salmo 111,1-2.5-6.7-8.9. R. Dichoso el que se apiada y presta.

Dichoso quien teme al Señor y ama de corazón sus mandatos. Su linaje será poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita.

Dichoso el que se apiada y presta, y administra rectamente sus asuntos. El justo jamás vacilará, su recuerdo será perpetuo.

No temerá las malas noticias, su corazón está firme en el Señor. Su corazón está seguro, sin temor, hasta que vea derrotados a sus enemigos.

Reparte limosna a los pobres; su caridad es constante, sin falta, y alzará la frente con dignidad.  

Santo evangelio según san Juan 12,24-26. En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -«Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará.»  

Comentario: Hoy celebramos la fiesta de San Lorenzo, que es un mártir muy popular. A pesar de ser lejano en el tiempo (murió en el año 258), su memoria está viva en el pueblo cristiano.

A lo largo de los cuatro primeros siglos de la historia del cristianismo la Iglesia se vio fecundamente abonada con la sangre de los mártires, hombres y mujeres, que valientes y llenos de fe eran cruelmente torturados y dados muerte por unos gobernantes intolerantes con otras de religiosidad o de vida. Algunos de estos mártires, por su valentía ante la muerte o por haber sufrido los peores tormentos adquirían gran importancia para la comunidad cristiana y alcanzaban mayor devoción. San Lorenzo fue uno de ellos. Su posición en la jerarquía eclesiástica (no olvidemos que era el diácono arcediano, esto es, la “mano derecha” del Papa), su categoría humana que se vislumbra en los diálogos martiriales atribuidos a san Lorenzo, su talla espiritual de una fe robusta, madura, puesta la confianza plena en Dios y su celo y caridad a favor de los más pobres y necesitados, hicieron de él un auténtico modelo para la cristiandad de la época. La fama de la que ya san Lorenzo gozaba como el “administrador bueno y fiel” de las escasas economías de la Iglesia del momento, se unió a la que alcanzó tras su martirio, uno de los más macabros y duros. Tanta fama tiene su lado bueno y su lado menos bueno para el que pretende escribir, en síntesis, la vida de san Lorenzo. Porque a los datos reales se van añadiendo testimonios que, con la sana intención de engrandecer la figura del santo, carecen de historicidad y engendran tal maraña de datos que ensombrecen la contemplación de un gran hombre, pero sobre todo, de un gran cristiano. ¿Qué tenemos o sabemos sobre la vida de san Lorenzo? Según la pasión de Policronio san Lorenzo se dice de origen español. Después la tradición y el corazón de los oscense lo sitúan en Huesca, que “desde la lejanía de los tiempos” ha proclamado ser la patria de tan insigne mártir. Esta tradición oscense dice que los padres de san Lorenzo se llamaban Orencio y Paciencia (ambos inscritos en el martirologio romano), dedicados a la agricultura tenían dos casas: una situada en Huesca, en el lugar que hoy ocupa la Basílica, y otra en las afueras, donde se levantó al ermita de Loreto. En su viaje por España el futuro Sixto II, todavía no era Papa, se fijó en san Lorenzo y deseó llevárselo a Roma con él. Al llegar a Roma se encontraron con la muerte reciente del papa Esteban y fue elegido para sucederle Sixto. Éste nombró arcediano a san Lorenzo cuya misión era la de la administración de los bienes económicos, y responsable de las obras de caridad. Los últimos años del reinado del emperador Valeriano fueron de una situación financiera muy grave, con una inflación muy elevada y unos gastos militares elevadísimos. Había que buscar recursos y pensaron en los “tesoros” de la Iglesia. Así, en el año 258, se desató una nueva persecución dirigida particularmente contra la jerarquía eclesiástica: En esta persecución fueron martirizados, entre otros muchos, el papa Sixto II (el 6 de agosto) y su diácono Lorenzo (10 de agosto). Un detalle singular, que dice mucho de san Lorenzo en cuanto a su grandeza humana y religiosa, es que cuando fue llamado ante el emperador y urgido a que llevase todos los tesoros de la Iglesia, san Lorenzo se presentó con los más pobres de la ciudad de Roma diciendo: “estos son los tesoros de la Iglesia”. Esto causaría una gran rabia en el emperador que ordenó fuese torturado cruelmente. Según el papa Inocencio III los diez tormentos con que fue martirizado san Lorenzo fueron: cárcel, herido con escorpiones, atado con cadenas, golpeado con palos, quemado con láminas incandescentes, azotado con látigos emplomados, puesto en el potro y desconyuntado, herido con piedras, comprimido con horcas y asado en el fuego, en la vía Tiburtina, que es el que más se conoce y con el que habitualmente se representa. Otro detalle, con palabras del poeta Prudencio, que nos habla de su categoría humana: cuando estaba siendo quemado vivo dijo a su verdugo: “Ya estoy asado por este lado; da la vuelta y come”.

