Solemnidad: Jesucristo, Rey del Universo
XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Juan 18, 33b-37: Su dominio es eterno y no pasa. Jesús nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios. Su reinado no es de este mundo… pero nos hace estar de un modo nuevo en el mundo

Autor: Padre Llucià Pou Sabaté  

 

Profecía de Daniel 7, 13-14. Mientras miraba, en la visión nocturna vi venir en las nubes del cielo como un hijo de hombre, que se acercó al anciano y se presentó ante él. Le dieron poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin. 

Salmo 92, lab.lc-2.5. R. El Señor reina, vestido de majestad.

El Señor reina, vestido de majestad, el Señor, vestido y ceñido de poder.

Así está firme el orbe y no vacila. Tu trono está firme desde siempre, y tú eres eterno.

Tus mandatos son fieles y seguros; la santidad es el adorno de tu casa, Señor, por días sin término.  

Libro del Apocalipsis 1,5-8. Jesucristo es el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra. Aquel que nos ama, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre, nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios, su Padre. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén. Mirad: El viene en las nubes. Todo ojo lo verá; también los que lo atravesaron. Todos los pueblos de la tierra se lamentarán por su causa. Sí. Amén. Dice el Señor Dios: «Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso.» 

Evangelio según san Juan 18, 33b-37. En aquel tiempo, dijo Pilato a Jesús: - «¿Eres tú el rey de los judíos?» Jesús le contestó: - «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí? » Pilato replicó: -«¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí; ¿qué has hecho?» Jesús le contestó: - «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí.» Pilato le dijo: - «Conque, ¿tú eres rey?» Jesús le contestó: - «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz.»

Comentario: el Rey del universo. Con este domingo y la semana que de él depende se concluye el largo Tiempo Ordinario y se clausura el Año Litúrgico. Hoy se nos presenta la grandiosa visión de Jesucristo Rey del Universo; su triunfo es el triunfo final de la Creación. Cristo es a un mismo tiempo la clave de bóveda y la piedra angular del mundo creado… El Reino nuevo de Cristo, que es necesario instaurar todos los días, revela la grandeza y el destino del hombre, que tiene final feliz en el paraíso. Es un Reino de misericordia para un mundo cada vez más inmisericorde, y de amor hacia todos los hombres por encima de ópticas particularistas. Es el Reino que merece la pena desear. Clavados en la cruz de la fidelidad al Evangelio se puede entender la libertad que brota del amor y se hace realidad "hoy mismo" (Andrés Pardo).

Para orar con la liturgia. Porque consagraste Sacerdote eterno y Rey del universo a tu único Hijo, nuestro Señor Jesucristo, ungiéndolo con óleo de alegría, para que ofreciéndose a sí mismo como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz,  consumara el misterio de la redención humana; y sometiendo a su poder la creación entera entregara a tu majestad infinita un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz (Prefacio).

Así decía el Papa al instituir la fiesta: “Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto porque El es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de El y recibir obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres porque, con su supereminente caridad (Ef 3,19) y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de El que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino (Dan 7,13-14); porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas [...] Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad.

Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad.

Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.

Los amarguísimos frutos que este alejarse de Cristo por parte de los individuos y de las naciones ha producido con tanta frecuencia y durante tanto tiempo, los hemos lamentado ya en nuestra encíclica Ubi arcano, y los volvemos hoy a lamentar, al ver el germen de la discordia sembrado por todas partes; encendidos entre los pueblos los odios y rivalidades que tanto retardan, todavía, el restablecimiento de la paz; las codicias desenfrenadas, que con frecuencia se esconden bajo las apariencias del bien público y del amor patrio; y, brotando de todo esto, las discordias civiles, junto con un ciego y desatado egoísmo, sólo atento a sus particulares provechos y comodidades y midiéndolo todo por ellas; destruida de raíz la paz doméstica por el olvido y la relajación de los deberes familiares; rota la unión y la estabilidad de las familias; y, en fin, sacudida y empujada a la muerte la humana sociedad.

La fiesta de Cristo Rey: Nos anima, sin embargo, la dulce esperanza de que la fiesta anual de Cristo Rey, que se celebrará en seguida, impulse felizmente a la sociedad a volverse a nuestro amadísimo Salvador.

Preparar y acelerar esta vuelta con la acción y con la obra sería ciertamente deber de los católicos; pero muchos de ellos parece que no tienen en la llamada convivencia social ni el puesto ni la autoridad que es indigno les falten a los que llevan delante de sí la antorcha de la verdad.

Estas desventajas quizá procedan de la apatía y timidez de los buenos, que se abstienen de luchar o resisten débilmente; con lo cual es fuerza que los adversarios de la Iglesia cobren mayor temeridad y audacia. Pero si los fieles todos comprenden que deben militar con infatigable esfuerzo bajo la bandera de Cristo Rey, entonces, inflamándose en el fuego del apostolado, se dedicarán a llevar a Dios de nuevo los rebeldes e ignorantes, y trabajarán animosos por mantener incólumes los derechos del Señor.

Además, para condenar y reparar de alguna manera esta pública apostasía, producida, con tanto daño de la sociedad, por el laicismo, ¿no parece que debe ayudar grandemente la celebración anual de la fiesta de Cristo Rey entre todas las gentes? En verdad: cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor, en las reuniones internacionales y en los Parlamentos, tanto más alto hay que gritarlo y con mayor publicidad hay que afirmar los derechos de su real dignidad y potestad. [...] Pío XI (Encíclica Quas primas).

 

1. Dn 7,13-14. La aniquilación de los reinos del mundo deja el camino expedito para el establecimiento del eterno reino de Dios (cf 2,44; 3,33; 4,31). Su representante o señor no emerge (caso de 2 Esd 13,2s) como una bestia desde el abismo, sino en figura humana procedente de lo alto y recibiendo el poderío eterno de parte del Altísimo, o sea, de Dios, que no habita tiempo y espacio. En este primera visión del profeta, "Hijo del hombre" no significa otra cosa que hombre. Aunque no se acentúa aquí el concepto en referencia a sus debilidades (como en Sal 8,5;144,3s; y frecuentemente en Ez), sino teniendo en cuenta su superioridad sobre los animales. También "Hijo del hombre" representa aquí un colectivo: "el pueblo de los santos del Altísimo", es decir, en primera línea, los judíos fieles a la ley, de los que a la vez es representante y señor (dueño). En él toma cuerpo el señorío, es decir, él ejerce el dominio que se ha entregado al "pueblo de los santos". Pero hay que tener en cuenta que en la explicación de Daniel no se separan entre sí el colectivo del individuo principal o representante del mismo. Aunque en el AT, y en general en el antiguo oriente, el título de "Hijo del hombre" no es mesiánico, en este lugar sí tiene una intencionalidad mesiánica en referencia al eterno señorío sobre el mundo (“Eucaristía 1988”).

El libro de Daniel fue escrito durante la persecución de Antioco Epifanes y la insurrección de los Macabeos. Recordemos también que la intención de su autor es levantar la esperanza y mantener la fe de un pueblo que lucha contra el tirano. Por eso interpreta los acontecimientos pasados y presentes a la luz del reinado de Dios que viene: los grandes imperios se desmoronan y los poderosos comparecen ante el trono de Dios para ser juzgados, y Dios establece su reinado sobre todos los pueblos. He aquí el sentido profundo y principal del sueño de la estatua con los pies de barro (2, 31-45) y de la visión nocturna de las cuatro bestias (c.7), de donde ha sido tomado el presente texto.

Los poderes políticos se presentan en esta visión bajo la forma de cuatro bestias que ascienden del abismo de los mares. Todas ellas son juzgadas y condenadas por el Anciano que está sentado en un trono "con ruedas de fuego ardiente" (vv.9-11) y, acto seguido, aniquiladas. Después aparece viniendo sobre las nubes, algo así como la figura de un hombre (o "hijo del hombre"), que recibe del Anciano el poder y el honor, el reino sobre todas las naciones. El Anciano es el Dios, Señor de la historia; el "hijo del Hombre" es el "pueblo de los santos del Altísimo" (v.27). Sin embargo, de la misma manera que cada una de las bestias representa un imperio o a su monarca, así también el "hijo del hombre" puede representar al rey del "pueblo de los santos". De ahí que "Hijo del Hombre" se entienda más tarde como un título del Mesías prometido. Veremos como Jesús interpreta el símbolo en este sentido y se llama a sí mismo el "Hijo del Hombre" que está sentado a la diestra de Dios y ha de venir sobre las nubes del cielo (Mt 26,64; Hech 7,56; Ap 1,7; etc.: “Eucaristía 1985”).

