V Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C.  Lc 5, 1-11

Vivir ante Dios para los hombres

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Lc 5, 1-11

 

Estaba Jesús junto al lago de Genesaret y la multitud se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. Y vio dos barcas que estaban a la orilla del lago; los pescadores habían bajado de ellas y estaban lavando las redes. Entonces, subiendo a una de las barcas, que era de Simón, le rogó que la apartase un poco de tierra. Y, sentado, enseñaba a la multitud desde la barca.
Cuando terminó de hablar, le dijo a Simón:
—Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca.
Simón le contestó:
—Maestro, hemos estado bregando durante toda la noche y no hemos pescado nada; pero sobre tu palabra echaré las redes.
Lo hicieron y recogieron gran cantidad de peces. Tantos, que las redes se rompían. Entonces hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, para que vinieran y les ayudasen. Vinieron, y llenaron las dos barcas, de modo que casi se hundían. Cuando lo vio Simón Pedro, se arrojó a los pies de Jesús, diciendo:
—Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.
Pues el asombro se había apoderado de él y de cuantos estaban con él, por la gran cantidad de peces que habían pescado. Lo mismo sucedía a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Entonces Jesús le dijo a Simón:
—No temas; desde ahora serán hombres los que pescarás.
Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las cosas, le siguieron.



Vivir ante Dios para los hombres


La escena que nos narra san Lucas es siempre actual. Cada uno somos capaces de reconocer que, con cierta frecuencia, a pesar de nuestro esfuerzo, poco más hemos conseguido aparte de cansarnos. Quizá muchas veces no. Suele suceder, en efecto, que, en mayor o menor medida, recogemos los frutos buscados y eso nos anima a seguir adelante, a cansarnos de nuevo, porque vale la pena ese tesón por el beneficio logrado. En todo caso, no tenemos garantizado el éxito. Tampoco cuando procuramos asegurar todas las posibilidades para no fracasar, pues no somos dueños de las mil circunstancias que pueden interferir en nuestras acciones y es relativamente fácil que surjan imprevistos no deseados.

No sabemos por qué, pero así le sucedió a Simón y a sus compañeros aquella noche. Habiendo puesto oportunamente los medios y a pesar de su experiencia, no pescaron nada. Pero, a continuación, llega Jesús, le anima a intentarlo de nuevo, le indica que eche la red precisamente a la derecha, y la eficacia de ese esfuerzo, semejante a muchos otros de horas antes, es desproporcionada.

Es lo que sucede siempre, cuando procuramos actuar –cualquiera que sea nuestra actividad– cumpliendo la voluntad de Dios: aunque nuestros ojos no lo contemplen a veces, el fruto de ese empeño es grande siempre; no por nosotros, que podemos relativamente poco, sino por Dios, cuya voluntad se cumple si somos dóciles a las insinuaciones que pone en nuestro corazón.

Sin darnos cuenta muchas veces –otras lo procuramos expresamente–, trabajamos y nos desenvolvemos ante los demás o para los demás. Lo nuestro repercute en otros, siempre les afecta de algún modo. Es muy bueno que así suceda y tomar conciencia de ello, intentando epresamente que esa influencia les ayude a reconocer que Dios está presente en el mundo y que nos ama, y espera asimismo el amor de sus hijos, los hombres.

Se tratará de influir en los hombres, respetando –claro– su libertad. Más aún, contando con esa libertad. Que nuestra conducta les afecte. Que mi actitud, mi ejemplo animante repercuta en los demás para su bien. Y esto, conscientes de hacerlo ante Dios para que otros participen más de su amor. ¿Es posible pensar en una tarea más noble? Muchos trabajan con materiales físicos de muy diverso tipo: en fábricas o en diversas empresas de construcción; otros con realidades no materiales, como las relaciones jurídicas o económicas entre las personas, o en el mundo de la cultura o del arte. El que se mueve en la presencia de Dios, sea cual fuere su actividad, siempre trabaja con almas, y con la Gracia de Dios y la libertad personal. Su trabajo pasa a ser, como el de Simón, de simple pescador a pescador de hombres para Dios.

Vivamos en su presencia, viendo en cuantos nos rodean almas que, de algún modo, Dios pone en nuestra red. Ahí están para que apliquemos a ellas con amor nuestro tiempo, nuestra inteligencia, nuestra ciencia, nuestro trabajo. Nos serviremos de la amistad, del parentesco o del afecto que nos unen. Y se dejarán pescar para Dios cuando comprendan que nada buscamos para nosotros: sólo para ellos y para Él.

Nadie nos quita, en todo caso, el convencimiento, que nos llena de un gozo incomparable, de estar dedicados a la tarea más grandiosa que es posible en este mundo, y de trabajar con la más noble de las "materias" que existe sobre la tierra: el espíritu libre de los hombres. Fue la ocupación que tuvo Dios cuando, hecho hombre, vivió en Israel. Una tarea que está al alcance de todas las mujeres y los hombres de fe, desde que Jesucristo envió a sus apóstoles por todo el mundo a enseñar su Evangelio.

Lo que llenó también la vida de la Madre de Dios, ocupada en cosas sencillas casi siempre, pero consciente de vivir en la presencia del Señor y para Él. Es la llena de Gracia y ésta es la razón de su excelencia sobre todo cuanto existe en el mundo. Su correspondencia a esa Gracia de Dios consistió en vivir dócil a su Señor, siendo el cauce de su amor hacia nosotros.