San Juan 7,36-50:
Cuídate tú y cuida la enseñanza; así te salvarás a ti y a los que te escuchan… El perdón depende del amor: Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amorAutor: Padre Llucià Pou Sabaté
Primera carta del apóstol
san Pablo a Timoteo 4,12-16. Querido
hermano: Nadie te desprecie por ser joven; sé tú un modelo para los fieles, en
el hablar y en la conducta, en el amor, la fe y la honradez. Mientras llego,
preocúpate de la lectura pública, de animar y enseñar. No descuides el don que
posees, que se te concedió por indicación de una profecía con la imposición de
manos de los presbíteros. Preocúpate de esas cosas y dedícate a ellas, para que
todos vean cómo adelantas. Cuídate tú y cuida la enseñanza; sé constante; si lo
haces, te salva ras a ti y a los que te escuchan.
Salmo 110,7-8.9.10.
R. Grandes son las obras del Señor.
Justicia y verdad son las
obras de sus manos, todos sus preceptos merecen confianza: son estables para
siempre jamás, se han de cumplir con verdad y rectitud.
Envió la redención a su
pueblo, ratificó para siempre su alianza, su nombre es sagrado y temible.
Primicia de la sabiduría es
el temor del Señor, tienen buen juicio los que lo practican; la alabanza del
Señor dura por siempre.
Santo evangelio según san
Juan 7,36-50. En aquel tiempo, un
fariseo rogaba a Jesús que fuera a comer con él. Jesús, entrando en casa del
fariseo, se recostó a la mesa. Y una mujer de la ciudad, una pecadora, al
enterarse de que estaba comiendo en casa del fariseo, vino con un frasco de
perfume y, colocándose detrás junto a sus pies, llorando, se puso a regarle los
pies con sus lágrimas, se los enjugaba con sus cabellos, los cubría de besos y
se los ungía con el perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado se
dijo: -«Si éste fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y
lo que es: una pecadora. » Jesús tomó la palabra y le dijo: -«Simón, tengo algo
que decirte.» Él respondió: -«Dímelo, maestro.» Jesús le dijo: -«Un prestamista
tenía dos deudores; uno le debla quinientos denarios y el otro cincuenta. Como
no tenían con qué pagar, los perdonó a los dos. ¿Cuál de los dos lo amará más?»
Simón contestó: -«Supongo que aquel a quien le perdonó más.» Jesús le dijo:
-«Has juzgado rectamente.» Y, volviéndose a la mujer, dijo a Simón: -«¿Ves a
esta mujer? Cuando yo entré en tu casa, no me pusiste agua para los pies; ella,
en cambio, me ha lavado los pies con sus lágrimas y me los ha enjugado con su
pelo. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entró, no ha dejado de
besarme los pies. Tú no me ungiste la cabeza con ungüento; ella, en cambio, me
ha ungido los pies con perfume. Por eso te digo: sus muchos pecados están
perdonados, porque tiene mucho amor; pero al que poco se le perdona, poco ama. »
Y a ella le dijo: -«Tus pecados están perdonados.» Los demás convidados
empezaron a decir entre sí: -«¿Quién es éste, que hasta perdona pecados?» Pero
Jesús dijo a la mujer: -«Tu fe te ha salvado, vete en paz. »
Comentario: 1.
1Tm 4,12-16. Después de los dos motivos
teológicos de ayer -la dignidad de la comunidad y la riqueza del misterio de
Cristo, hoy propone Pablo unos criterios de actuación a Timoteo, que se ve que
todavía es muy joven para su cargo. El responsable en la comunidad debe ser "un
modelo para los fieles en el hablar y en la conducta, en el amor, la fe y la
honradez". De nuevo las cualidades humanas que ya había enumerado en la lectura
del martes. Lo que no tiene de madurez de años lo deberá tener Timoteo de
virtudes. Pero esta vez entra en otro terreno: el de la evangelización y la
gracia sacramental. Timoteo tiene que "animar y enseñar", "cuidar la enseñanza"
y hacer fructificar la gracia de su ordenación: "no descuides el don que posees,
que se te concedió con la imposición de manos de los presbíteros".
Son consejos a un
"epíscopo", pero nos vienen bien a todos: a los padres en su relación con los
hijos, a los educadores en su misión formativa, a los animadores de cualquier
aspecto de una comunidad. De alguna manera todos debemos ser evangelizadores, y
cuidar que también las generaciones jóvenes o los que se han alejado de la fe
por mil razones, vayan conociendo la Buena Noticia del amor de Dios y de la
salvación que nos ofrece Jesús: "cuida la enseñanza". Pero el mejor testimonio
que damos no son nuestras palabras, sino nuestra conducta, nuestra honradez, fe
y amor. La vida divina que hemos recibido todos en el Bautismo, y algunos
también en la ordenación ministerial o en la profesión religiosa, la debemos
cuidar para que crezca, para que se trasparente en nuestras obras y así podamos
colaborar a la construcción de una Iglesia mejor. En realidad, los hijos y los
educandos y los destinatarios de nuestra evangelización, no "obedecen", sino que
"imitan" (J. Aldazábal). Son las obras las que rematan lo que se predica:
“Hablemos a través de ellas, al mostrarlas a los demás en nuestra vida. Es vivo
el lenguaje, cuando son las obras las que hablan” (S. Antonio de Padua).
Puesto que somos
colaboradores de Cristo tratemos de no recibir en vano la Gracia de Dios. El
Señor nos ha consagrado para que, siendo suyos, seamos un signo vivo de su
presencia en el mundo. Por eso hemos de cuidar el Carisma que hay en nosotros:
el de servir a todos como Cristo lo ha hecho con todos. Para lograr esto
necesitamos dedicarnos a la lectura de la Palabra de Dios, a la exhortación, a
la enseñanza. Pero esto debe ir respaldado con una vida intachable que nos
convierta en modelo en la palabra, en el comportamiento, en la caridad, en la
fe, en la pureza. No podemos pensar que, puestos al servicio de los demás por
nuestra unión con Cristo desde el Bautismo y Confirmación, o como Ministros
Ordenados, no hemos de poner algo de nuestra parte para que día a día maduremos
en nuestra respuesta al Señor. Nuestro sí inicial debe ser renovado todos los
días, de tal forma que en verdad vivamos, con mayor lealtad, nuestra entrega a
Cristo y al anuncio de su Evangelio. Esto debe llevarnos a profundizar, también
todos los días, la Palabra de Dios mediante la Lectio Divina para que, así,
antes que exhortar y enseñar a los demás, la Palabra de Dios sea aceptada y
vivida por nosotros. Entonces podremos ser modelo que pueden imitar los demás,
pues encontrarán en nosotros un punto de referencia a Cristo. Obrando, de modo
perseverante en el bien, no sólo lograremos salvarnos, sino que salvaremos a
aquellos a quienes hemos sido enviados.
Las estructuras de la
Iglesia pueden evolucionar. En tiempo de Timoteo, es decir, hacia el año 65 se
distingue todavía poco al Epíscope -el «supervisor», u obispo- del Presbítero
-«el anciano» o sacerdote-. Pero, está claro que hay unas funciones precisas en
la comunidad, alguien ha sido elegido para «presidir» la oración y «enseñar»...
y esta función le ha sido conferida mediante un rito, la imposición de manos de
los otros Ancianos.