La fama de san Lorenzo se extendió rápidamente. Tanto es así que pasados unos pocos años, Constantino mandó edificar, en su honor, en el lugar del enterramiento, una basílica martirial que se ha convertido en uno de los lugares más importantes de Roma. De san Lorenzo hablaron en sus homilías grandes santos, doctores y padres de la Iglesia: san Ambrosio, san Agustín, san León Magno, etc. y su nombre fue incluido en el Canon Romano de la Misa. Ya en el siglo XXI al entrar en el tercer milenio, el testimonio de la vida y de la muerte de san Lorenzo, lejos de quedar en el olvido, sigue siendo para todos un testimonio de rabiosa actualidad (Francisco Raya Ibar).

En los días de su vida sembró con generosidad: la semilla del amor, de la fe, de la esperanza en el corazón de sus hermanos. Cuando soportaba los crueles tormentos  recordó la compasión del Señor y se acogió a su misericordia eterna. Cayó y murió como grano de trigo en la tierra pero el Padre premió su servicio generoso y dio mucho fruto: el ciento por uno. Dichosos nosotros si, como San Lorenzo, escuchamos la Palabra Dios y la cumplimos. Gracias Lorenzo, por el testimonio de tu vida y de tu muerte. Tu fuerza fue más grande que la de los que te mataban. Tu valentía y coraje más auténtico que el de aquél que te mandaba matar. Gracias Señor por darnos santos que, como Lorenzo, nos ayudan a vencer las dificultades de la vida. Gracias Señor, porque en el testimonio y valentía de tus mártires, nosotros podemos contemplar tu grandeza. Multiplica en nosotros, Señor, los dones de tu amor. Haznos fuertes y generosos, al estilo de San Lorenzo. Que sepamos compartir con los demás los verdaderos tesoros de tu Iglesia: la fraternidad, la justicia, el amor, la verdad. Que procuremos no tanto ser servidos sino servir, para que siempre y en todo lugar se haga tu voluntad. “En verdad, en verdad os digo, que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, quedará solo, pero si muere llevará mucho fruto” (Jn 12,24). Sí. Aquel morir a fuego lento de Lorenzo, el Diácono, ha germinado en el sazonado fruto de SAN LORENZO.

1. 2 Cor 9,6-10. Cuando nosotros extendemos nuestras manos para socorrer a los más desprotegidos, en esos momentos estamos sembrando una buena simiente que producirá abundantes frutos de salvación. Al final escucharemos aquel llamado del Señor para ser "almacenados" en los graneros eternos: "Vengan, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; estuve desnudo y me vistieron; enfermo y me asistieron; encarcelado y fueron a verme." Todo lo bueno que hagamos a favor de los demás que no sea para ostentación y alabanza nuestra, sino para la gloria de Dios, de tal forma que nuestra mano izquierda no sepa lo que haga la derecha; de lo contrario nuestra recompensa se habrá perdido en un aplauso humano. Procuremos el bien de todos; pero que nuestro servicio de caridad sea hecho siempre con alegría, sabiendo que, especialmente en el servicio a los pobres, necesitados y enfermos, estamos sirviendo y asistiendo al mismo Cristo. “Si Dios colma de bendiciones temporales a quienes cultivan la tierra y se ocupan de las necesidades de sus cuerpos, con más razón bendecirá a quienes cultivan el Cielo y se aplican a la salvación de sus almas… por tanto, quiere no solamente que demos limosna, sino que la demos con generosidad. Por eso llama “semilla” a la limosna. El grano echado en tierra produce espigas; así la limosna producirá frutos de justicia y una cosecha abundante” (S. Juan Crisóstomo). Y como apunta el apóstol “Dios ama a quien da con alegría”, “si das el pan entristeciéndote pierdes el pan y la recompensa” (S. Agustín).