Una de las características básicas de los textos apocalípticos que Daniel nos reporta (cf. domingo anterior), es la de presentarse como escritos mucho tiempo atrás. Las visiones, se convierten entonces en anuncio de acontecimientos que ya han ocurrido, presentados como profecía de futuro, y reafirman de este modo la certeza y la fiabilidad de lo que el vidente dice a propósito de la situación actual. Esto es lo que ocurre con la visión de la cual se ha extraído el fragmento que hoy leemos. El autor presenta, en un sueño, a cuatro bestias poderosas, que una tras otra dominan el mundo, y de la última de las cuales sale un pequeño cuerno que se convertirá en un dominador insolente y terrible: se trata de los cuatro reinos que se han sucedido anteriormente (babilonios, medas, persas y griegos), del cuarto de los cuales ha surgido el actual perseguidor Antíoco. La visión de Dn 7 quiere infundir al pueblo, en plena persecución una esperanza de salvación, no ya en la línea del mesianismo davídico, sino en un plano trascendente. Se trata de una reflexión teológica de altos vuelos sobre la historia. Las cuatro bestias que Daniel ha contemplado en su sueño representan los cuatro grandes imperios que hasta entonces se han sucedido en la hegemonía mundial: babilonios, medos, persas y griegos. La visión presenta un claro paralelismo con la de la estatua que vio Nabucodonosor (Dn 2), formada con cuatro materiales distintos. En ambas visiones hay una fuerte crítica de los poderes temporales. Los judíos piadosos se encuentran oprimidos por un soberano despótico, que no teme a Dios ni a los hombres. El autor inspirado los conforta haciéndoles ver que la situación no es nueva: repetidamente se ha dado el caso de poderes que parecían omnipotentes y eternos, y que sin embargo han desaparecido sin dejar rastro. También el imperio seléucida se hundirá, en su momento, y el reino y el imperio serán entregados "al pueblo de los santos del Altísimo" (v.27). La gran tentación cuando llegue este momento de la plenitud de los tiempos, sería entender este reino de los santos como si fuese una quinta bestia. Tiene que ser de naturaleza distinta. La visión del Hijo del Hombre, que viene entre las nubes y llega a la presencia del Anciano venerable, proclama la relatividad de todos los poderes temporales y la distinción, con respecto a ellos, del Reino de Dios. La Iglesia nunca tiene que realizar el papel de "quinta bestia", heredera del poder (H. Raguer).

Pero las cuatro bestias terminan por ser sustituidas (esto es lo que narra el texto de hoy) por una nueva figura: una figura de hombre, un "Hijo de hombre", que recibe plena y definitivamente la soberanía sobre todo. Esta figura de hombre se refiere, por tanto, como se explicará más adelante (v 18), a los "santos del Altísimo, que poseerán el reino eternamente": es un anuncio (que, como decíamos el domingo anterior, era el objetivo de toda la apocalíptica) de la victoria final, a pesar de las persecuciones actuales del pueblo de los fieles. En este contexto, por tanto, el "Hijo de hombre" no es un individuo real, sino una imagen, que significa el reino teocrático. Pero esta designación figurada se presta fácilmente a dar el paso de "reino" a "rey", de modo que Hijo de hombre pasa a significar el rey mesiánico, detentor de la soberanía universal: una expresión que retomará el Evangelio para aplicarla a JC (cf. el domingo anterior), pero dando a la soberanía anunciada aquí un valor de servicio (J. Lligadas).

He aquí otra de las visiones fantásticas de Daniel. Es la que mayor trascendencia ha tenido en nuestra historia de salvación. Al leerla, uno cae en la cuenta de que Dios ha sacado la mejor luz a través de los peores momentos de la historia de Israel, la terrible persecución de Antíoco IV Epífanes (s. II a.C.). Cuando la sangre de los mejores hombres de Israel era vertida impunemente, cuando el futuro de Israel se eclipsaba sin remedio, cuando toda esperanza mesiánica de salvación parecía condenada a una pura utopía, entonces Dios suscitó a su profeta para anunciar su palabra: el único Señor y Juez de la historia, el único dueño de reyes y reyezuelos que aparecen y desaparecen es él, «el Anciano». Pero he aquí que avanza hacia él un personaje misterioso, «un como hijo de hombre». La expresión que lo describe no podía inclinar a los contemporáneos del profeta llamado Daniel a que imaginaran a un hombre cualquiera, a un simple «hijo de hombre». Lo impedía la partícula «como» colocada delante, y que es típica del lenguaje apocalíptico. El contexto y la preposición «como» indican el carácter eminente del personaje. Claro está que podemos reducir la eminencia del personaje diciendo que es un representante del colectivo Israel. En realidad, a este «como hijo de hombre» y «a los santos del Altísimo» (es decir, a Israel) les son otorgados el reino y el poder eternos (vv 14 y 18.22, que la lectura litúrgica recorta). Pero el uso que hace del texto el capítulo primero del Apocalipsis aplicándolo a Cristo, juez del Universo y las mismas frases del evangelio hablando de Cristo como Hijo de hombre son, a la vez que un hecho literario, una experiencia de la comunidad que nos adentra en la comprensión cristiana del texto de Daniel. De otra parte, es iluminadora la comprensión judía del texto, la atribución de todo el pasaje de Daniel al pueblo de Israel personalizado en el Hijo de hombre de los vv 13 y 14. ¿No es Jesús quien sintetiza mejor y causa la santidad del pueblo escogido? La interpretación judía nos lleva a comprender que también el pueblo escogido participa de las funciones reales y de la santidad del que es descrito «un como hijo de hombre». San Pedro dice así explícitamente: «Sois linaje elegido, sacerdocio real, nación consagrada» (1 Pe 2,9). Pero la frase no significa llamada alguna hacia una contemplación narcisista. La realeza del pueblo es un don del Rey. Tampoco podemos concluir la lectura con una simple contemplación agradecida. El texto continúa recordando la función mediadora del sacerdote: «para publicar las proezas del que os llamó de las tinieblas a su maravillosa luz» (9: E. Cortés).

 

2. A él se le dio poder, honor y reino (Dn 7,13-14). Siguiendo este pasaje donde se nos presenta al Señor en su función de juez de los últimos tiempos, el Hijo del hombre que avanza hacia el Anciano venerable, el Mesías, Jesús, el Cristo, en su dominio y poder, en la gloria de su Realeza sobre todas las naciones y pueblos, un reino eterno que no será destruido; en el salmo vemos al Señor que reina, vestido de majestad; el Señor, vestido y ceñido de poder (Sal 92). Cristo resucitado, Rey del Universo. Para Gregorio de Nisa, este salmo canta el misterio de la victoria de Cristo sobre la muerte, tema muy apropiado para la celebración matinal de este Domingo. Por su parte, Eusebio prolonga así la interpretación del Niseno: "En su Encarnación y Muerte, el Señor se había revestido de humildad: «No hay en Él belleza que agrade...» (Is 53: 2). Pero, una vez que volvió a tomar posesión de su gloria, aquella que había tenido siempre junto a su Padre, «ha transformado nuestro cuerpo de bajeza» (Fil 2,14) y ahora reina vestido de majestad. Esta expresión indica que hubo un tiempo en que Él fue expoliado de esa majestad. En efecto: «fue crucificado por razón de su flaqueza» (2 Cor 13,4), pero después de haber vencido a la muerte, tomó posesión de su Reino y se ha vestido de majestad y ceñido de poder.

Habiéndose, pues, revestido de su propia omnipotencia, afronta una empresa gigantesca: afianzar el orbe, sin que vacile. Cristo, después de haber desbaratado las potencias adversas, ha enaltecido de nuevo la tierra que, debido al dominio del Maligno, estaba a punto de precipitarse al abismo. En la persona de la Iglesia, fundada sobre una roca inexpugnable para el Demonio, ha afianzado el mundo, hasta el punto de nunca consentir que se desvíe del amor de Dios."