-Hijo muy querido, que
nadie menosprecie tu juventud. De modo que el cargo de responsable no se da
automáticamente a los «ancianos». La Iglesia no es una sociedad humana
ordinaria. El término «presbítero» en griego, significa «más anciano». De ahí
proviene el término «preste». Pero vemos que la «ancianidad» de Timoteo era
fruto de la gracia recibida y de sus cualidades de ponderación, mucho más que de
su edad. San Pablo se lo recuerda. Lo que cuenta no es la edad o la experiencia,
es:
a. El estilo de vida.
-Procura, en cambio, ser
para los creyentes un modelo por tu manera de hablar y de vivir, por tu amor y
tu fe, por la pureza de tu vida. Un sacerdote evangeliza, en primer lugar, por
su vida. ¡Qué exigencia! Ser un hombre de fe, un hombre de amor, un hombre de
pureza. Este texto nos invita a rogar por los obispos y los sacerdotes para que
así sea.
b. La competencia de su
enseñanza. -Dedícate a leer la Escritura a los fieles, a animarlos y a
instruirlos. HOY sobre todo que la competencia profesional tiene tanta
importancia, es bueno oír esas palabras de San Pablo pidiendo a los sacerdotes
que sean especialistas de la Biblia y del Evangelio. Menos que nunca se admite
la superficialidad ni el trabajo de aficionado.
c. La gracia otorgada por
Dios. -No descuides el carisma que hay en ti, ese don que se te comunicó por la
intervención profética, cuando la asamblea de ancianos te impuso las manos...
que con eso y la oración litúrgica (“profecía”) se confería lo que llamamos
ahora Ordenación sacerdotal. El ministerio no es sólo una delegación de la
comunidad que propone a un responsable, es un «don que viene de lo alto», una
iniciativa de Dios.
-Vela por ti mismo, por tu
conducta y por tu enseñanza; persevera en estas disposiciones, pues obrando así,
obtendrás la salvación para ti y para los que te escuchan. De nuevo encontramos
los dos polos de la vida del sacerdote: su «manera de vivir» y su «función
doctrinal». La alusión a la perseverancia necesaria nos muestra que ambas cosas
no se adquieren de una vez para siempre: es preciso resistir, avanzar, progresar
en santidad y en el conocimiento de Dios. Será pues con el ejercicio de su
ministerio que Timoteo se santificará a sí mismo y santificará a "aquellos que
lo escuchan" (Noel Quesson).
Después de hablar de las
exigencias de los ministerios en la Iglesia, Pablo avisa a Timoteo de los falsos
doctores que en ella se van introduciendo. Y lo hace siguiendo una manera
corriente de escribir, según la cual estas desviaciones doctrinales anuncian la
llegada de la parusía o, como dice nuestro texto de los «últimos tiempos». Más
difícil es determinar a quiénes designa esta descripción de «falsos profetas».
Hay notas que nos hacen pensar en judíos (p. ej., la interdicción del uso de
ciertos alimentos); otros son completamente impensables en una mente judía (p.
ej., Ia prohibición del uso del matrimonio). Sectarios judíos o gnósticos,
Timoteo ha de predicar contra ellos el gran principio teológico que resuena
desde las primeras páginas del Génesis: «Todo lo que Dios ha creado es bueno» (1
Tim 4,4). Este principio doctrinal es suficiente para salir al encuentro de las
lucubraciones de los «falsos doctores». Con todo, Pablo insiste extrañamente en
que la palabra de Dios y nuestra oración todo lo santifican (4,3.4.5). Es que
Pablo no puede olvidar, ni quiere que nadie lo olvide, lo que él ha practicado
desde la infancia como todo buen judío: la oración antes y después de las
comidas. Pablo no se deja obsesionar por los peligros de las doctrinas
heterodoxas. Sabe que lo más importante es la formación de sus fieles. Pero ésta
es imposible si el mismo Timoteo no cuida permanentemente de su propia
formación. Por eso Pablo le manda: «preocúpate de la lectura» (4,13). Esto se
relaciona con la lectura pública del AT en el culto cristiano. Y así es, porque
con ello el culto cristiano no hacía sino continuar las costumbres sinagogales.
Pero, precisamente, los buenos lectores-traductores de la Biblia en el «culto»
sinagogal preparaban en su casa su traducción (y, a veces, la alocución que
seguía luego). Y esto lo hacían con la lectura repetida de los textos bíblicos
adecuadamente anotados con la paráfrasis tradicional correspondiente. Por tanto,
la «lectura» a la cual Pablo se refiere es pública y privada. El Apóstol sabía
muy bien que el progreso de la comunidad depende no sólo de las virtudes morales
de Timoteo, sino también de su progreso en la enseñanza (13-16). No progresar en
el estudio de la palabra de Dios sería "descuidar el don que posees, que te fue
concedido (por Dios), por indicación de una profecía, con la imposición de manos
de los presbíteros" (4,14; E. Cortés).
2. Sal 110. En verdad que
las obras de Dios son grandiosas y dignas de confianza. Contemplemos la bondad y
la misericordia del Señor para con los suyos, pues Él no sólo creó todo para que
estuviese a nuestra disposición; sino que se formó un Pueblo, con quien pactó
una Alianza en el Sinaí, y le dio como herencia la tierra prometida. De ese
Pueblo nació para todos un Salvador, Cristo Jesús, quien llevó a cabo la obra
grandiosa de la Redención y nos hizo partícipes de su Vida y de su Espíritu,
formando así un Nuevo Pueblo de elegidos para gloria del Padre. Por eso Dios,
nuestro Dios, merece no sólo nuestra alabanza y nuestra acción de gracias, sino
el reconocerlo como Señor de nuestra vida, como Aquel que ha de ser amado por
encima de todo y a quien le entregamos todo nuestro ser; Él ha de ser respetado,
y su Palabra debe ser fielmente cumplida por quienes decimos creer en Él. Así
manifestaremos que en verdad, también nosotros, hemos entrado en Alianza con Él
y hemos hecho nuestra su obra de salvación. Juan Pablo II comenta: “Este salmo
encierra un himno de alabanza y acción de gracias por los numerosos beneficios
que definen a Dios en sus atributos y en su obra de salvación: se habla de
"misericordia", "clemencia", "justicia", "fuerza", "verdad", "rectitud",
"fidelidad", "alianza", "obras", "maravillas", incluso de "alimento" que él da
y, al final, de su "nombre" glorioso, es decir, de su persona. Así pues, la
oración es contemplación del misterio de Dios y de las maravillas que realiza en
la historia de la salvación... El salmo 110 concluye con la contemplación del
rostro divino, de la persona del Señor, expresada a través de su "nombre" santo
y trascendente. Luego, citando un dicho sapiencial (cf. Pr 1,7; 9,10; 15,33), el
salmista invita a todos los fieles a cultivar el "temor del Señor" (Sal 110,10),
principio de la verdadera sabiduría. Este término no se refiere al miedo ni al
terror, sino al respeto serio y sincero, que es fruto del amor, a la adhesión
genuina y activa al Dios liberador. Y, si las primeras palabras del canto habían
sido una acción de gracias, las últimas son una alabanza: del mismo modo que la
justicia salvífica del Señor "dura por siempre" (v. 3), así la gratitud del
orante no tiene pausa: "La alabanza del Señor dura por siempre" (v. 10). Para
resumir, el Salmo nos invita al final a descubrir las muchas cosas buenas que el
Señor nos da cada día. Nosotros vemos más fácilmente los aspectos negativos de
nuestra vida. El Salmo nos invita a ver también las cosas positivas, los
numerosos dones que recibimos, para sentir así la gratitud, porque sólo un
corazón agradecido puede celebrar dignamente la gran liturgia de la gratitud, la
Eucaristía.