2. Sal 111. Se proclama feliz a quien sigue la ley del Señor y luego se va exponiendo en qué consiste esta dicha por comportarse con rectitud, y en el Neuvo Testamento se nos habla de un motivo más alto, que no es el reconocimiento de los demás sino la recompensa de Dios que ve en lo secreto (Mt 6,1-4).  El v. 1 es lapidario y fue lema de las “terceras moradas” de Teresa de Jesús, explica cómo el hombre no ha de confiar en sus fuerzas sino en la misericordia divina: “A los que por la misericordia de Dios han vencido estos combates, y con la perseverancia entrado a las terceras moradas ¿qué les diremos, sino bienaventurado el varón que teme al Señor? No ha sido poco hacer Su Majestad que entienda yo ahora qué quiere decir el romance de este verso a este tiempo, según soy torpe en este caso (…) la bienaventuranza que hemos de pedir es estar ya en seguridad con los bienaventurados; que con estos temores ¿qué contento puede tener quien todo su contento es contentar a Dios? Y considerad que éste, y muy mayor, tenían algunos santos que cayeron en graves pecados; y no tenemos seguro que nos dará Dios la mano para salir de ellos y hacer la penitencia que ellos (entiéndese del auxilio particular) (…). Mas bien sabe Su Majestad que sólo puedo presumir de su misericordia, y ya que no puedo dejar de ser la que he sido, no tengo otro remedio, sino llegarme a ella y confiar en los méritos de su Hijo y de la Virgen, madre suya, cuyo hábito indignamente traigo y traéis vosotras. Alabadle, hijas mías, que lo sois de esta Señora verdaderamente; y así no tenéis para qué os afrentar de que sea yo ruin, pues tenéis tan buena madre (…). Mas una cosa os aviso: que no por ser tal y tener tal madre estéis seguras, que muy santo era David, y ya veis lo que fue Salomón; (7) ni hagáis caso del encerramiento y penitencia en que vivís, ni os asegure el tratar siempre de Dios y ejercitaros en la oración tan continuo y estar tan retiradas de las cosas del mundo y tenerlas a vuestro parecer aborrecidas. Bueno es todo esto, mas no basta como he dicho para que dejemos de temer; y así continuad este verso y traedle en la memoria muchas veces: Beatus vir, qui timet Dominum”.

Juan Pablo II comentaba: “El salmo 111, composición de índole sapiencial, nos presenta la figura de estos justos, los cuales temen al Señor, reconocen su trascendencia y se adhieren con confianza y amor a su voluntad a la espera de encontrarse con él después de la muerte. A esos fieles está reservada una "bienaventuranza": "Dichoso el que teme al Señor" (v. 1). El salmista precisa inmediatamente en qué consiste ese temor: se manifiesta en la docilidad a los mandamientos de Dios. Llama dichoso a aquel que "ama de corazón sus mandatos" y los cumple, hallando en ellos alegría y paz.

La docilidad a Dios es, por tanto, raíz de esperanza y armonía interior y exterior. El cumplimiento de la ley moral es fuente de profunda paz de la conciencia. Más aún, según la visión bíblica de la "retribución", sobre el justo se extiende el manto de la bendición divina, que da estabilidad y éxito a sus obras y a las de sus descendientes: "Su linaje será poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita. En su casa habrá riquezas y abundancia" (vv 2-3; cf v 9). Ciertamente, a esta visión optimista se oponen las observaciones amargas del justo Job, que experimenta el misterio del dolor, se siente injustamente castigado y sometido a pruebas aparentemente sin sentido. Job representa a muchas personas justas, que sufren duras pruebas en el mundo. Así pues, conviene leer este salmo en el contexto global de la sagrada Escritura, hasta la cruz y la resurrección del Señor. La Revelación abarca la realidad de la vida humana en todos sus aspectos.

Con todo, sigue siendo válida la confianza que el salmista quiere transmitir y hacer experimentar a quienes han escogido seguir el camino de una conducta moral intachable, contra cualquier alternativa de éxito ilusorio obtenido mediante la injusticia y la inmoralidad.