Del mismo modo que por medio de las aguas, dominadas al comienzo del mundo por su potencia creadora, el Verbo hizo a la tierra fecunda, así también ahora Cristo, por medio del Espíritu Santo, santifica a los hombres y afirma su Reinado en el mundo (como dice S. Agustín). El Espíritu Santo es ese "río de Vida que brota del trono de Dios y del Cordero (Ap 22,1), uno de los más bellos símbolos del Espíritu Santo" (Catecismo 1137), río divino cuyo correr alegra la ciudad de Dios (Ps 45,5), y alimenta los muchos ríos de las almas. "Esta casa es la Iglesia. Para permanecer firme para siempre (v. 2), nada le conviene mejor que la santidad. Pues de la misma manera que lo que es propio del testimonio de Cristo es la verdad, así también lo que es propio de su casa es la santidad. De modo que, si -Dios no lo quiera- la inmundicia y la impiedad se vieran un día en la casa de Dios, Él mismo, que habita en ella, diría: «He aquí que vuestra casa va a quedar desierta» (Mt 23,38)" (Eusebio; Félix Arocena).

Este breve salmo presenta el honor del reino de Dios entre los hombres. Alude al reino de la Providencia, por el que Dios gobierna el mundo, y al reino de la gracia, por el que asegura la salvación de su pueblo. No lleva título. Se desconoce su autor y la ocasión en que fue compuesto: I. Yahweh es rey majestuoso (vv. 1,2). II. Tiene mayor poder que ninguna fuerza creada (vv. 3,4). III. Tanto su palabra como su casa son santas y dignas de adoración (v. 5).

«Yahweh reina» (v. 1). Éste es el cántico de la Iglesia glorificada (Ap 19,6). Como hace notar Bullinger —nota del traductor— todos los salmos que comienzan así, terminan con la nota de santidad y son, sin duda alguna, escatológicos. Es, por tanto, incorrecto, aplicarlos a la era presente. Dice Cohén: «Los antiguos comentaristas daban a estos salmos una interpretación mesiánica, relativa a un mundo reformado en el futuro.» Y tenían razón. Este es, pues, el sentido que daremos al comentario siguiente.

1. Dios reina gloriosamente: «se viste de majestad».

2. Dios reina poderosamente: No sólo se viste de majestad, como un príncipe en su corte, sino también de poder, como un general en el campo de batalla. Tiene, pues, con qué sostener su majestad y hacerse de temer. «Se ciñó a sí mismo», no lo ciñó otra persona, ya que ni su fuerza ni su poder para administrarla se derivan de otro. Y aunque Dios se ciñe de majestad y poder, condesciende a cuidar de este mundo y de sus asuntos.

3. Dios reina eternamente (v. 2): «Firme está tu trono desde siempre (lit.); desde la eternidad eres tú (enfático en el hebreo).» La administración entera de su gobierno está fundada en los designios eternos de Dios. Al ser Dios eterno, también lo son su trono y todas las disposiciones que emanan de Él, ya que en la mente eterna sólo puede haber pensamientos eternos.

5. Dios reina con justicia y santidad (v. 5). Todas sus promesas son inviolablemente fieles: «Tus testimonios son muy fidedignos.» Tan grande como el poder para proteger a los suyos es su fidelidad a las promesas que ha hecho con respecto a la seguridad y al triunfo de ellos. la Iglesia de Dios está en la casa de Dios. La santidad de esa casa es su hermosura, su fuerza y seguridad. Es precisamente la santidad de la casa de Dios la que la asegura contra las muchas aguas y el estruendo de dichas aguas. Donde hay pureza, habrá también paz.

El señor de las aguas. Contemplo con temor reverente el espectáculo eterno de las olas enfurecidas de un mar en rebeldía que se abaten sin tregua sobre las rocas altaneras del acantilado inmóvil. El fragor creciente, la marea en pulso, el choque frontal, la furia blanca, la firmeza estatuaria, la espuma rabiosa, el arco iris súbito, la omnipotencia frustrada, y las aguas que retroceden para volver a la carga una y otra vez. Nunca me canso de contemplar el poder del mar, el abismo original donde se formó la vida, la profundidad secreta, el palpitar incansable, la oscura transparencia, la extensión sin fin. Imagen y espejo del Señor que lo hizo.

«Más que la voz de aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más potente que el cielo es el Señor». Adoro tu poder, Señor, y me inclino en humildad ante tu majestad. Me regocijo al ver destellos de tu omnipotencia, al verte como Dueño absoluto de la tierra y del mar, porque yo lucho en tu bando, y tus victorias son mías. Aumenta mi confianza, mi valor y mi alegría. Mi Rey es Rey de reyes y Señor de señores. Mi vida es más fácil, porque tú eres Rey. Mi futuro está asegurado, porque tú reinas sobre todos los tiempos. Mi salvación está conseguida, porque tú, Dios omnipotente, eres mi Redentor. Tu poder es la garantía de mi fe. Me gusta contemplar el mar, porque me habla de tu majestad, Señor. «El Señor reina, vestido de majestad» (Carlos G. Vallés). 

3. Ap 1, 5-8. El libro va dedicado a las siete iglesias de Asia, localizadas alrededor de Éfeso. Probablemente, también a las iglesias cristianas de todos los tiempos, ya que la cifra siete es el símbolo de la plenitud. El saludo une dos deseos profundos: la gracia (griego) y la paz (hebreo). Los dos son dones de Dios, llamado aquí "el que es, era y viene". Los "siete espíritus" designan al espíritu perfecto, el Espíritu Santo. Jesucristo es la tercera persona nombrada. Es presentado como "testigo fiel" de los misterios de Dios; el resucitado, el rey todopoderoso. Sigue una alabanza a la obra redentora de Cristo y una confesión de la venida en gloria del traspasado. Una proclamación solemne cierra este saludo de parte de Dios Padre, del Espíritu y de Cristo. Está puesta en boca de Dios mismo, que, por Cristo, en el Espíritu, es el alfa y la omega, el principio y el fin de la historia, el que es, era y ha de venir, el soberano de todo.

El Apocalipsis va dirigido a cristianos que empiezan a sufrir por su fe, y les muestra a Cristo como modelo que están imitando. Cristo es "el servidor y el testigo de Dios y del Padre". No hay que olvidar que mártir significa testigo (“Eucaristía 1988”). El Apocalipsis (o Revelación) es una "epístola" o carta "encíclica" (esto es, circular) dirigida a las cuatro iglesias de la provincia romana del Asia Menor. Comienza invocando sobre estas iglesias el nombre de Dios (el Padre), el Espíritu y Jesucristo. Tres títulos, que recuerdan la fórmula del símbolo apostólico ("murió, resucitó y está sentado a la diestra del Padre"), acompañan al nombre de Jesucristo: "Testigo fiel", pues Jesucristo selló con su sangre el evangelio que había predicado; "primogénito", o primer nacido de entre los muertos (1 Cor 15,20; Col 1,18), que resucita para no volver a morir (Rm 6,9), y "Príncipe" (Rey de reyes) que está sentado a la diestra del Padre y vendrá a juzgar sobre las nubes. Este último título es equivalente a "Señor".

El autor señala seguidamente, y en correlación con los tres títulos mencionados, otros tantos dones que nos vienen de Dios por Jesucristo: el amor que se ha manifestado en Jesucristo a todos los hombres (cf Gal 2,20), la redención en la que el amor llega a su plenitud (5,9; Gal 3,13; cf 1,7; cf 2,14; etc.) y la gran dignidad de reyes y sacerdotes que concede a los que ha redimido. Ya Israel había sido llamado para constituir un pueblo de reyes y sacerdotes (Ex 19,6), pero es por obra y gracia de Jesucristo como se cumple esta vocación en el nuevo pueblo de Dios (5,10; 20,6; 22,5; 1 Pe 2,5.9). Como todos estos dones vienen en definitiva de Dios, el autor concluye con una doxología al Padre.

La memoria de la obra salvadora de Dios en Jesucristo levanta la esperanza y abre los ojos hacia la venturosa venida del Señor al fin de los tiempos. De esta manera se introduce ya el auténtico tema del Apocalipsis. El Vidente, que describe su visión con palabras tomadas de Daniel (7,13) y Zacarías (12,10), nos invita a contemplar la venida del Hijo del Hombre sobre las nubes y a observar la reacción que produce en los pueblos este acontecimiento. También el mismo Jesús anunció su venida aludiendo a las palabras de Daniel (cf Mc 14,62). La alusión a Zacarías tiene, por su parte, esta significación: El que fue asesinado por los hombres, Jesús de Nazaret, se manifestará como Juez y Señor y sus propios enemigos lo verán y se lamentarán sin remedio (cf Mt 24,30). Para unos habrá un juicio de condenación, para otros de salvación. Nadie condenará a la comunidad de los creyentes.