Para concluir nuestra
reflexión, quisiéramos meditar con la tradición eclesial de los primeros siglos
cristianos el versículo final con su célebre declaración, reiterada en otros
lugares de la Biblia (cf. Pr 1,7): "El principio de la sabiduría es el temor del
Señor" (Sal 110,10). El escritor cristiano Barsanufio de Gaza, en la primera
mitad del siglo VI, lo comenta así: "¿Qué es principio de la sabiduría sino
abstenerse de todo lo que desagrada a Dios? ¿Y de qué modo uno puede abstenerse
sino evitando hacer algo sin haber pedido consejo, o no diciendo nada que no se
deba decir, y además considerándose a sí mismo loco, tonto, despreciable y
totalmente inútil?". Con todo, Juan Casiano, que vivió entre los siglos IV y V,
prefería precisar que "hay una gran diferencia entre el amor, al que nada le
falta y que es el tesoro de la sabiduría y de la ciencia, y el amor imperfecto,
denominado "principio de la sabiduría"; este, por contener en sí la idea del
castigo, queda excluido del corazón de los perfectos al llegar la plenitud del
amor". Así, en el camino de nuestra vida hacia Cristo, el temor servil que hay
al inicio es sustituido por un temor perfecto, que es amor, don del Espíritu
Santo”.
3. Lc 7,36-50 (ver
evangelio del domingo 11 C). La escena la cuenta Lucas con elegancia y detalles
muy significativos. ¡Qué contraste entre el fariseo Simón, que ha invitado a
Jesús a comer, y aquella mujer pecadora que nadie sabe cómo ha logrado entrar en
la fiesta y colma a Jesús de signos de afecto! Desde luego, perdonar a una mujer
pecadora precisamente en casa de un fariseo que le ha invitado, es un poco
provocativo. No es raro que se escandalizaran los presentes, o porque Jesús no
conocía qué clase de mujer era aquélla, o que no reaccionaba ante sus gestos,
que resultaban cuando menos un poco ambiguos. Pero Jesús quería transmitir un
mensaje básico en su predicación: la importancia del amor y del perdón. El
argumento parece fluctuar en dos direcciones. Tanto se puede decir que se le
perdona porque ha amado ("sus pecados están perdonados, porque tiene mucho
amor"), como que ha amado porque se le ha perdonado ("amará más aquél a quien se
le perdonó más"). Probablemente aquella mujer ya había experimentado el perdón
de Jesús en otro momento, y por ello le manifestaba su gratitud de esa manera
tan efusiva: “ha amado mucho”, y por eso se le perdona mucho… contrasta con
Simón, que no ha amado y por eso no puede recibir el perdón…
La escena nos hace repensar
nuestra conducta con los que consideramos "pecadores". ¿Cómo los tratamos:
dándoles ánimos o hundiéndoles más? Podemos actuar con corazón mezquino, como
los fariseos que juzgan y condenan a todos, o como el hermano mayor del hijo
pródigo que le recrimina de una manera intransigente lo que ha hecho, o como
Simón y los otros convidados, que no deben ser malas personas (han invitado a
Jesús a comer), pero no saben ser benévolos y amar. O podemos portarnos como el
padre del hijo pródigo, y sobre todo como el mismo Jesús, que perdona a la mujer
adúltera que le presentan, y a Zaqueo el publicano, y tiene palabras de ánimo
para esta mujer que ha entrado en la sala del banquete y le unge los pies.
Así lo explica San
Josemaría: “Le rogó uno de los fariseos que fuera a comer con él. Y habiendo
entrado en casa del fariseo, se puso a la mesa [Lc VII, 36.]. Llega entonces una
mujer de la ciudad, conocida públicamente como pecadora, y se acerca para lavar
los pies a Jesús, que según la usanza de la época come recostado. Las lágrimas
son el agua de este conmovedor lavatorio; el paño que seca, los cabellos. Con
bálsamo traído en un rico vaso de alabastro, unge los pies del Maestro. Y los
besa.
El
fariseo piensa mal. No le cabe en la cabeza que Jesús albergue tanta
misericordia en su corazón. Si éste fuese un profeta -imagina-, sabría quién es
y qué tal es la mujer [Lc VII, 39.]. Jesús lee sus pensamientos, y le aclara:
¿ves a esta mujer? Yo entré en tu casa y no me has dado agua con que se lavaran
mis pies; y ésta los ha bañado con sus lágrimas y los ha enjugado con sus
cabellos. Tú no me has dado el ósculo, y ésta, desde que llegó, no ha cesado de
besar mis pies. Tú no has ungido con óleo mi cabeza, y ésta sobre mis pies ha
derramado perfumes. Por todo lo cual, te digo: que le son perdonados muchos
pecados, porque ha amado mucho [Lc VII, 44-47.].
No
podemos detenernos ahora en las divinas maravillas del Corazón misericordioso de
Nuestro Señor. Vamos a fijarnos en otro aspecto de la escena: en cómo Jesús echa
de menos todos esos detalles de cortesía y delicadeza humanas, que el fariseo no
ha sido capaz de manifestarle. Cristo es perfectus Deus, perfectus homo [Símbolo
Quicumque.], Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto.
Trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza; y aprendemos de El que
no es cristiano comportarse mal con el hombre, criatura de Dios, hecho a su
imagen y semejanza [Cfr. Gen I, 26.]”.
¿Dónde quedamos
retratados, en los fariseos o en Jesús? No se trata de que lo aprobemos todo.
Como Jesús no aprobaba el pecado y el mal. Sino de imitar su actitud de respeto
y tolerancia. Con nuestra acogida humana, podemos ayudar a tantas personas
-drogadictos, delincuentes, marginados de toda especie- a rehabilitarse,
haciéndoles fácil el camino de la esperanza. Con nuestro rechazo justiciero les
podemos quitar los pocos ánimos que tengan. Claro que, para ser benévolos en
nuestros juicios con los demás, antes tendremos que ser conscientes de que Dios
ha empleado misericordia con nosotros. Se nos ha perdonado mucho a nosotros y
por tanto deberíamos ser más tolerantes con los demás, sin constituirnos en
jueces prestos siempre a criticar y a condenar. Dios es rico en misericordia. Lo
ha demostrado en Cristo Jesús. Y lo quiere seguir mostrando también a través de
nosotros (J. Aldazábal).