El centro de esta fidelidad a la palabra divina consiste en una opción fundamental, es decir, la caridad con los pobres y necesitados: "Dichoso el que se apiada y presta (...). Reparte limosna a los pobres" (vv 5.9). Por consiguiente, el fiel es generoso: respetando la norma bíblica, concede préstamos a los hermanos que pasan necesidad, sin intereses (cf Dt 15,7-11) y sin caer en la infamia de la usura, que arruina la vida de los pobres. El justo, acogiendo la advertencia constante de los profetas, se pone de parte de los marginados y los sostiene con ayudas abundantes. "Reparte limosna a los pobres", se dice en el versículo 9, expresando así una admirable generosidad, completamente desinteresada (…).

Nosotros fijamos nuestra mirada en el rostro sereno del hombre fiel, que "reparte limosna a los pobres" y, para nuestra reflexión conclusiva, acudimos a las palabras de Clemente Alejandrino, el Padre de la Iglesia del siglo II, que comenta una afirmación difícil del Señor. En la parábola sobre el administrador injusto aparece la expresión según la cual debemos hacer el bien con "dinero injusto". Aquí surge la pregunta: el dinero, la riqueza, ¿son de por sí injustos?, o ¿qué quiere decir el Señor? Clemente Alejandrino lo explica muy bien en su homilía titulada "¿Cuál rico se salvará?" Y dice: Jesús "declara injusta por naturaleza cualquier posesión que uno conserva para sí mismo como bien propio y no la pone al servicio de los necesitados; pero declara también que partiendo de esta injusticia se puede realizar una obra justa y saludable, ayudando a alguno de los pequeños que tienen una morada eterna junto al Padre (cf Mt 10,42; 18,10)". Y, dirigiéndose al lector, Clemente añade: "Mira, en primer lugar, que no te ha mandado esperar a que te rueguen o te supliquen; te pide que busques tú mismo a los que son dignos de ser escuchados, en cuanto discípulos del Salvador". Luego, recurriendo a otro texto bíblico, comenta: "Así pues, es hermosa la afirmación del Apóstol: "Dios ama a quien da con alegría" (2 Co 9,7), a quien goza dando y no siembra con mezquindad, para no recoger del mismo modo, sino que comparte sin tristeza, sin hacer distinciones y sin dolor; esto es auténticamente hacer el bien" (…) dichoso el hombre que da; dichoso el hombre que no utiliza la vida para sí mismo, sino que da; dichoso el hombre que es "justo, clemente y compasivo"; dichoso el hombre que vive amando a Dios y al prójimo. Así vivimos bien y así no debemos tener miedo a la muerte, porque tenemos la felicidad que viene de Dios y que dura para siempre”.

La abundancia de bienes en el antiguo Israel se consideraba como una bendición de Dios para los justos. Sin embargo esos dones de Dios no deberían hacer egoístas a quienes los habían recibido, sino que, en sus préstamos no se comportarían como usureros, y ante los pobres siempre estarían dispuestos a socorrerlos. Entonces podrían levantar la frente no de modo orgulloso, sino como la manifestación de la Gloria de Dios desde aquellos que lo aman y se compadecen de su prójimo. Recordemos que sólo somos administradores de los bienes de Dios. Al final, aun cuando hayamos sido dueños del mundo entero, nada nos llevaremos de todos esos bienes materiales, sino solo nuestras buenas obras. Por eso no trabajemos sólo por el pan que perece, sino por aquello que realmente vale ante Dios.

3. Jn 12,24-26. En esta fiesta se nos propone un evangelio luminoso. Jesús nos recuerda que "el grano de trigo seguirá siendo un único grano, a no ser que caiga dentro de la tierra y muera; sólo entonces producirá fruto abundante". Estas palabras retratan a la perfección al diácono Lorenzo. Él supo entregar la vida y por eso es fuente de vida. Pero caigamos en la cuenta de que las palabras de Jesús no son pronunciadas en el vacío. Son la respuesta a Felipe, a Andrés y a unos griegos que habían mostrado mucho interés en conocerlo. Jesús no aprovecha su tirón popular para presentar un mensaje acomodaticio, al gusto de sus admiradores. No lo hace porque no quiere engañarlos. Los ama tanto que les revela dónde está el secreto de la verdadera vida. Se lo dice con la parábola del trigo y se lo dice también abiertamente, para que no se sientan frustrados en su griega racionalidad: "Quien vive preocupado por su vida, la perderá; en cambio, quien no se aferre excesivamente a ella en este mundo, la conservará para la vida eterna". ¿Se puede decir más claro? (Gonzalo Fernández).