Tenemos aquí dos afirmaciones consecutivas. La Primera confirma la promesa de Dios, la segunda es la respuesta confiada de la comunidad a esta promesa (cf 22,20). "Alfa" y "omega" son la primera y la última letra del alfabeto griego. Dios es el primero y el último, "el que era" y "el que viene". Dios es, por lo tanto, el sentido de la historia. Cuando triunfe definitivamente el "Testigo fiel" y venga con poder y majestad, se manifestará en Jesucristo, Señor, el misterio de Dios y todo quedará patente y descifrado. Entonces veremos que Dios es todo en todos (“Eucaristía 1985”).

Las raíces del Apocalipsis de Juan se hallan en el género apocalíptico judío (cf 1ª lectura de hoy y la del domingo anterior) y su pretensión es la misma: a través de visiones simbólicas y cargadas de imaginería esotérica, quiere reforzar la fe de los lectores en medio de la persecución, asegurándoles la victoria final. Pero a pesar de estas raíces y de esta pretensión similar, una cosa lo diferencia radicalmente: aquí no se trata de elucubrar con sueños de los que nunca se explica directamente el significado, sino que ya desde el principio aparece explícito el sentido final de todo, porque el objetivo de la historia se ha revelado ya con la muerte y resurrección de JC. La victoria final más allá de cualquier persecución es, por tanto, la victoria que ya ha conseguido JC, convertido en Señor de la historia por su misterio pascual. Este es, por tanto, el tema de estos primeros versículos del Apocalipsis que leemos hoy, la victoria final sobre la persecución (tanto la de los judíos que "le traspasaron" como la de "todos los pueblos de la tierra", las naciones paganas que ahora persiguen a la Iglesia) se fundamenta en JC, que es "el Príncipe de los reyes de la tierra" y aquél que cumple la profecía de Dan 7 (cf.1 lectura) y "viene en las nubes".

Pero esta soberanía no se ha obtenido por medio de exhibición de poder, sino a través del amor a los hombres y de la sangre de su cruz. JC, en efecto, se ha convertido en Señor de la historia porque ha sido fiel al proyecto de amor de Dios sobre la historia. Por eso es el "Testigo fiel", porque con su vida y con su muerte ha revelado totalmente quién es el Padre, convirtiéndose así en "el Primogénito de entre los muertos, el Príncipe de los reyes de la tierra" (J. Lligadas).

La visión de Dn 7 encuentra su plena interpretación cristiana en Ap 13: el Imperio romano es presentado bajo el simbolismo de una bestia que al propio tiempo recapitula las cuatro que viera Daniel. Ya desde el principio, el autor del Apocalipsis ha hecho alusión a la visión de Dn 7. El Apocalipsis no es ya la "Revelación" (que eso significa "Apocalipsis") de Daniel, de Moisés, de Henoc o de cualquier otro personaje antiguo, sino del propio Hijo de Dios, Jesucristo, el cual, en estos versículos de la introducción que hoy leemos, se presenta bajo diferentes títulos; entre otros, el de que "viene en las nubes", como el Hijo del Hombre. Es "el Príncipe de los reyes de la tierra" (cf. el salmo de las promesas a David, 89,28: "Lo haré mi primogénito, el altísimo entre los reyes de la tierra"), pero eso no significa que tenga que ser como un emperador romano, más o menos buena persona. Es soberano del universo, no por haber vencido militarmente, sino por haber sido atravesado (v.7: H. Raguer).

El Príncipe de los reyes de la tierra... Pasamos del apocalipsis de Daniel al Apocalipsis cristiano. Si se nos presenta a Cristo como Rey, nosotros somos en su reino los sacerdotes de Dios, su Padre. Todo este pasaje es una gran doxología, himno al Rey que nos ha liberado de nuestros pecados con su sangre. Es el Rey que nos da la paz, el primogénito de entre los muertos, asegurando así nuestra propia resurrección, sobre el soberano de los reyes de la tierra. En ese momento, todos le reconocen como el Rey soberano, también los que le atravesaron. Toda la actividad pascual de Cristo ha tenido éxito: ha reunido un reino de sacerdotes al servicio del Padre, para gloria suya. Ha sido constituido un gran Reino que canta al Señor como su alfa y omega. Toda la liturgia de hoy contiene una visión triunfal. Podría, sin embargo, inducirnos a error y hacer que renaciese en nosotros un cierto triunfalismo cristiano. Si Jesús es Rey, todos los cristianos pertenecen a un pueblo de raza real. Resulta, pues, posible construir un silogismo carente de realidad: todo cristiano es hermano de Cristo, todo cristiano es rey, la Iglesia es el pueblo de Cristo, toda la Iglesia es real. ¿No supone esto para los cristianos y para la Iglesia un régimen social de privilegios? De esta forma, podríamos trasponer miserablemente la realeza perecedera. Se trata, en cambio, de una realeza de servicio; todo cristiano y la Iglesia entera, como pertenecientes a un Reino privilegiado, no tienen que gozar de privilegios pasajeros, porque no tienen otra función que la de dar testimonio de la verdad, ellos cuya situación no es real más que por ser mensajeros de una realeza que no pasa y que libera a los hombres de la esclavitud en la que viven los reyes de la tierra y todos los poderes públicos. Y sin embargo, el que esta realeza sea espiritual y el que Jesús menosprecie el ejercicio de todo poder político, no significa en modo alguno que la Iglesia deba vivir fuera del mundo y en una actitud espiritualista desinteresada con respecto a la vida de los hombres de nuestro tiempo. La realeza de Cristo obliga a toda actitud política de este mundo a ser consciente del fin último al que debe servir toda política. Esa realeza de Cristo no significa que la Iglesia de este mundo deba ejercer sobre él un poder de dominio humano, sino que la realeza de su Cabeza es un constante llamamiento a la auténtica concepción de un verdadero Reino. Determinadas épocas de la Iglesia han confundido, sin duda, realeza y realeza; la Iglesia que ahora vive en esta tierra no tiene que establecer un reino terrestre.

Queda y quedará siempre por hacer una indagación sobre la forma en que la Iglesia debe utilizar la realeza de Cristo, no dominando ella misma como un rey de la tierra, sino alentando con todas sus fuerzas los caminos concretos para la liberación de los oprimidos y marginados. Al celebrar a Cristo, Rey del universo, la Iglesia no lo hace reivindicando una supremacía humana y terrena, sino animando a los que tienen por encargo conducir en concreto al mundo en su existir terrestre, a que confronten su política con el Rey único, eterno, y cuyo Reino es definitivo para siempre (Adrien Nocent).

 

4. Jn 18,33-37. Sabemos una noticia dada con anterioridad por el evangelista: "Dándose cuenta Jesús de que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez al monte, él solo" (Jn 6,15). Es, pues, claro que Jesús no es rey en el sentido político habitual del término. La realeza de Jesús no pertenece, por tanto, al mundo este, es decir, a este orden de cosas. La realeza de Jesús dice relación a la verdad. El que hace la verdad se acerca a la luz (Jn 3,21). La verdad no la concibe Juan como posesión o estado adquirido, sino como quehacer o tarea. La verdad se hace con el amor. “Caritas in veritate es el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia y adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral. Deseo recordar dos de ellos, requeridos de manera especial por el compromiso para el desarrollo en una sociedad en vías de globalización: la justicia y el bien común. (…) Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese todos nosotros, formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz. Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad. Ésta es la vía institucional –también política, podríamos decir– de la caridad, no menos cualificada e incisiva de lo que pueda ser la caridad que encuentra directamente al prójimo fuera de las mediaciones institucionales de la pólis. El compromiso por el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al compromiso meramente secular y político. La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana. En una sociedad en vías de globalización, el bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar a toda la familia humana, dando así forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras” (Benedicto XVI, encíclica Caritas in veritate, 2009). O sea que el reino de Cristo ilumina la esperanza del cielo pero también la realidad de la tierra. La verdad es el alumbramiento de Dios hecho por Jesús. Y este alumbramiento hace personas libres. La verdad os hará libres (Jn 8,32). ¿Cuál es el valor social concreto al que Juan denomina este mundo en la lectura de hoy? El poder del Estado, incluso legítimamente constituido. Esta es la clave de lectura de toda la secuencia entre Pilato y Jesús. Según Juan, la muerte de Jesús pone en tela de juicio un valor tan importante en la sociedad como es el poder por legítimo que éste sea. Desde la perspectiva de Jesús el poder es innecesario. Para mostrar también esto ha venido Jesús al mundo (cosmos, concepto espacial). Quien viva la perspectiva de Jesús (=la verdad) sabe que Jesús tiene razón (=escucha su voz).