-Un fariseo invitó a Jesús
a comer con él... Tres veces (Lc 7,36; 11,37; 14,1) Lucas anota que algunos
fariseos invitaban a Jesús a su propia mesa... ¡Y que Jesús aceptaba la
invitación! Lucas es el único que nos cuenta estos hechos. Marcos y Mateo, por
el contrario, han descrito sistemáticamente a los fariseos como adversarios de
Jesús. El juicio más matizado de Lucas está sin duda más cercano a la verdad
histórica: Jesús no tenía exclusivas a priori, y hubo algunos fariseos que así
lo reconocieron.
-En esto una mujer,
conocida como pecadora en la ciudad... llegó con un frasco lleno de perfume...
se colocó detrás de Jesús junto a sus pies, llorando, y empezó a regarle los
pies con sus lágrimas; se los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y se
los ungía con perfume... El fariseo era un "puro". La escena le choca
profundamente: "Si este hombre fuera un profeta sabría quién es esa mujer que lo
toca: ¡una pecadora!" Efectivamente, se trataba de una pecadora, y todo induce a
creer que era una prostituta. Pecados, los que había acumulado... hasta el
hastío de sí misma y de los demás. ¡Ah! ¡no se envanecía por ello! Era capaz de
humillarse públicamente. De otra parte, todo el mundo la conocía. "¡Si solamente
él, el profeta Jesús, pudiera salvarme!" Y allí está, abatida en el suelo, a los
pies de Jesús. Sollozos ruidosos agitan todo su cuerpo. Cubre de besos los pies
de Jesús y su perfume embriagador llena la sala del banquete. ¿Por qué los
evangelistas relataron una escena tan ambigua? Porque a propósito de esto, Jesús
tiene un mensaje importante a transmitirnos. Pienso en mis propios pecados, y en
la sucia marea de todos los pecados del mundo: Tú debes estar habituado, Señor,
desde que hay hombres sobre la tierra.
-"Simón, tengo algo que
decirte: Un acreedor tenía dos deudores... Uno le debía una gran suma, la deuda
del otro era muy pequeña... Se las perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le amará
más?" Los acreedores humanos no se comportan de ese modo, habitualmente. ¡Pero
Dios sí! Es El quien lo dice. Y nos pide que nos portemos también así:
"perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores". Si te
colocas sobre ese terreno, Señor, entonces es mejor ser Magdalena que Simón...
-Ves a esta mujer...? Y
Jesús hace su elogio. Habla de ella con respeto, la valora. Subraya todo lo que
ha hecho bien. Había sufrido mucho. Señor, ayúdame a ver a los pecadores con tu
propia mirada llena de bondad y misericordia. Dame el don de saberlos
rehabilitar a sus propios ojos. Que todas mis palabras y mis actitudes digan
¡cuán bueno eres, Señor!
-Quedan perdonados sus
muchos pecados porque muestra un gran amor... A quien poco se le perdona poco
amor muestra... Esas dos frases contienen una de las mayores revelaciones sobre
el "pecado":
- el amor provoca el
perdón: Tú le perdonas sus pecados porque ama...
- el perdón provoca el
amor: cuanto más perdonado se ha sido, tanto más se siente uno llevado a amar.
¡Gracias, Señor! El amor es la causa y la consecuencia del perdón. Quizá es por
esto que, después de todo, Tú permites, Señor, nuestros pecados... ¡para que un
día se transformen en amor! Cada uno de mis pecados, ¡qué misterio! podría
llegar a ser una ocasión de amar más a Dios: instante este maravilloso en el que
tomo conciencia de la misericordia... en el que adivino "hasta dónde" me ama
Dios... Es el instante del perdón, el instante del mayor amor. ¿No vale la pena
de celebrarlo en el sacramento de penitencia o reconciliación? (Noel Quesson).
Muchos de los
contemporáneos de Jesús querían alcanzar la salvación por medio del estricto
cumplimiento de la ley. Por eso, evitaban todo contacto con las personas que
eran consideradas impuras: extranjeros, enfermos y pecadores; llevaban
rigurosamente el descanso del sábado: no cocinaban, no comerciaban, no
caminaban. Esta manera de actuar les creaba la falsa seguridad de que ya estaban
salvados. Jesús permanentemente cuestionaba esta forma de vivir la experiencia
de Dios. Para él, lo más importante era el amor al hermano, al pecador e,
incluso, al enemigo. Las verdaderas personas de Dios eran aquellas personas
capaces de convertirse en fuente de vida para los demás. En la casa del fariseo
«Simón» se le presentó una ocasión propicia para mostrar el modo de actuar de
Dios. Simón menosprecia a Jesús porque lo considera incapaz de rechazar a la
mujer impura que le acaricia los pies. Jesús, descubriendo sus pensamientos le
propone una parábola. La parábola describe la generosidad de un hombre que
perdona a sus deudores. El que le debía más es quién debe manifestar mayor
agradecimiento. Con esto pone en evidencia el engreimiento en que había caído
Simón. Los radicales se consideraban a sí mismos los hombres justos y negaban
con su actitud el perdón de Dios a los demás. Jesús lo llama a la conversión, al
cambio de mentalidad. Le señala cómo lo más importante no es la rígida
disciplina religiosa, sino el amor y el agradecimiento. Por esto, Jesús anuncia
el perdón de Dios a la mujer. Ella no había escogido el camino de la
autojustificación, sino el camino de la humildad y el reconocimiento del propio
pecado (servicio bíblico latinoamericano).
No sabemos el nombre de
aquella mujer "pecadora". Se suele confundir con María Magdalena, de la cual -se
dice- Jesús había expulsado "siete demonios" (Lc 8,2); de la mujer "pecadora
pública" se habla unos versículos antes (Lc 7,37-50). La "mujer anónima" de la
que nos habla el evangelio de hoy se dedica a la prostitución. "Siete demonios"
suena más a que está poseída por el mal, de manera total, es una mujer que vive
sin sentido de la vida, que ha tocado fondo. La mujer de hoy lleva mucho amor en
su corazón, descubre en Jesús el amor de su vida y está dispuesta a dejarlo todo
ante su nuevo amor. Se desprende su cabello. Cubre de besos los pies de Jesús.
Derrama sobre sus pies un frasco de perfume… Es una escena de un profundísimo y
sorprendente amor. Jesús, acogido por esta mujer con un amor, que no había sido
capaz de mostrarle su anfitrión, se hace hospitalidad que perdona, acoge y
transforma. Hoy me sorprendo al ver que María de Betania, más tarde, imitará
paso a paso los detalles de amor de esta pecadora... quién sabe qué pasaría por
su corazón…
La experiencia del
vacío de la vida es -frecuentemente- la mejor condición para encontrar el
sentido de la vida. Profundicemos en nuestro interior. Veamos cuántas cosas nos
llenan de verdad, y cuántas nos defraudan, nos dejan insatisfechos. Busquemos el
sentido y lo encontraremos. Jesús está resucitado. Sigue en medio de nosotros.