No se produce vida / fruto sin dar la propia; amar es darse sin escatimar, hasta desaparecer, si es necesario. Solamente el don total libera las capacidades del hombre. Esta muerte no es un suceso aislado, sino la culminación de un proceso de donación de sí mismo. La fecundidad no depende de la transmisión de una doctrina, sino de una muestra extrema de amor (si no muere, permanece él solo).

El Señor interpreta todo su itinerario terrenal como el proceso del grano de trigo, que solamente mediante la muerte llega a producir fruto. Interpreta su vida terrenal, su muerte y resurrección, en la perspectiva de la Santísima Eucaristía, en la cual se sintetiza todo su misterio. Puesto que ha consumado su muerte como ofrecimiento de sí, como acto de amor, su cuerpo ha sido transformado en la nueva vida de la resurrección. Por eso él, el Verbo hecho carne, es ahora el alimento de la auténtica vida, de la vida eterna. El Verbo eterno –la fuerza creadora de la vida– ha bajado del cielo, convirtiéndose así en el verdadero maná, en el pan que se ofrece al hombre en la fe y en el sacramento. De este modo, el Vía crucis es un camino que se adentra en el misterio eucarístico: la devoción popular y la piedad sacramental de la Iglesia se enlazan y compenetran mutuamente. La oración del Vía crucis puede entenderse como un camino que conduce a la comunión profunda, espiritual, con Jesús, sin la cual la comunión sacramental quedaría vacía. El Vía crucis se muestra, pues, como recorrido «mistagógico» (Ratzinger).

Jesús anuncia su glorificación con su muerte, poco antes de los versículos que ahora leemos. Y es que “fue conveniente que se manifestara la exaltación de su gloria de tal manera, que estuviera unida a la humildad de su pasión” (S. Agustín). No podemos contemplar la cruz sin unirla a la gloria de la resurrección. La cruz es inseparable de la exaltación (cf Fil 2,8-9), el sufrimiento y morir a sí mismo por amor no se concibe sin la unión con el amado. v. 25: Tener apego a la propia vida es destruirse, despreciar la propia vida en medio del orden este es conservarse para una vida definitiva.

Sólo quien no teme a la muerte puede entre garse hasta el fin, llevando su vida a su completo éxito. Infundir temor, la gran arma del orden injusto; el apego a la vida lleva a todas las abdi caciones.

v. 26: El que quiera ayudarme, que me siga, y así, allí donde yo estoy, estará también el que me ayuda. A quien me ayude lo honrará el Padre.

Ser discípulo significa colaborar en la tarea de Jesús, aun en medio de la hostilidad y persecución; el que colabora se encuentra, como Jesús, en la esfera del Espíritu, en el hogar del Padre (7,34; 8,29). El hombre libre posee su vida, su presente, y en cada presente puede entregarse del todo: la entrega total en cada momento es el significado de «morir». A éste lo honrará el Padre, como a hijo.