Pero vuelve la pregunta de siempre ¿quién vive la perspectiva de Jesús? A nivel de colectividades, parece ser que casi nadie. Precisamente por esto el poder legítimo tiene que seguir existiendo en la sociedad. Juan diría: es un mal necesario. A lo que todos a coro replicamos escépticos e irónicos con Pilato: ¿qué es la verdad? ¿Es posible un mundo sin poder? Tal vez ahora captemos el significado y el alcance de aquella súplica del Padrenuestro: Venga a nosotros tu Reino.

"En el evangelio que hoy escuchamos sería un error comprender las palabras de Jesús así: mi reino no es de este mundo y, por tanto, no me interesan los problemas sociales y políticos de este mundo; me conformo con dar una salvación espiritual, en forma individual, a las almas creyentes. Al decir Jesús que su realeza no procede de este mundo, lo único que recalca es que su autoridad la debe solamente al Padre que lo envió. En eso no se parece a las demás autoridades que se han impuesto, sea por la fuerza, sea ganándose el sufragio de sus compatriotas (“Eucaristía 1988”).

Los judíos (estos es, los enemigos de Jesús en el lenguaje de Juan) han resuelto acabar con el Nazareno; Pilato no puede menos de verse envuelto en la causa y lo somete a interrogatorio. Su pregunta supone la acusación, expresamente mencionada por Lucas (Lc 23,2), de que este Jesús se hacía llamar "Cristo Rey" (o Rey Mesías) y soliviantase al pueblo. Con la sola excepción del pasaje de la adoración de los Magos (Mt 2, 2), el título de "Rey de los judíos" aplicado a Jesús aparece únicamente en conexión con su proceso. Obsérvese que "Rey de los judíos" es propiamente la versión política del título mesiánico "Rey de Israel".

Sabiendo los judíos que a Pilato sólo le interesaba lo político, tergiversan el sentido de la realeza mesiánica tal y como la entendía Jesús y le obligan a intervenir. Muchos acusaron ante Pilato a Jesús de lo que no era, un rey político, y muchos lo hicieron por despecho, pues eso era lo que deseaban que fuera efectivamente y Jesús se resistió, decepcionando al pueblo. Y fue necesario que Jesús muriera por esa falsa acusación para que se mostrara al mundo su verdad: que es rey pero no como los reyes de este mundo.

El evangelista Juan es consciente de la ironía que envuelve todo el proceso de Jesús, esto es, de la tremenda verdad que se manifiesta en la farsa. Para los incrédulos y para los verdugos de Jesús todo acontece como una burla y según el ceremonial de la entronización de los reyes de Israel (cf 1 Re 1,32-48): la coronación (Jn 19,1-3), la aclamación del pueblo al que ha sido coronado (19,5s), la entronización (19,13-16). Pero este rey escarnecido por los romanos y rechazado por los judíos es, para Juan y para los creyentes, el verdadero rey que ha sido "exaltado" en la cruz y glorificado por el Padre. No sólo es rey de Israel, sino también de todos los que escuchan la verdad, porque es rey como testigo de la verdad. Los que buscan y hacen la verdad le siguen y escuchan su voz.

Jesús responde con otra pregunta a la de Pilato, aclarando la situación sicológica del interrogatorio. Pues es evidente que Pilato no había tomado en serio la acusación de los judíos y en sus palabras se adivinaba un tono burlesco. Pilato acusa el golpe y, dejándose de bromas de mal gusto, pide que Jesús declare lo que ha motivado la acusación. Sin embargo, Jesús recoge la primera pregunta de Pilato y la contesta. Le habla de un extraño reino que no es de este mundo, de un reino que no se apoya en la fuerza ni se defiende con las armas. El reino de Jesús no se parece en nada al imperio romano ni a otros reinos políticos. Pilato ya no entiende nada; no le cabe en la cabeza todo eso de un reino de soldados. Por eso va directamente al grano y le dice que conteste a la pregunta sin evasiones, que le diga si es o no rey.

La respuesta no se hace esperar. Jesús es rey. Pilato no querrá saber más porque no entiende más, porque no quiere entender más que esto. Pero Jesús añade algo muy importante. El sentido de su reinado no es la voluntad de poder, sino cumplir en el mundo la misión de atestiguar la verdad. Para esto no hacen falta soldados; para esto hacen falta testigos capaces de dar la vida. Jesús es el "Testigo fiel", el que sirve a la verdad como nadie.

Por eso es rey. Jesús es incluso la Verdad misma. Por eso son de Jesús y siguen a Jesús cuantos sirven a la Verdad. Pilato busca un pretexto para salir de aquel embrollo; no busca la verdad, sino una causa para justificar su sentencia. Pilato es un "realista" que no entiende más que de política. No le interesa la verdad y no puede comprender que un hombre, por amor a la verdad, se deje matar. Por eso pregunta seguidamente como un escéptico: "¿Qué es la verdad?", y deja a Jesús sin esperar respuesta. Pilato renuncia a la verdad y la entrega a cambio de su torpe interés, haciendo su política de acuerdo a las circunstancias. Después se lava las manos y dice que es inocente (Mt 27,24: “Eucaristía 1985”).

La escena contiene una grandeza patética, y merece la pena contemplarla desde esta perspectiva. Y, dentro de este tono se convierte en una proclamación del sentido de la acción y la persona de JC, realizada en forma de discusión sobre el significado de la palabra rey aplicada a él.

La pregunta inicial de Pilato se refiere a la acusación con que se supone que los notables judíos lo habían presentado ante el gobernador romano: la de ser uno de los caudillos nacionalistas que, adoptando el título de "rey de los judíos", luchaban por instaurar un nuevo orden político libre de la opresión romana. Y la respuesta de JC, al afirmar que su realeza "no es de este mundo", no sólo niega todo afán de gobierno nacionalista, sino que niega también todo planteamiento de dominio espiritual a partir de la fe de Israel: la realeza de JC "no es de aquí", pertenece radicalmente a otro orden, diferente de todo lo que se podría deducir del puro análisis de la realidad israelita y humana en general.

Y esto se concreta en las últimas palabra de JC. Él es rey, y esto significa que él es testigo de la verdad. Ser testigo de la verdad significa presentar totalmente, con su palabra y su acción, lo que realmente es la verdad absoluta; es decir, revelar con su presencia en el mundo, en qué consiste el plan de Dios, la voluntad de Dios a propósito de la vida de los hombres; es decir, en definitiva, para JC, significa simplemente presentarse a sí mismo, vivir plenamente su fidelidad al Amor hasta la muerte. Y de este modo, ser rey es convertirse para los hombre en la imagen que hay que seguir, ser "la voz que hay que escuchar" por parte de "todos los que son de la verdad".

Los cual aunque tenga muy poco que ver con lo que creía Pilato, no es, sin embargo, una cuestión estrictamente espiritual y privada. La afirmación de que la realeza de JC no es de este mundo significa que no es deducible de la realidad de este mundo; y no que no tenga nada que ver con ella: ¡cómo podría ser que no tuviera nada que ver con la realidad de este mundo la muerte de aquél que se presenta como testigo del amor de Dios sobre los hombres y el mundo! (J. Lligadas).

Testigo es ser testimonio hasta la muerte, mártir. El dossier sobre el proceso de Jesús y el motivo formal de su condena es muy voluminoso, y no cesa de ampliarse con nuevos libros y artículos. Dejando de lado escritos más retóricos que científicos, podemos considerar sólidas estas dos conclusiones: 1) que Jesús fue condenado a muerte por la autoridad romana como reo de un delito político: por haberse hecho rey de los judíos; 2) Que tanto los acusadores como el juez de este proceso sabían perfectamente que esta acusación era falsa, porque la realeza que Jesús proclamaba no se interfería con la del César.