Es posible encontrarlo. Mejor todavía, ¡nos sale al encuentro! ¿Porqué no estar
atentos para acoger su llegada, en la primera ocasión que esta acontezca? Ahora
mismo, ¡en esta eucaristía! (Pepe:
cmfxr@planalfa.es)
En la escena que examinamos
descubrimos una serie de rasgos sorprendentes: un individuo perteneciente al
partido fariseo (los observantes y defensores por antonomasia de la Ley) invita
a Jesús (vv. 36a.39a.45b, triple repetición tipos en negrilla actuales) «a comer
con él», convencido que comparte las mismas ideas y convicciones religiosas,
pese a que los dirigentes religiosos (los fariseos y los letrados juristas)
hayan rechazado a Jesús (6,11) y que éste les haya reprobado haber frustrado el
plan que Dios tenía previsto para ellos (7,30). El fariseo Simón, además, no
está sólo, sino que ha invitado también a sus colegas que piensan como él, «los
otros comensales» (v. 49a). Jesús, por el contrario, no va acompañado de nadie
cuando entra en la casa (vv. 36b.44c).
Un segundo rasgo chocante
lo constituye el hecho de que una mujer pública ponga los pies en casa de un
fariseo. Simón, por lo que se ve, no es fariseo intransigente, ya que muestra
cierta tolerancia hacia los individuos representados por la pecadora, por lo
menos mientras Jesús está en su casa. Tampoco los comensales hacen aspavientos,
al menos en principio.
Ni el fariseo ni los
comensales se atreven a reprochar a Jesús su comportamiento hacia la pecadora,
sino que lo formulan en su fuero interno (vv. 39a. 49a). El primero se
escandaliza porque Jesús se ha dejado «tocar» por una «mujer pecadora» (7,39b),
pues quien toca a un impuro queda él mismo impuro. Como buen fariseo, pese al
afecto que profesa a Jesús, continúa creyendo en la validez de la Ley de lo puro
e impuro, continúa dividiendo la humanidad entre buenos y malos, entre justos y
pecadores, ufano de su condición privilegiada de hombre justo y observante. Los
comensales se escandalizan también, pero en un segundo momento: «empezaron a
decirse: "¿Quién es éste, que hasta perdona pecados"» (7,49), es decir, no
repiten el reproche, sino que, complementándose con aquél, formulan uno más
grave. El primero ponía en duda la aureola de «profeta» que rodeaba a Jesús; los
segundos en la misma línea que los fariseos y los maestros de la Ley en el caso
del paralítico (cf. 5,17.21-22)- se resisten a aceptar que un hombre pueda
«perdonar pecados», cosa que ellos reservaban en exclusiva a Dios coronando así
la pirámide del poder (Dios - dirigentes - pueblo), pirámide que les permitía
excluir y marginar a todos los que no pensaban como ellos.
El agradecimiento,
distintivo de la persona liberada:
La parábola que encontramos en el centro de la perícopa
ilumina y desenmascara dos actitudes contrapuestas, invirtiendo la escala de
valores que todos tenían como válida: «"Un prestamista tenía dos deudores: uno
le debía quinientos denarios de plata y el otro cincuenta. Como ellos no tenían
con qué pagar, hizo gracia (de la deuda) a los dos. ¿Cuál de ellos le estará más
agradecido?" Contestó Simón: "Supongo que aquel a quien hizo mayor gracia."
Jesús le dijo: "Has juzgado con acierto"» (7,41-43). El número «cinco», factor
común a «quinientos» y a «cincuenta», pone en íntima relación los dos deudores y
su deuda. El término «hizo gracia» indica que no solamente se les ha perdonado
la deuda (aspecto negativo), sino que los ha «agraciado» con un don, el don del
Espíritu (aspecto positivo). La experiencia del Espíritu se manifiesta en la
capacidad de agradecimiento de uno y otro.
Teniendo en cuenta la
descripción que acaba de hacer de los dos personajes, nos damos cuenta de que el
observante, el fariseo, tiene una exigua capacidad de agradecimiento, pues está
convencido de que se ha ganado a pulso la salvación, a excepción de la pequeña
deuda que había contraído. La seguridad personal que le da el cumplimiento de la
Ley le impide experimentar plenamente la gratuidad de la salvación. La
liberación que experimenta es relativa, pues está condicionada por el lastre de
sus prácticas religiosas. La mujer pecadora, en cambio, que ha tocado fondo,
tiene mucha más capacidad que el otro de percatarse de la novedad que comporta
el mensaje de Jesús y de la nueva e incomparable libertad que ha experimentado
al acogerlo.
En la aplicación de
la parábola, Jesús recalca los rasgos con que Lucas había descrito la
actitud de acogida de la persona de Jesús por parte de la
pecadora y los contrasta con las omisiones del fariseo:
éste no ha sido capaz siquiera de ofrecerle las tradicionales muestras de
hospitalidad típicas del mundo oriental: «¿Ves esta mujer? (¡la que él tanto ha
despreciado!). Cuando entré en tu casa no me diste agua para los pies; ella, en
cambio, me ha regado los pies con sus lágrimas y me los ha secado con su pelo.
Tú no me besaste, ella, en cambio, desde que entró no ha dejado de besarme los
pies. Tú no me echaste ungüento en la cabeza; ella, en cambio, me ha ungido los
pies con perfume» (7,44-46).
El contraste palmario entre «el fariseo» y la mujer
«pecadora», personajes que ejemplarizan dos tipos de «deudores» a quienes «se ha
hecho gracia» de deuda (500/50 denarios) que nunca hubieran podido saldar (vv.
41-43) y que, no obstante haberse sentido atraídos uno y otro por la persona de
Jesús y su mensaje liberador, dan muestras muy diversas de «agradecimiento»,
sirve para elevar a nivel de paradigma dos actitudes contrapuestas que con toda
probabilidad se dan ya entre los mismos discípulos: la del grupo que representa
a Israel, compuesto de judíos observantes y religiosos (su única preocupación es
la Ley de la pureza / impureza ritual), tipificado por Simón, Santiago y Juan
(cf. 5,1-11), así como por los Doce (cf. 6,12-16) y, ahora, por el fariseo
Simón, y la del grupo que representa a los marginados de Israel, descreídos y
ateos, tipificado por el recaudador de impuestos, Leví (cf. 5,27-32), y, ahora,
por la mujer pecadora.
la conciencia del perdón
acrecienta la capacidad de amar:
La acogida que uno y otro han brindado a Jesús es diametralmente opuesta. Ambos
han sido descritos mediante una terna -agua, beso, ungüento- de acciones /
omisiones (vv. 38 / 44-46) que son interpretadas como muestras de agradecimiento
/ de falta de afecto: «Por eso te digo (forma solemne de introducir una
aseveración importante): "Sus pecados, que eran muchos, se le han perdonado, por
eso muestra tanto agradecimiento; en cambio, al que poco se le perdona, poco
tiene que agradecer"» (7,47). Tanto a Simón como a la mujer les ha sido
perdonada una deuda personal con anterioridad a la presente escena: la
invitación hecha a Jesús para que comiese con él quería ser una muestra de
gratitud, pero como el cambio de vida que había experimentado no ha sido
profundo, se ha mostrado poco agradecido; la mujer, en cambio, todo lo
contrario, ha dado grandes muestras de agradecimiento por la liberación plena
que había experimentado.