En esta declaración solemne y central Jesús explica cómo se producirá el fruto de su misión y la de sus discípulos. No se puede producir vida (dar fruto) sin dar la propia vida (morir). La vida es fruto del amor y no brota si el amor no es pleno, si no llega al don total. Amar es darlo todo, entregarlo todo, sin escatimar nada; hasta desaparecer, si es necesario. Jesús va a entregarse por los demás, es solidario con los necesitados y por ellos ha aceptado la muerte y prevé ya el fruto. En la metáfora del grano de trigo que muere en la tierra, la muerte es la condición para que se libere toda la energía vital que la semilla contiene y la vida allí encerrada se manifieste plenamente. Con esta metáfora Jesús afirma que el hombre tiene muchas potencialidades y que solamente el don del sí total las libera para que ejerzan toda su eficacia. El fruto comienza paradójicamente en el mismo grano que muere porque si no cae en la tierra no muere, no da vida, no fructifica, es infecundo. La muerte de la que habla Jesús no es un acontecimiento aislado, es la culminación de un proceso, es el camino que se ha ido recorriendo como donación de la propia vida. Es el último acto de una donación constante, que sella definitivamente la entrega de la propia vida. Por eso, dar la propia vida es condición para la fecundidad, es la suprema medida del amor. Jesús le explica a sus discípulos que tal decisión no es una pérdida para el hombre, sino una máxima ganancia; no significa frustrar la propia vida, sino llevarla a su completo éxito. "El que se ama a sí mismo pierde su vida, pero el que ofrece su vida por los demás la salvará.". El temor a perder la vida es el gran obstáculo al compromiso por los demás porque el amor a la propia vida lleva a todas las abdicaciones, a la injusticia, al silencio cómplice ante la realidad. El que ofrece su vida por los demás, ama de verdad, se olvida del propio interés y seguridad, lucha por la vida, la dignidad y la libertad en medio de una sociedad donde reina la muerte. Como Jesús, muchos hombres y mujeres de ayer y de hoy, para dar vida han dado su propia vida porque han estado convencidos que el fruto supone una muerte y la entrega exige una fe en la fecundidad del amor.

Hoy, la Iglesia —mediante la liturgia eucarística que celebra al mártir romano san Lorenzo— nos recuerda que «existe un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios» (Juan Pablo II). La ley moral es santa e inviolable. Esta afirmación, ciertamente, contrasta con el ambiente relativista que impera en nuestros días, donde con facilidad uno adapta las exigencias éticas a su personal comodidad o a sus propias debilidades. No encontraremos a nadie que nos diga: —Yo soy inmoral; —Yo soy inconsciente; —Yo soy una persona sin verdad... Cualquiera que dijera eso se descalificaría a sí mismo inmediatamente. Pero la pregunta definitiva sería: ¿de qué moral, de qué conciencia y de qué verdad estamos hablando? Es evidente que la paz y la sana convivencia sociales no pueden basarse en una “moral a la carta”, donde cada uno tira por donde le parece, sin tener en cuenta las inclinaciones y las aspiraciones que el Creador ha dispuesto para nuestra naturaleza. Esta “moral”, lejos de conducirnos por «caminos seguros» hacia las «verdes praderas» que el Buen Pastor desea para nosotros (cf Sal 23,1-3), nos abocaría irremediablemente a las arenas movedizas del “relativismo moral”, donde absolutamente todo se puede pactar y justificar. Los mártires son testimonios inapelables de la santidad de la ley moral: hay exigencias de amor básicas que no admiten nunca excepciones ni adaptaciones. De hecho, «en la Nueva Alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo que (...) aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del Emperador» (Juan Pablo II). En el ambiente de la Roma del emperador Valeriano, el diácono «san Lorenzo amó a Cristo en la vida, imitó a Cristo en la muerte» (San Agustín). Y, una vez más, se ha cumplido que «el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna» (Jn 12,25). La memoria de san Lorenzo, afortunadamente para nosotros, quedará perpetuamente como señal de que el seguimiento de Cristo merece dar la vida, antes que admitir frívolas interpretaciones de su camino (Antoni Carol).

Cuando uno teme morir puede encontrar serios obstáculos en su forma de amar. La fecundidad viene del amor verdadero, que Dios ha infundido en nuestros corazones. El verdadero discípulo de Jesús debe seguirlo a Él hacia su glorificación en Dios, sabiendo que, sin miedo a los riesgos, sin miedo a las amenazas de quienes quieran silenciar al enviado de Dios, debe incluso afrontar la propia muerte como un signo de amor fecundo que haga brotar en uno mismo y en los demás la vida eterna; y esto no por nosotros mismos, sino por nuestra unión fiel y constante a Aquel que nos ha amado hasta dar su vida para que nosotros tengamos vida. Este amor, llevado hasta el extremo, es lo que hizo que el Hombre Jesús llegara a su perfección a través de su obediencia y de su muerte en cruz. Sólo aquel que va entregando su vida para la perfección de los demás va creciendo en el amor hasta llegar a la plenitud en el Señor, hasta poder llegar a ser reconocido por el Padre Dios como su hijo amado, en quien Él se complace. Vivamos, pues, en un amor verdadero, constante y cada vez más perfecto no sólo a Dios, sino también a nuestro prójimo, a quien hemos sido enviados tanto para anunciarle el Evangelio como para transmitirle la Vida y el Espíritu de Dios que Él nos ha comunicado a nosotros.