El cuarto evangelio despacha rápidamente el proceso judío de Jesús (por cuanto el proceso instruido por los dirigentes de Jerusalén ya ha empezado desde el momento en que Jesús empezó a predicar y actuar públicamente, y toda su vida pública ha sido un proceso); en cambio, se extiende en el proceso romano, y por medio de largos diálogos pone en evidencia las motivaciones de cada uno de los personajes del drama. En el diálogo entre Jesús y Pilato sobre la realeza del primero -que es la acusación formulada- queda claro que si al fin y al cabo Pilato, oportunista, lo condenará, no será por haberlo encontrado convicto ni confeso del delito. No ha existido el deplorable "malentendido" de que habla Bultmann, porque a la pregunta de Pilato sobre si Jesús era rey, éste ha respondido preguntando previamente de donde venía la pregunta, porque la realeza en el sentido judío bíblico era algo distinto de la realeza en sentido romano político. Una realeza que no podrá ser defendida (¡ni podrá ser destruida!) por legiones terrenas. Por el contrario: se debilitará siempre que desenvaine la espada o reclute legiones.

Su fuerza consistirá, como la del propio Jesús, en ser testigo de la verdad (v.37) con su propia sangre; sus súbditos no serán legionarios, sino "los que son de la verdad" y "escuchan su voz" (v.37).

La principal diferencia entre Jesús y Barrabás no es que el primero fuese un ciudadano honrado y el segundo un facineroso, sino que aquel proclamaba un reino de paz y éste quería imponer el suyo por medio de la violencia. Barrabás no es un delincuente común, sino un guerrillero (un zelote); por eso Pilato habría preferido retenerlo, como políticamente peligroso, y liberar a Jesús, inofensivo para el Imperio, y por eso el pueblo pide la amnistía de Barrabás y la crucifixión de Jesús, porque prefiere el líder nacionalista al maestro religioso.

Las tres lecturas de esta fiesta coinciden en distinguir netamente el Reino de Dios por respecto a todo proyecto político. El Reino de Dios afecta a los mismos hombres y discurre en una misma historia, pero es de otro orden, y no se puede confundir con ningún proyecto temporal. La fiesta de Cristo Rey no es día de la Cristiandad (H. Raguer).

Jesús, desde siempre, es el Rey, desde la Navidad hasta su muerte, Rey de los judíos. Sin embargo, no quería Jesús utilizar este título mesiánico, por los malos entendidos o confusiones a que se podía prestar. Jesús es el rey de los judíos, su amor es reinar, pero no al estilo del mundo. La clave es que no tiene nada que ver su reino, donde la ley son las Bienaventuranzas, con el estilo de los poderosos que reinan en nuestra tierra. Su reino es otra cosa. Por eso, cuando queda claro que su cetro es la cruz y su trono el amor humilde, entonces no tiene ningún inconveniente en proclamarse rey: Yo soy Rey. Es decir, Jesús es rey y quiere reinar en todos los corazones humanos para hacerlos inmensamente felices. Quiere reinar en los proyectos humanos para que se valore la vida, para que los pobres sigan siendo los importantes del Reino y para que triunfe, no la civilización de la muerte, sino la civilización del amor y de la vida. Yesto sólo consiste en que aceptemos de corazón todos los planes de Dios. Su reino no se impone, como no se impone su amor, que le lleva a servir de rodillas, como hace en la tarde del Jueves Santo. No hay duda de que Jesús es Rey y, al terminar el Año Litúrgico con esta fiesta, la Iglesia nos recuerda que el Señor, con su amor, desea ser conocido y amado. Sigue viniendo a los suyos, y los suyos no le reconocieron. Termina la vida como empezó. Un amor ofrecido y no acogido más que por los pobres de verdad, por aquellos que han descubierto Su amor incondicional y abierto a todas las necesidades del mundo. Cristo, rey del universo, quiere reinar sobre todo en el universo de cada corazón humano, donde se toman las decisiones, que afectan a todo el universo, a toda la sociedad. Este Reino en nosotros proclama que ni la guerra, ni la lucha de poder, ni el terrorismo, ni todo lo que atenta contra la vida, tiene futuro: No quedará piedra sobre piedra. Es necesario recordar, una y otra vez, que sólo en la medida en que nos hacemos servidores reinamos en el corazón de los que aman. El reino de Jesús es servicio en amor entregado. Él no viene a reinar más que con las armas que le dice a Pilato, las armas de la verdad, del amor, de la entrega. En la medida en que nos hacemos testigos del amor de Jesús y nos unimos a Él en la obra de la Redención, nos convertimos en constructores del Reino y construimos la civilización del amor (Francisco Cerro Chaves).

"¿De qué verdad se trata aquí? Sólo entenderemos esta frase -"he venido al mundo para testimonio de la verdad"- si nos formamos idea clara de lo que significa verdad en Juan. Esta verdad joánica no puede ponerse en plural, no es igual a la verdad como suma de proposiciones. Esta verdad se entiende como oposición al mundo: para eso he nacido y venido al mundo. ¿Qué es para Juan el mundo? No podemos imaginar que sea el mundo que nos cobija y sostiene, que nos place y en que nos sentimos a gusto. No, el mundo en Juan es algo distinto, emplea el término en otra acepción: mundo quiere decir aquí tinieblas, oscuridad, lo que se cierra frente a Dios y no quiere recibir la luz. Mundo quiere decir lo que se está muriendo y pasando; significa pecado, miseria y juicio (o condenación). Por oposición a ese mundo hemos de explicar la verdad joánica. Es lo uno, lo enteramente cerrado, lo fiel y seguro, lo que viene de Dios, lo que él tiene que desvelar, lo que sólo se da cuando Dios lo revela. Verdad es en San Juan uno de estos conceptos, como vida y luz, que expresan el conjunto y abarcan todo lo que es nuestra salud eterna, lo que está ahí, cuando él nos introduce en esta realidad. Por eso dice Juan, en el capítulo 17, que el diablo no está en la verdad. No tenemos nosotros la verdad, sino que estamos en ella. Por eso dice aquí que el que está en la verdad oye la voz de Cristo.

De esta verdad, de esta acción divina y realidad revelada se habla aquí... Mas para entender esta palabra hemos de considerar que Jesús está persuadido de que él es, personalmente, esta verdad venida a este mundo... Si no entendemos esta verdad, este reino de Cristo, tal vez seamos sabios, científicos, pero no estamos en la verdad que es luz y salud, vida y eternidad (Karl Rahner, 1967).

En el evangelio de hoy leemos un momento central de la pasión según san Juan, que muestra en qué consiste la realeza de Jesús, muy en la línea de lo que hemos leído en la segunda lectura. Con el juego habitual de equívocos que tanto le gusta a Juan, Pilato interroga a Jesús acerca de la acusación presentada por los judíos de considerarse rey. La primera respuesta de Jesús ("¿Dices eso por tu cuenta...?") ofrece a Pilato la oportunidad de implicarse en el tema y escuchar de Jesús mismo la proclamación del mensaje. Pero Pilato no quiere implicarse y dice que eso son cosas de los judíos. Jesús entonces aclara lo que él no es: rechaza cualquier identificación con las esperanzas mesiánicas judías, que presuponían siempre para su Mesías (aun en sus versiones más espiritualizadas) algún tipo de poder, y se aleja de cualquier tipo de planteamiento nacionalista.

Ante eso, Pilato pide una respuesta directa y clara. Y aquí viene la definición de quién es Jesús. El, efectivamente, asume el titulo de rey: él se considera el cumplimiento de las esperanzas mesiánicas de Israel. Pero lo es de una manera que no tiene nada que ver con lo que estas esperanzas presuponían. Jesús es un "testigo de la verdad". Y eso quiere decir que él, con toda su vida, con la palabra y los hechos, y con la fidelidad total hasta la muerte que ahora se le avecina, ha mostrado y realizado lo que Dios es y quiere: ha mostrado y realizado el camino verdadero de vida, la auténtica realización humana. La "verdad" es Dios; y la "verdad" es la auténtica realización humana; y ambas cosas son lo mismo, y se hallan en lo que Jesús es, hace y vive.