El hilo conductor de la secuencia es la actitud
agradecida de la mujer por la salvación que ha experimentado gracias a su
adhesión a Jesús; por contraste, queda en evidencia la actitud fría y
desagradecida del fariseo Simón. En el fondo, la temática es la sólita de Lucas:
«justos / pecadores». Aquí se nos explica por qué los justos no son capaces de
amar y, por tanto, de dar una adhesión plena y confiada a Jesús: porque se les
ha perdonado poco y no han tomado conciencia de que la deuda, por pequeña que
les pareciese, nunca la habrían podido enjugar; no están capacitados para
valorar la gracia del perdón, ya que son unos autosuficientes. Los pecadores, en
cambio, tienen conciencia clara de la absoluta gratuidad del perdón y se
adhieren plenamente y sin reservas a Jesús, gracias al cual se han sentido
liberados.
Hemos visto la última
secuencia del primer tramo de la estructura paralela. Por cuarta vez se formula
en el marco de esta estructura la cuestión sobre la identidad de Jesús: «Un gran
profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo», en boca de
Israel; «¿Eres tú el que tenía que llegar o esperamos a otro?», en boca del
Precursor; «Este, si fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo está
tocando: una pecadora», en boca de Simón; «¿Quién es éste, que hasta perdona
pecados?», en boca de los comensales. Jesús ha ido mostrando toda su capacidad
liberadora: curando al esclavo del centurión romano, representante del
paganismo; resucitando al hijo único de la viuda de Naín, representante del
pueblo de Israel; respondiendo a la interpelación de Juan con toda clase de
signos liberadores y dejando constancia una vez más de que el Hombre tiene
autoridad en la tierra para perdonar pecados (cf. 5,24). La liberación es
condición previa para que el mensaje pueda ser proclamado.
I. El Evangelio de la
Misa relata la invitación hecha a Jesús por un fariseo rico llamado Simón
(Lc 7,36-50).
Comenzado ya el banquete, y de modo inesperado para todos, se presentóuna
mujer pecadora que había en la ciudad. Es una
ocasión más para que Jesús muestre la grandeza de su Corazón y de su
misericordia; desde el primer momento esta mujer se sintió, a pesar de su mala
vida, comprendida, acogida y perdonada. Quizá ya había escuchado antes a Jesús,
y los propósitos de un cambio de vida que surgieron entonces llegan ahora a su
culminación. El amor a Cristo le ha dado la audacia para presentarse en medio de
esta comida, hecho más sorprendente si se tienen en cuenta las costumbres judías
de aquella época, Los comensales se debieron de sentir confusos y asombrados. La
pecadora pública es el centro de sus miradas y pensamientos. Quizá por esto no
repararon en el descuido de las normas tradicionales de hospitalidad.
Jesús sí es consciente de
estos olvidos de Simón. Las palabras del Señor dejan entrever que los echa de
menos, como echó en falta el agradecimiento de aquellos leprosos que después de
curados ya no volvieron más. La tosquedad de Simón se pone particularmente de
manifiesto en contraste con las muestras de amor de la mujer, que llevó
un vaso de alabastro con perfume, se situó detrás, a los pies de Jesús, se puso
a bañarlos con sus lágrimas y los ungía con el perfume.
La delicadeza de esta mujer con el Señor es como el espejo donde se reflejan con
más claridad las faltas de hospitalidad y de atención que se debían tener con
Él, como huésped de honor.
Ante los juicios negativos
y mezquinos de los comensales para con la mujer, Jesús no tiene ningún reparo en
mostrar la verdadera realidad –la realidad ante Dios, que es la que cuenta– de
las personas allí presentes. Vuelto
hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste
agua para los pies; ella en cambio ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha
enjugado con sus cabellos. No me diste el beso; pero ella, desde que entró no ha
dejado de besar mis pies. No has ungido mi cabeza con óleo; ella en cambio ha
ungido mis pies con perfume. Y,
enseguida, la recompensa más grande que puede recibir un alma: Por
eso te digo: le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho.
Después, unas palabras inmensamente consoladoras para los pecadores –para
nosotros– de todos los tiempos: aquel
a quien menos se le perdona menos ama.
Las flaquezas diarias –las mismas caídas, si el Señor las permitiera– nos deben
llevar a amar más, a unirnos más a Cristo mediante la contrición y el
arrepentimiento.
Entonces le dijo a ella: Tus
pecados te son perdonados. Y la mujer se
marchó con una gran alegría, con el alma limpia y una vida nueva por estrenar.
II. En las palabras de
Jesús a Simón se nota –como cuando preguntó por los leprosos curados– un cierto
acento de tristeza: entré
en tu casa y no me has dado agua con que lavar mis pies.
El Señor, que cuando se trata de padecer por la salvación de las almas no pone
límites a sus sufrimientos, echa de menos ahora esas manifestaciones de cariño,
esa cortesía en el trato. ¿No tendrá que reprocharnos hoy algo a nosotros por el
modo como le recibimos?
El ejemplo sencillo
de un catequista a unos niños que se preparaban para recibir al Señor por vez
primera nos puede ayudar a nosotros hoy. Les decía que donde habitó un personaje
ilustre, para que no se borre la memoria del acontecimiento, se coloca una placa
con una inscripción: «Aquí habitó Cervantes»; «En esta casa se alojó el Papa
X.»; «En este hotel se hospedó el emperador Z.»... Sobre el pecho del cristiano
que ha recibido la Santa Comunión podría escribirse: «Aquí se hospedó
Jesucristo» (cfr. C.
Ortúzar, El
Catecismo explicado con ejemplos
).
Si queremos, cada día el
Señor viene a nuestra casa, a nuestra alma. Te
adoro con devoción, Dios escondido4,
le diremos en la intimidad de nuestro corazón. Y procuraremos hacerle un
recibimiento mejor que a cualquier persona importante de la tierra, de tal
manera que nunca tenga que decirnos: Entré
en tu casa y no me diste agua para los pies... No
has tenido demasiados miramientos conmigo, has estado con la mente puesta en
otras cosas, no me has atendido... «Hernos de recibir al Señor, en la
Eucaristía, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!: con adornos, luces, trajes
nuevos...
»—Y si me preguntas qué
limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus
sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu
alma» (S. Josemaría Escrivá). Hagamos hoy el propósito de acogerlo bien, lo
mejor que podamos. «¿Hemos pensado alguna vez en cómo nos conduciríamos, si solo
se pudiera comulgar una vez en la vida?
»Cuando yo era niño
–recordaba San Josemaría Escrivá–, no estaba aún extendida la práctica de la
comunión frecuente. Recuerdo cómo se disponían para comulgar: había esmero en
arreglar bien el alma y el cuerpo. El mejor traje, la cabeza bien peinada,
limpio también físicamente el cuerpo, y quizá hasta con un poco de perfume...
Eran delicadezas propias de enamorados, de almas finas y recias, que saben pagar
con amor el Amor». Y enseguida, recomendaba vivamente: «comulgad con hambre,
aunque estéis helados, aunque la emotividad no responda: comulgad con fe, con
esperanza, con encendida caridad». Así lo procuramos hacer, alegrándonos con
inmenso gozo porque Jesús nos visita y se pone a nuestra disposición.