En la Eucaristía celebramos el Memorial de la Muerte y Resurrección de Jesucristo; así Él nos manifieste el amor que nos tiene, y que es llevado hasta el extremo. Ese amor no es un amor estéril sino fecundo, pues nos ha ganado a todos para su Dios y Padre, para nuestro Dios y Padre. La Redención, así, no es algo del pasado sino del hoy de cada día en la historia, pues ha quedado atemporizada de tal forma que es eficaz siempre, como algo presente para el hombre de todos los tiempos y lugares. Nosotros hacemos nuestra la Redención de Cristo de un modo especial en la Eucaristía. En este momento de gracia estamos siendo testigos de la Muerte y de la Resurrección de Cristo. Nuestra fe nos ha de llevar a apropiarnos toda su eficacia, de tal forma que en adelante seamos, en Cristo, unas criaturas nuevas que se esfuercen no sólo por dar a conocer a los demás el Nombre del Señor, sino que lleven a ellos la salvación para que todos podamos vivir como hijos del único Dios y Padre; y, fortalecidos por su Espíritu Santo, seamos dignos instrumentos puestos en las manos de Dios, capaces de entregar, día a día, nuestra vida para que todos tengan en sí la Vida que procede de Él.

La Diaconía (Servicio) en la Iglesia ha tenido siempre un punto relevante. Es un servicio en la asamblea litúrgica. Pero no todo queda ahí. También es un servicio en la caridad de todos los días. Dar la propia vida, no sólo administrar los bienes en favor de los demás, eso es lo que se espera de una Iglesia que, como san Lorenzo y muchos otros santos Diáconos, ha de entregar su vida para que el mundo entero tenga Vida, y Vida en abundancia. Un poco antes de la perícopa del Evangelio de este día se nos habla de unos griegos que quieren ver a Jesús; y el Señor da la respuesta: Todos lo contemplarán cuando sea levantado en alto; pero todos lo contemplarán cuando sus discípulos, como Él y por su unión a Él, entreguen el Evangelio de salvación a los demás no sólo con sus palabras, sino con su vida misma, convertida en frutos mediante los cuales los demás alimentarán su fe, su esperanza, su amor, su justicia, sus deseos y su trabajo por la paz, su capacidad de perdonar y de ser misericordiosos para con todos. Entonces la Iglesia no será estéril sino fecunda, pues no sólo estará alimentando e ilustrando la mente de los demás, sino que, por obra del Espíritu Santo, estará engendrando hijos de Dios en Cristo Jesús.

Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de no sólo hacer el bien a los demás, sino de procurar para todos la salvación, amándolos de tal forma que lleguemos, incluso si es necesario, a entregar con alegría nuestra vida por ellos (Homiliacatolica.com).

Ciertamente Dios ha creado todo, como lo asegura el libro del Génesis: “Muy bien y muy bueno”. Sin embargo, el pecado ha hecho que a pesar de esta realidad, como dice san Pablo, no todo nos es conveniente. Y es aquí en dónde se prueba realmente quién es o no verdaderamente cristiano. La tentación se presenta indistintamente para todos, sin embargo el cristiano, ejercitado en la oración y en la renuncia a sí mismo, convencido que la vida en Cristo vale la pena cualquier renuncia, es capaz de renunciar a todo aquello que, aunque se presenta bajo la apariencia de bien, sabe que lo conducirá irremisiblemente a perder la amistad con Dios. Si no nos ejercitamos en la renuncia, si no somos capaces de negarnos ni siquiera las pequeñas cosas, los pequeños gusto, será muy difícil renunciar a las más grandes y peligrosas tentaciones, lo que hará que nuestra vida quede estéril y sin fruto. Empieza por poco… ¡Pero empieza hoy! (Ernesto María Caro).