Y el texto finaliza con una idea que Juan repite en su evangelio de diversas maneras: "Todo el que es de la verdad escucha mi voz". A Jesús y su proyecto el hombre se acerca y se siente atraído no por ninguna demostración ni presión, sino porque el corazón le conduce a él: a Jesús se le acercan los que "son de la verdad", los que en su corazón sintonizan con lo que Jesús vive y propone (Josep Lligadas).

v 36: Nunca definió Jesús con mayor claridad el carácter no político de su reino, que no es mundano ni dispone de soldados y armas.

v 37: De la verdad: esto es, de la fidelidad de las profecías que lo anunciaban como tal (Lc 1,32; Ecli 36,18).

v 38: ¿Qué cosa es verdad? Pilato es el tipo de muchos racionalistas que formulan una pregunta parecida y luego se van sin escuchar la respuesta de la Verdad misma, que es Jesucristo. Acertadamente dice S. Agustín: "Si no se desean, con toda la energía del alma, el conocimiento y la verdad, no pueden ser hallados. Pero si se buscan dignamente, no se esconden a sus amantes". Cf Sab 6,17ss. San Pablo, en Rom 15,8, nos refiere la respuesta que Jesús habría dado a esa pregunta.

San Agustín comenta que está en este mundo, sin ser del mundo: “Escuchad, pues, judíos y gentiles, pueblo de la circuncisión y pueblo del prepucio; oíd todos los reinos de la tierra: «No estorbo vuestro dominio terreno sobre este mundo, pues mi reino no es de este mundo». No sucumbáis a vanos temores, como fueron los de Herodes el Grande ante la noticia del nacimiento de Cristo, dando muerte a tantos niños para eliminarlo, acuciada su crueldad más por el temor que por la ira (Mt 2,3.16). Mi reino -dice- no es de este mundo. ¿Queréis más? Venid al reino que no es de este mundo: venid llenos de fe y no le persigáis llenos de temor. De Dios Padre se dice en una profecía: Yo he sido constituido rey por él sobre Sión su monte santo (Sal 2,6). Pero esa Sión y ese monte santo no son de este mundo.

¿Cuál es su reino, sino los que creen en él, de los que dice: Vosotros no sois del mundo, como yo no soy del mundo? Eso aunque quisiera que permanecieran en el mundo, razón por la que dijo al Padre: No te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal (Jn 17,16.15). Por eso no dice aquí: «Mi reino no está en este mundo», sino no es de este mundo. Y lo prueba con estas palabras: Si mi reino fuese de este mundo, mis siervos lucharían para que no fuese entregado a los judios. No dice: «Pero ahora mi reino no está aquí», sino no es de aquí. Aquí está su reino hasta el fin del tiempo, entremezclado con la cizaña, hasta la época de la siega, que es el fin del mundo, cuando vengan los segadores, esto es, los ángeles, y recojan todos los escándalos de su reino (Mt 13,38-41), cosa que no podría tener lugar, si su reino no estuviese aquí.

Sin embargo, no es de aquí, porque se encuentra como peregrino en el mundo, según él dice a su reino: Vosotros no sois del mundo, sino que yo os he elegido del mundo (Jn 15,19). Del mundo eran cuando no eran aún su reino y pertenecían al príncipe del mundo. Era del mundo todo lo que, aunque creado por el Dios verdadero, fue engendrado por la viciada y condenada estirpe de Adán, y se convirtió en reino, no de este mundo, cuando fue regenerado por Cristo. Por él Dios nos sacó del poder de las tinieblas y nos trasplantó en el reino del Hijo de su amor (Col 1,13); de este reino dice: Mi reino no es de este mundo, o Mi reino no es de aquí.

Pilato le contestó: Luego ¿tú eres rey? Y Jesús: «Tú lo has dicho: Yo soy rey» (Jn 18,37). No es que temiera proclamarse rey, sino que puso el contrapeso de estas palabras: Tú lo dices, de modo que no niega ser rey -porque es rey del reino que no es de este mundo-, ni confiesa que sea tal rey, cuyo reino se crea que es de este mundo, como pensaba quien le había preguntado: Luego ¿tú eres rey?, a lo que él respondió: Tú lo dices: «Yo soy rey». Las palabras: Tú lo dices equivalen a esto: «Siendo tú carnal, hablas según la carne»”.

“La escena transcurre en el interior del pretorio, donde Pilato interroga a Jesús. Se percibe allí a Pilato interesado y de hecho turbado por la personalidad de Jesús. Se pregunta sinceramente quién es. Lo manifiesta su pregunta, en la que no habría que ver una ironía: "¿Eres tú el rey de los judíos?". Jesús hace alusión a esa inquietud de un Pilato que se encubre: "¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mi?".

Pero Jesús no quiere ya ocultar su verdadera cualidad: "Tú lo dices: Soy Rey". Con todo, Pilato podría confundir las cosas. La realeza de Cristo es de orden espiritual, no de orden nacional. En cuanto autoridad espiritual Jesús es rey, y esta autoridad pertenece a Dios. Su realeza no viene de este mundo; le ha sido confiada por el Padre. Jesús, por lo tanto, no es rey en el sentido político de la palabra, tal como Pilato podría entenderlo. Sin embargo, Pilato ha dicho que Cristo era rey, y ha dicho verdad, si por ello entiende una realeza que escapa a toda consideración terrena. Porque la realeza de Cristo consiste en dar testimonio de la verdad. Verdad no significa aquí una filosofía, sino la realidad eterna en contraposición a lo que pasa, la realidad de Dios. Jesús ha sido enviado y ha venido para transmitir a los hombres una realidad que libera, la realidad eterna, objeto esencial de la revelación por la que el Verbo se encarnó.

Esta escena del proceso de Jesús es paradójica. Pilato es juez de Jesús; en realidad, es Jesús quien juzga a Pilato; él es el Rey, el juez, porque es quien libera o condena, según que se reciba el testimonio de la verdad divina o que se rechace este testimonio. El lugar primitivo de esta solemnidad era el domingo entre el Domund (contemporáneo a la institución de la solemnidad) y Todos los Santos. Resultaba claro que el tema de Cristo Rey se refería a la penetración cristiana de todas las realidades humanas; la predicación de la fe por todo el mundo preparaba este "reino", y la gloria de los santos era su culminación. Los temas de predicación eran, pues, profundamente "encarnacionistas", y el espíritu con que se celebraba la fiesta no dejaba de contagiarse de un cierto triunfalismo, o de una vaga esperanza restauracionista de cristiandad. Esto ha sido un tipo de sentir cristiano de hace casi un siglo. Los textos litúrgicos del año 1925 reflejan una temática bíblica de incontestable validez, mucho más profunda que las formas populares que rodearon a la solemnidad. En la reforma litúrgica, la fiesta ocupa un lugar mejor y con más variadas lecturas. Este año sin embargo, el evangelio es el primitivo de la fiesta, atendiendo al hecho de que el ciclo B ha sido simultáneamente ciclo de Marcos y de Juan. Esta variación en las lecturas ha proporcionado a la solemnidad una gran riqueza de matices, resultando así mayormente escatológica en el más amplio sentido de la palabra: Cristo como Señor de todo, "Pantocrator", instaurador y plenitud personal de un Reino que no se puede clasificar entre las realidades mundanas, que está ya ahí pero que aún tiene que venir. (Ver primera y sobre todo segunda lectura). El comentario del evangelio puede llevar fácilmente a convertir a esta solemnidad en una especie de resumen de toda la teología cristológica de Marcos y Juan, asimilada poco a poco a lo largo de este ciclo.

Los equívocos que Jesús pretendía aclarar en el diálogo con Pilato sobre el sentido de la palabra Rey son posibles entre nosotros. Sabemos su respuesta válida, y debemos promoverla. Es elocuente el hecho de que Jesús se exprese de este modo mientras se presenta como preso. La Verdad que es la adhesión a Jesús puede presentarse también prisionera en el mundo, pero en su escucha y proclamación se halla la presencia del Reino de Dios (P. Tena).

En el Evangelio vemos el vínculo entre la realeza y verdad (autenticidad) no es externo a la persona de Jesús. El es al mismo tiempo el Reino y la Verdad. No sería conveniente dejar de lado el elemento pascual de esta realeza: "Para que ofreciéndose a sí mismo, como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz, consumara el misterio de la redención humana, y, sometiendo a su poder la creación entera, entregara a tu majestad infinita un reino eterno y universal" (Prefacio). Toda la densidad de la entrega en amor y libertad -¡revelación de la verdad de Dios!- y toda la intensidad de la gloria surge de aquí: recapitulación de todas las cosas en El mismo. Una consecuencia a destacar es el significado de esto que, según la 2.lectura, ha hecho de nosotros el Señor: reyes, "un reino". También nosotros somos reyes en la medida en que somos hijos de Dios y portadores del evangelio, de la verdad. Las cualidades del reino de Dios -descritas en el prefacio- son algo más que una proclamación; son una descripción desafiadora de la vida de los cristianos en el mundo. Esta alma sacerdotal nos adentra en la Verdad. Cristo nos permite participar en su tránsito pascual y así adentrarnos, también por la fuerza del Espíritu, en este Reino de santidad y de gracia que es la comunión con Dios (Pere Tena).