III. En un sermón sobre la
preparación para recibir al Señor, exclama San Juan de Ávila: «¡Qué alegre se
iría un hombre de este sermón si le dijesen: “El rey ha de venir mañana a tu
casa a hacerte grandes mercedes”! Creo que no comería de gozo y de cuidado, ni
dormiría en toda la noche, pensando: “El rey ha de venir a mi casa, ¿cómo le
aparejaré posada?”. Hermanos, os digo de parte del Señor que Dios quiere venir a
vosotros y que trae un reino de paz». ¡Es una realidad muy grande! ¡Es una
noticia para estar llenos de alegría!
Cristo mismo, el que está
glorioso en el Cielo, viene sacramentalmente al alma. «Con amor viene, recíbelo
con amor». El amor supone deseos de purificación –acudiendo a la Confesión
sacramental cuando sea necesario o incluso conveniente–, aspirando a estar el
mayor tiempo posible con Él.
Jesús desea estar con
nosotros, y repite para cada uno aquellas memorables palabras de la Última Cena: Ardientemente
he deseado comer esta Pascua con vosotros...
(Lc 22,15).
«La posada que Él quiere es el ánima de cada uno; ahí quiere Él ser aposentado,
y que la posada esté muy aderezada, muy limpia, desasida de todo lo de acá. No
hay relicario, no hay custodia, por más rica que sea, por más piedras preciosas
que tenga, que se iguale a esta posada para Jesucristo. Con amor viene a
aposentarse en tu ánima, con amor quiere ser recibido»
(San
Juan de Ávila), no con tibieza o
distraído. ¡Es el acontecimiento más grande del día y de la vida misma! Los
ángeles se llenan de admiración cuando nos acercamos a comulgar. Cuanto más
próximo esté ese momento, más vivo ha de ser nuestro deseo de recibirlo.
Junto a las disposiciones
del alma, las del cuerpo: el ayuno que la Iglesia ha dispuesto en señal de
respeto y reverencia, las posturas, el vestir, que nos llevan a presentarnos
como dignos hijos al banquete que el Padre ha preparado con tanto amor. Y cuando
esté en nuestro corazón le diremos: Señor
Jesús, bondadoso pelícano, límpiame a mí, inmundo, con tu Sangre, de la que una
sola gota puede liberar de todos los crímenes al mundo entero.
Jesús, a quien ahora veo
escondido, te ruego que se cumpla lo que tanto ansío: que al mirar tu rostro ya
no oculto, sea yo feliz viendo tu gloria (Himno Adoro te devote).
La Virgen Nuestra
Señora nos enseñará a darle buena acogida a su Hijo en esos momentos en que le
tenemos con nosotros. Ninguna criatura ha sabido tratarle mejor que Ella.
La mujer pecadora y la
misericordia de Dios: Siempre que se
mete uno a fondo en la propia vida y comprueba lo lejos de Dios que se encuentra
y ve cómo el pecado grave o menos grave nos domina, se puede sentir la tentación
del desaliento y de la desesperación. Del desaliento en cuanto a sentirse uno
incapaz de superar las propias limitaciones. De desesperación en cuanto a pensar
que no se es digno del perdón misericordioso de Dios. En estos momentos de los
ejercicios, tras haber reflexionado sobre el pecado, podemos sentirnos
desalentados o desesperados. Por ello, es muy importante sin frivolidad y sin
infantilismos, -porque a veces se toma a Dios así-, echarnos en brazos de la
misericordia divina.
Dios siempre está dispuesto
a perdonar, a olvidar, a renovar. Ahí tenemos la parábola del hijo pródigo en la
que un padre espera con ansia la vuelta de su hijo que se ha ido voluntariamente
de su casa. Dios siempre nos espera; siempre aguarda nuestro retorno; nada es
demasiado grande para su misericordia. Nunca debemos permitir que la
desconfianza en Dios tome prisionero nuestro corazón, pues entonces habríamos
matado en nosotros toda esperanza de conversión y de salvación. La misericordia
del Señor es eterna. En el libro del Profeta Oseas leemos frases que nos
descubren esa ternura de Dios hacia nosotros: “Cuando Israel era niño, yo le
amé... Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí... Con cuerdas humanas los
atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra
su mejilla...” (11, 1-4).
Frecuentemente una de las
acciones más específicas del demonio es desalentarnos y desesperarnos. “Ya no
tienes remedio. Ya es demasiado lo que has hecho”. Y muchos de nosotros nos
dejamos llevar por esos sentimientos que nos quitan no sólo la paz, sino la
fuerza para luchar por ser mejores. Dios, en cambio, siempre nos espera, porque
nos ama, porque no se resigna a perder lo que su Amor ha creado. “Yo te
desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho,
en amor y en compasión” (Os 2,21). Qué nunca el temor al perdón de Dios nos
aparte de volver a El una y otra vez! Hasta el último día de nuestra vida nos
estará esperando.
La misericordia de Dios,
sin embargo, no se puede tomar a broma. Ella nace en el conocimiento que Dios
tiene de nuestra fragilidad, de nuestra pequeñez, de nuestra condición humana,
y, sobre todo, del amor que nos profesa, pues “El quiere que todos se salven y
lleguen al conocimiento de la verdad”. La misericordia divina no puede, en
cambio, ser el tópico al que recurrimos frecuentemente para justificar sin más
una conducta poco acorde con nuestra realidad de cristianos y de seres humanos,
o para permitirnos atentar contra la paciencia divina por medio de nuestra
presunción.
A espaldas de la pecadora
sólo hay una realidad: el pecado. En su horizonte sólo una promesa: la tristeza,
la desesperación, el vacío. Pero en su presente se hace realidad Cristo, el
rostro humano de Dios. Ella nos va enseñar cómo actúa Dios cuando el ser humano
se le presta.
La mujer reconoce ante todo
que es una pecadora. Esas lágrimas que derrama son realmente sinceras y
demuestran todo el dolor que aquella mujer experimentaba tras una vida de
pecado, alejada de Dios, vacía. Hay lágrimas físicas y también morales. Todas
valen para reconocer que nos duele ofender a Dios, vivir alejados de Él. A ella
no le importaba el comentario de los demás. Quería resarcir su vida, y había
encontrado en aquel hombre la posibilidad de la vuelta a un Dios de amor, de
perdón, de misericordia. Por eso está ahí, haciendo lo más difícil: reconocerse
infeliz y necesitada de perdón.
Cristo, que lee el
pensamiento, como lo demostró al hablar con Simón el fariseo, toca en el corazón
de aquella mujer todo el dolor de sus pecados por un lado, y todo el amor que
quiere salir de ella, por otro. Todo está así preparado para el re-encuentro con
Dios. Se pone decididamente de su parte. Reconoce que ella ha pecado mucho
(debía quinientos denarios). Pero también afirma que el amor es mucho mayor el
mismo pecado. “Le quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho
amor”. Se realiza así aquella promesa divina: “Dónde abundó el pecado,
sobreabundó la misericordia”. El corazón de aquella mujer queda trasformado por
el amor de Dios. Es una criatura nueva, salvada, limpia, pura.
La misericordia divina le
impone un camino: “Vete en paz”. Es algo así como: “Abandona ese camino de
desesperación, de tristeza, de sufrimiento”. Coge ese otro derrotero de la
alegría, de la ilusión, de la paz que sólo encontrarás en la casa de tu Padre
Dios. No sabemos nada de esta pecadora anónima. No sabemos si siguió a Cristo
dentro del grupo de las mujeres o qué fue de ella. Pero estamos seguros de que a
partir de aquel día su vida cambio definitivamente. También a ella la salvó
aquella misericordia que salvó a la adúltera, a Pedro, a Zaqueo, y a tantos más.