Jesucristo dice: “Si el grano de trigo no muere, no dará fruto”. El grano que quiera seguir como grano, que le tenga miedo a la humedad, que no esté dispuesto a desaparecer como grano, ¿cómo ha de dar fruto? Si el grano muere, nacerá una nueva planta. Si es de maíz, dará muchos elotes, que tendrán muchos granos cada uno. Pero es necesario dejar de ser grano para dar todo ese fruto. Así, Jesucristo habría de morir para darnos un gran fruto: la salvación de nuestras almas, el perdón de los pecados, la apertura nuevamente del Cielo para nosotros, la vida eterna, la gracia santificante, recobrar nuevamente la amistad con Dios. Todo ello es parte del fruto que Jesucristo dará al morir como grano de trigo en la cruz. Luego, inmediatamente, el mismo Jesús dice: “El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna”. Estas palabras son muy importantes para un cristiano, para un verdadero seguidor de Jesucristo, para todos aquellos que quieren imitarle en sus vidas. Él nos dice que las personas que son egoístas, que piensan en su comodidad, en su bienestar, en su placer, olvidándose de los demás no obtendrán la vida eterna. Si pasarán esta vida con placer, con comodidad, cumpliéndose todos sus caprichos, pero perderán los más importante, la vida eterna. Aquél que busca lo mejor para sí mismo, que no le importa dañar a los demás, u ofenderlos, o maltratarlos con tal de lograr sus placeres no vivirá con el Señor la vida eterna. Cambia el placer que se va pronto, que dura “nada”, por toda la vida eterna. Por el contrario, quien no se interesa por los placeres, por las comodidades, por cumplir sus caprichos y egoísmos, quien piensa en los demás, se entrega por ellos y los ama, ese alcanzará lo más importante, lo que nunca ha de acabarse: la vida eterna. Y Jesucristo que nos dice esas palabras, es el primero en darnos el ejemplo: pues Él ha de ofrecer su vida, ha de perderla, ha de morir, para darnos la vida eterna, para perdonarnos los pecados, para darnos la salvación. “El que se aborrece a sí mismo”. Nuestro Señor, un verdadero ejemplo de amor por nosotros. No le importó morir, ni sufrir tanto, ni ser despreciado, abofeteado, escupido, azotado, ridiculizado, golpeado, coronado de espinas, despreciado, crucificado y ajusticiado en la cruz, con tal de buscar nuestro bien. ¡Eso es amor! ¡Eso es amar al prójimo! ¡¡Eso es vivir la ley de Dios: amar a Dios y al prójimo! Por eso nuestro Señor será capaz de decirnos: “Ámense como yo los he amado” ¡Hasta dar la vida por los demás! Recordemos lo que decían de los primeros cristianos hace ya dos mil años: ¡Miren cómo se aman!”. Los pueblos paganos quedaban maravillados por el amor con que se trataban entre sí los cristianos y el amor con que trataban a todos los demás. El verdadero cristiano ha de ser como Jesucristo: Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. ¿Acaso Jesucristo no hizo eso en la cruz por todos y cada uno de nosotros? Imitémosle. El auténtico cristiano, el verdadero católico es quien ama al prójimo y no se preocupa de sí mismo. Tengamos cuidado de los placeres, de las comodidades, de los caprichos, de los deseos, pues lo único que hacen es convertirnos en el centro de nuestro amor: nos buscaremos a nosotros mismos. Quien verdaderamente ama a su prójimo pensará en ellos continuamente: el esposo, en su esposa; la esposa, en el esposo; los padres, en los hijos; el ciudadano, en sus conciudadanos; el maestro, en sus alumnos. El mundo pagano se distingue por el egoísmo. El mundo cristiano se ha de distinguir por el amor. ¿Cuál mundo estamos construyendo? ¿Soy pagano o soy cristiano? El mundo pagano termina con la muerte. El mundo cristiano empieza con la vida eterna. Jesucristo muere en la cruz para perdonarnos los pecados, para darnos nuevamente la amistad con Dios, nos vuelve a abrir las puertas del Cielo, nos hace partícipes de la vida eterna, nos da su gracia. El Señor nos enseña: “El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna”, y “”Si el grano de trigo no muere, no dará fruto”. El distintivo de todo verdadero cristiano es el amor (Clemente González).