Y... ¿que es la verdad? Con esa pregunta se quedó Pilato y, sin esperar, condenó a muerte al que podía responderle. Y es que no siempre preguntamos porque no sabemos; a veces preguntamos porque no queremos saber, para despistar, pues sospechamos que hay preguntas que no tienen respuesta. Pero son preguntas. Y no podemos vivir dando la callada por respuesta.

Obviamente la pregunta por la verdad depende de lo que entienda por verdad el que pregunta. Para los racionalistas no hay más verdad que la lógica, pero los racionalistas no son lógicos al suponer que sólo la lógica es fuente de verdad. Según los científicos no hay más verdad que la provisionalidad de unos resultados obtenidos rigurosamente en la investigación. Pero tales científicos no son "científicos ni rigurosos" al dar por supuesto lo que deberían contrastar: que sólo la ciencia conduce a la verdad relativa. La lógica y la ciencia nos son de gran utilidad en la vida. Pero eso no es todo.

A muchos les interesa principalmente la verdad objetiva, pero ya hace años que un gran filósofo dijo la gran verdad de perogrullo: que para el sujeto nada puede ser objetivo. De ahí que otros piensen que no hay más verdad que la subjetiva, entendiendo subjetiva como individual, cada cual la suya. A esos les contestó hermosamente el poeta:

¿Tu verdad? No, la Verdad,

y ven conmigo a buscarla.

La tuya, guárdatela (A. Machado)

De manera que la pregunta sigue en pie. Y seguirá posiblemente, mientras tengamos la firme decisión de buscarla. Esa decisión de buscar, más allá de la razón y de la ciencia, pero no del hombre, que es más que razón, es lo que llamamos fe. No se trata de creer cada cual lo que le da la gana, aunque cada uno puede hacer de su capa un sayo. Se trata de creer de la única manera posible para el hombre, razonablemente (no racionalista, el racionalismo es el cáncer de la razón). El que cree no las tiene todas consigo, pero cree y por eso sigue buscando con ilusión. Con fe, como don de Dios, decimos los creyentes (“Eucaristía 1994”).

Exigencias del reino de cristo. ¿Qué significa celebrar hoy a un Cristo Rey, vivo, interpelante, que dirige, gobierna y potencia todos los momentos de la vida? ¿Cómo se puede entender en lenguaje actual el Reino de Dios? Para muchos hablar de Cristo Rey es casi hablar de algo superado desde el compromiso de la fe. Desde las coordenadas de la actual sociología laica "Cristo Rey' es noticia intrascendente, pues no se admite ni se da valor a un reino que no es político, ni entra en conflicto con los valores y exigencias de los reinos mundanos. Por otra parte, es relativamente fácil aclamar a Cristo Rey en un domingo de Ramos, en una procesión, en un momento de euforia espiritual. Pero resulta más difícil creer en un Cristo, presente e influyente en la vida de todos los días, en un Cristo que compromete y cambia la existencia del hombre, en un Cristo exigente que pide fidelidad a los valores permanentes del evangelio. Existe también un gran contradicción: hacer mundano el reino de Cristo, que no es de este mundo. Y salta la enorme tentación de confundir el poder económico, político y social con el poder de Dios. Y pueden gastarse demasiadas fuerzas y empeños en influir en las situaciones de este mundo para hacer presente el reino de Dios. Cristo no reinó desde los sitios privilegiados ni desde los puestos de influencia. Cristo reinó en el servicio, la entrega y la humildad, en el compromiso con los necesitados y con los desgraciados, con los pecadores y las mujeres de la vida, con los que estaban marginados en la sociedad de entonces: ciegos, leprosos, viudas...

Y sin embargo los cristianos pretendemos hacer un reino de Dios a nuestro gusto y medida; y deseamos construir un pequeño reino "taifa", en el que se nos dé incienso adoración y admiración. Es un engaño terrible, fruto del egoísmo humano.

Cristo fue y es Rey por ser testigo de la verdad y del amor sin límites. Y nuestra vida está cargada de mentiras y desamores. Es preciso el cambio y la conversión. Vivir en cristiano es descubrir las exigencias y maravillas del reino de Dios con entrega total y confiada (Andrés Pardo).

"Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en Él, puede ser también el Reino de Dios porque en El reinaremos" (San Cipriano).

- Creer en Dios es creer que el bien es más poderoso que el mal; es creer que, al final, el bien y la verdad habrán de triunfar sobre el mal y la mentira. Quien piense que el mal tendrá la última palabra o que el bien y el mal tienen las mismas probabilidades, es un ateo... La fe en el Reino de Dios, por lo tanto, no se reduce simplemente a aceptar los valores del Reino y a mantener una vaga esperanza en que habrá de venir a la tierra algún día. La fe en el Reino es estar convencido de que, suceda lo que suceda, el Reino habrá de venir (Albert Nolan).

Las primeras palabra con las que Dios se comunica a Abrahán y Moisés manifiestan una voluntad firme de "enderezar" la situación en la que los hombres viven y conviven, porque el egoísmo, la muerte, la pobreza, la esclavitud, destruyen la obra de sus manos. Y promete y realiza su plan de liberar al hombre de cuanto es esclavitud, enfermedad, injusticia. Todo lo que es muerte y causa muerte es contrario al Reino de Dios, es decir, ofende en lo más íntimo a un Dios que se ha comunicado como Amor, como Luz y como Vida. Por eso cuanto destruye al hombre, imagen suya, niega a Dios. Es el pecado radical (Juanjo Martínez).

La imagen de Cristo es religiosa, pero su iconografía depende también de la cultura de la gente, y hemos de dejar atrás ciertas condiciones históricas o modos de ver la devoción de Cristo Rey, para entrar en algo más profundo, más religioso y menos político. Los representantes de la Iglesia se vincularon de forma bastante estrecha a los regímenes conservadores. Hace poco tiempo, algunos cristianos querían vincular a Jesús y su evangelio con las ideologías de izquierda. Gracias a Dios, para la mayoría de los cristianos, el Evangelio no tiene nada que ver con la política. El evangelio no contiene un proyecto político, sí un proyecto humano que implica y sobrepasa lo político. La doctrina social de la Iglesia no es un programa político, pero trata de influirlo desde la perspectiva del evangelio. Religión y política están llamados a dialogar, porque la vida es única y el hombre, religioso y político, es el mismo. Los intentos de distinguir entre uno y otro resultan siempre comprometidos, la pretensión de aislarlos no es más que una insensatez. Querer preservar la religión de su incidencia política es desnaturalizarla, querer hacer lo mismo con la política es enconarla. El espiritualismo puede devenir alienante, la aconfesionalidad fácilmente se practica como hostilidad o indiferencia, que es también una forma redomada de enemistad.

La religión, que abriga la pretensión de normalizar la relación del hombre con Dios, lo que realmente hace es sentar las bases utópicas que regulen las relaciones humanas y sociales en la perspectiva de un solo Dios, es decir, un solo género humano por encima de divisiones nacionalistas y mercados comunes. Cada vez más los acontecimientos apuntan en la misma dirección que la utopía religiosa: la caída del muro entre el Este y el Oeste hace indispensable la ruina de las barreras entre el Norte y el Sur. Y éste podría ser muy bien el sentido de la fiesta de Cristo, rey del universo.

La fiesta se promovió ocasionalmente para sostener el antiguo régimen monárquico, cuya desestabilización se suponía acarrear el caos social. Providencialmente, la fiesta, que apunta un reinado universal, viene a dar pleno sentido a la marcha de la historia. Y en esa marcha, religión y política no pueden andar ignorándose mutuamente, porque ello es siempre en detrimento del hombre, que es un animal político, ciertamente, pero es también, y sobre todo, un ser trascendente. Naturalmente no hay por qué volver a las confusiones del nacionalcatolicismo. Pero no se puede seguir en el equívoco de un pretendido laicismo, que está destruyendo el patrimonio cultural por el mero hecho de creerlo religioso. Hay sensibilidad para conservar catedrales y arte religioso, pero con la mayor insensibilidad se suprimen fiestas que son parte de la cultura religiosa y del ocio (“Eucaristía 1990”). Quedan aún más ideas… para otros días de la semana.