Santa Teresa del Niño Jesús
Lc 16, 19-31: La virtud de la pobreza
Autor: Padre Luis de Moya
Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org
Evangelio: Lc 10, 17-24
Volvieron los setenta y dos llenos de alegría diciendo:
—Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.
Él les dijo:
—Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad, os he dado potestad para
aplastar serpientes y escorpiones y sobre cualquier poder del enemigo, de manera
quenada podrá haceros daño. Pero no os alegréis de que los espíritus se os
sometan; alegraos más bien de que vuestros nombres están escritos en el cielo.
En aquel mismo momento se llenó de gozo en el Espíritu Santo y dijo:
—Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas
cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre,
porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce
quién es el Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a
quien el Hijo quiera revelarlo.
Y volviéndose hacia los discípulos les dijo aparte:
—Bienaventurados los ojos que ven lo que estáis viendo. Pues os aseguro que
muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros estáis viendo y no lo
vieron; y oír lo que estáis oyendo y no lo oyeron.
La fuerza imprescindible y suficiente de la oración
Comenzamos el mes de octubre conmemorando a santa Teresa de Lisieux, Carmelita
Descalza, conocida también por santa Teresita del Niño Jesús. Se trata de una
religiosa que dedicó su vida a la oración contemplativa, que nos puede enseñar
la primacía de la intimidad con Dios para que tenga sentido cualquiera de
nuestros quehaceres. Como es sabido, el Santo Padre Juan Pablo II, proclamó a
esta santa Doctora de Iglesia.
Esta religiosa, que, fiel a su regla, no abandonó su convento en Francia, es,
sin embargo, la patrona de las misiones. Podría pensarse que muchos otros santos
–los hay con la vida cargada de movimiento apostólico, visible y conocido–
serían más apropiados que la santa de Lisieux para ser presentados como ejemplo
de espíritu misionero, y como intercerores ante Dios para esta importante tarea.
De hecho, el afán por llevar a los hombres al calor de la fe y a la riqueza
incomparable de la posesión de Dios, posiblemente queda más claro en algunos
santos llenos de actividad exterior. Pero la Iglesia ha querido reconocer ante
el mundo, pensando en Teresa de Lisieux como patrona del movimiento misionero,
que el secreto y fundamento de toda eficacia apostólica es, ante todo, la
oración.
Teresa de Lisieux, sin salir de su convento, consagró su vida a rezar y
sacrificarse por las misiones. En su coloquio con Dios vibraba impaciente por
tantos lugares donde debía aún implantarse la fe, ofreciendo al Señor el
“precio” de sus sacrificios y súplicas por gentes lejanas, desconocidas muchas
veces. Otras, encomendaba expresamente a Dios la tarea evangelizadora de algún
misionero que conocía. Siguiendo al pie de la letra la advertencia del Señor a
sus Apóstoles –sin Mí no podéis hacer nada–, intercedía por los que lejos se
fatigaban por Cristo y por la felicidad de otros al abrazar la fe. En su oración
y sacrificio encontraba la fuerza para la fatiga de aquellos que, muy lejos casi
siempre de Francia, hablaban de Dios y de su salvación a la gente. También en la
oración conseguía luz para las inteligencias de cuantos oían por primera vez
hablar de Cristo.
Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en “tercer lugar”,
acción. Así se expresaba san Josemaría en Camino, y así son las cosas en la vida
de todos los que desean ser verdaderos apóstoles de Nuestro Señor. Preguntémonos
cuánto rezamos para que mejoren esas personas –perfectamente conocidas, tal vez–
que deben enmendarse, que provocan nuestra crítica, aunque sólo sea interior…
¿Cómo nos unimos a la oración del Santo Padre por las necesidades de la Iglesia
y del mundo? ¿Ofrecemos sacrificios por los demás?
Los que siguen a Cristo, por el mundo o, como esta santa, apartados de los
afanes mundanos, son impulsados en todo caso por el propio Cristo a difundir su
enseñanza. El Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza, nos advierte el
Señor; y esa es también la suerte del discípulo que le acompaña, apartado del
mundo o metido de lleno en los afanes terrenos. No es el discípulo más que su
maestro, ni el siervo más que su señor, aclararía Jesús en otro momento. Una
existencia incómoda y un trabajo intenso están garantizados para el discípulo de
Cristo. Comparte así con Él su misma calidad de vida. Pero, precisamente por
esto, ya que viven siempre juntos, quien sigue al Señor para el apostolado
cuenta donde quiera que se encuentre con su compañía: el discípulo tampoco tiene
dónde reclinar su cabeza, pero jamás se siente solo. Tiene consigo, por el
contrario, el inapreciable tesoro de su Dios junto a sí.
Nos conviene –y es, por otra parte, manifestación de realismo– considerar de
modo habitual la seguridad que, como cristianos, debemos sentir con el mismo
Dios, que no nos abandona un solo instante. Es bueno librarse de la pesadumbre
imaginaria por una vida insoportable marcada con la cruz. No, ciertamente,
eliminando de nuestra vida lo que cuesta, ni fomentando compensaciones humanas
que contrarresten la dureza realista de caminar con Cristo. Se tratará, más
bien, de perderle el miedo al dolor. Perderle el miedo al dolor, por la oración:
contemplando al Señor con nosotros, de nuestra parte, queriéndonos. Y
queriéndonos, no de cualquier modo, porque quiere y puede hacernos
verdaderamente felices. Sólo la oración que contempla es capaz de descubrir, en
el misterio de Dios, su poder y su bondad para hacernos felices, aunque no
tengamos dónde reclinar la cabeza. La dureza del seguimiento del Señor nunca
será desproporcionada, con su ayuda que nuna falta; pues todo lo puedo en Aquel
que me conforta, podremos afirmar con san Pablo en todo momento.
¡Que el ejemplo y la intercesión de santa Teresita nos animen! Pidámosle amar de
corazón a Dios y a muchas almas, y ser felices contemplando la grandeza de una
vida así. Que será quizá, sin embargo, sencilla, como la de Nuestra Madre, Santa
María.