En nuestra vida de
cristianos, y muy especialmente en la vida de la mujer, tan sensible a la falta
de amor, tan proclive al desaliento, tan inclinada a sufrir la ingratitud de los
demás, es muy fácil comprender lo que le dolemos a Dios cuando nos apartamos de
su amor y de su bondad. Por ello, abrámonos a la Misericordia divina para
reforzar nuestra decisión de nunca pecar, de nunca abandonar la casa del Padre,
de nunca intentar probar ese camino de tristeza y de dolor que es el pecado.
La constatación de nuestras
miserias, a veces reiteradas, nunca deben convertirse en desconfianza hacia
Dios. Más aún, nuestras miserias deben convencernos de que la victoria sobre las
mismas no es obra fundamentalmente nuestra sino de la gracia divina. Sólo no
podemos. Es a Dios a quien debemos pedirle que nos salve, que nos cure, que nos
redima. Si Dios no hace crecer la planta es inútil todo esfuerzo humano. Somos
hijos del pecado desde nuestra juventud. Sólo Dios pude salvarnos.
Junto a esta esperanza de
salvación de parte de Dios, la Misericordia divina exige nuestro esfuerzo para
no ser fáciles en este alejarnos con frecuencia de la casa del Padre. Hay que
luchar incansablemente para vivir siempre ahí, para estar siempre con Él, para
defender por todos los medios la amistad con Dios. El pecado habitual o el vivir
habitualmente en pecado no puede ser algo normal en nosotros, y menos el pensar
que al fin y al cabo como Dios es tan bueno... Estaremos siempre en condiciones
o en posibilidades de invocar el perdón y la misericordia divina?
No olvidemos que como la
pecadora siempre tenemos la gran baza y ayuda de la confesión. Ella hizo una
confesión pública de sus pecados, manifestó su profundo arrepentimiento,
demostró su propósito de enmienda. Al final Cristo la absolvió. La confesión es
fundamental para el perdón de los pecados. Más aún, es necesaria la confesión
frecuente, humilde, confiada. Como otras muchas cosas, sólo a Dios se le ha
podido ocurrir este sacramento de la misericordia y del perdón. No acercarse a
la confesión con frecuencia es una temeridad. Tenemos demasiado fácil el regreso
a Dios.
Si quieres que se te
perdone mucho, ama mucho. ¡Qué consuelo! ¡Si amo, se me perdona! Sin embargo, en
nuestras experiencias de amor y de perdón, quizá hubiéramos de modificar esas
palabras del Maestro, pues a veces Dios, nuestro Padre, nos ama tantísimo, que
parece perdonarnos, aun amándolo nosotros muy poco. Dios es siempre quien
comienza la obra en la que desea vernos implicados con amor creciente.
¡Qué lección de la
pecadora! Amaba mucho, y amaba desde su conciencia lacerada por las
infidelidades que cometía; era infiel. Pero luchaba consigo misma, y un día
llegó la oportunidad de quitarse todos los velos y dejar al descubierto su
admiración y reconocimiento a Jesús de Nazaret. Desde ese día ya no le
importaron las habladurías de los hombres y mujeres. Amaba a Jesús. Amar al
Señor, pues Él nos ha perdonado mucho. A Él no le importa nuestro pasado, por
muy tenebroso que sea; a Él sólo le importa el que nos dejemos encontrar y que
recibamos su perdón. Esto indicará que en verdad Él significa no sólo algo, sino
todo en nuestra vida. Si Él se junta con pecadores; si Él acude a banquetes no
es porque quiera dejarse dominar por el pecado, o porque quiera pasarse la vida
embriagándose; Él, por todos los medios, y acudiendo a todos los ambientes,
busca al pecador para salvarle. La Iglesia, santa porque su Cabeza es santa,
pero compuesta por pecadores, es una Comunidad que necesita estar en una actitud
de continua conversión, abierta al perdón de Dios. Sólo así podrá convertirse en
un signo del poder salvador del Señor, que vino a salvar todo lo que se había
perdido. Por eso no ha de tener miedo de ir a todos los ambientes del mundo, por
muy cargados de maldad que se encuentren, para llamar a todos a la conversión y
a la unión plena con Dios.
En esta Eucaristía Aquel
que es la Palabra se hace presente entre nosotros con todo su poder salvador. Él
es la Palabra que el Padre Dios pronuncia a favor nuestro para que nuestros
pecados sean perdonados, y para que, santificados en la verdad, podamos
manifestarnos como hijos suyos. Por eso, hemos de abrir nuestra vida para que el
Señor habite en ella. No podemos sólo estar en, sino vivir la Eucaristía. Si en
verdad creemos que es el Señor quien preside esta Eucaristía, que es el Señor
quien nos habla, que es el Señor quien actualiza su Misterio Pascual, que es el
Señor quien se encarna en su Iglesia, signo de su amor para el mundo, vivamos en
una auténtica comunión de vida con Él, de tal forma que en verdad manifestemos
con las obras que el Señor camina con su Iglesia, en su Iglesia, y que, desde su
Iglesia, sigue preocupándose de ofrecer su perdón y su vida a todos los pueblos
y a las personas de todos los tiempos.
¿Hasta dónde somos capaces
de salir al encuentro del pecador, no para condenarle, no para señalarle como a
un maldito, no para dejarnos dominar por su pecado, sino para ayudarle a
encontrarse con Cristo y a recibir su perdón, de tal forma que se inicie, en su
propia vida, un nuevo caminar en el amor a Dios y en el amor fraterno? Dios no
nos envió a destruir a los demás, por muy malvados que parezcan; nuestra lucha
no es una lucha fratricida, es una lucha en contra del pecado; y el pecado no se
expulsa acabando con los pecadores, sino amándoles de tal forma que puedan
recuperar su dignidad de hijos de Dios. Saber amar, saber perdonar como Dios nos
ha amado y perdonado, es la luz que fortalecerá a quienes se apartaron del
camino del bien para que vuelvan a encontrarse con el Señor y vivan
comprometidos con Él. Seamos, pues, portadores de Cristo y no generadores de
dolor y de muerte a causa de querer revivir las guerras santas, pensando que
sólo nosotros somos santos, y los demás unos malvados que han de ser
exterminados, para que sólo los puros habiten este mundo y sean los únicos que
disfruten la salvación. Sin embargo recordemos que Jesús, nuestro Señor y
Maestro, nos ha enseñado que Él vino a salvar a los culpables y a dar la vida
por ellos. Esta es la misma misión que tiene la Iglesia, enviada como signo de
salvación para todos los hombres. Que Dios nos conceda, por intercesión de la
Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber amar y hacer el bien,
no según nuestras imaginaciones, sino conforme al ejemplo que Cristo nos ha
mostrado, para que, así, todos, aún los más grandes pecadores, habiendo recibido
el perdón y la Vida que procede de Dios, podamos alcanzar la Salvación que el
Señor nos ofrece a todos. Amén (www.homiliacatolica.com).