III Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 4, 12-23:
Vocación

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Mt 4, 12-23

 

Cuando oyó que Juan había sido encarcelado, se retiró a Galilea. Y dejando Nazaret se fue a vivir a Cafarnaún, ciudad marítima, en los confines de Zabulón y Neftalí, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías:
Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí
en el camino del mar,
al otro lado del Jordán,
la Galilea de los gentiles,
el pueblo que yacía en tinieblas
ha visto una gran luz;
para los que yacían en región
y sombra de muerte
una luz ha amanecido.
Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir:
—Convertíos, porque está al llegar el Reino de los Cielos.
Mientras caminaba junto al mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón el llamado Pedro y Andrés su hermano, que echaban la red al mar, pues eran pescadores. Y les dijo:
—Seguidme y os haré pescadores de hombres.
Ellos, al momento, dejaron las redes y le siguieron. Pasando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y Juan su hermano, que estaban en la barca con su padre Zebedeo remendando sus redes; y los llamó. Ellos, al momento, dejaron la barca y a su padre, y le siguieron.
Recorría Jesús toda la Galilea enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia del pueblo.


Vocación


Contemplamos en estos versículos de san Mateo la vocación, la llamada, de Jesús a algunos de los que serán sus más próximos discípulos. Los llama a llevar a cabo la tarea que poco antes describe el propio Mateo. Iba el Señor predicando que el Reino de los Cielos estaba cerca, y era necesario disponerse por la penitencia para ser dignos de él. Así se cumplía, por fin, lo que todo el pueblo de Israel anhelaba, lo que era la razón de que existiera como un pueblo peculiar, y el motivo de justo orgullo que todo israelita tenía. El Reino de Dios, aunque no fuera lo que imaginaban muchos en Israel: una plenitud material o la liberación de las múltiples opresiones sufridas, sería, sin embargo, la mayor de las riquezas posibles, de acuerdo con el plan divino.

Coincide en cierto sentido san Mateo con san Juan. Como leemos también en el cuarto Evangelio, con Jesús llega la luz al mundo: una luz que brilla en las tinieblas pero las tinieblas no la recibieron. San Mateo recuerda que se cumplía la profecía de Isaías según la cual a un pueblo envuelto en tinieblas y (...) sombras de muerte le alumbraría una poderosa luz. Un acontecimiento insólito ha tenido lugar ante los testigos de la llegada del Señor. Se trata de algo tan importante que es necesario proclamarlo de modo que todos conozcan la noticia, pues, la llegada de esa luz, que es Cristo, reclama una adecuada disposición por parte de los hombres. Algunos no le recibieron, dirá san Juan. Y es que es preciso disponerse con la penitencia, afirmaba el Señor, según san Mateo.

Se trata del Evangelio: una Noticia transformadora de los hombres, que reclama ser acogida con dignidad, solemnemente: como el hecho más grandioso jamás sucedido, ya que es la misma Palabra de Dios que habla de Sí en favor de la humanidad. Para tan gran Noticia se necesita una adecuada difusión y, para la difusión, apóstoles; que con su vida y su palabra lleven por todo el mundo esa luz capaz de transformar –engrandeciendo– la vida de los hombres. Pues no es un desarrollo ni una plenitud cualquiera, o de cierta importancia, la que trae Cristo: a los que le recibieron les concedió ser hijos de Dios, dice san Juan. Quiso Dios conceder a los hombres por Jesucristo una grandeza que no teníamos capacidad para imaginar.

Pero para la santidad de Dios, con quien nos unimos en especial intimidad al ser cristianos, se requiere por nuestra parte la máxima perfección de que seamos capaces, pues, el Reino de los Cielos es el Reino de los hijos de Dios, de la Familia de Dios. Y para gozar de tal perfección e intimidad es preciso purificarnos, apartando cuanto sea posible de nosotros lo que desdice de la perfección divina: sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto, dirá el Señor. Y ya al comienzo de su ministerio advierte: Haced penitencia, porque está al llegar el Reino de los Cielos.

Asegura así Dios, por otra parte, nuestra condición de criaturas libres, hechas por Él a su imagen y semejanza, pues, únicamente con nuestra cooperación voluntaria para esa purificación, que nos perfecciona por la penitencia, llegamos a ser dignos de la Gracia que Dios nos ha prometido: la de ser sus hijos adoptivos por Jesucristo.

Nunca ahondaremos bastante en el amor de Dios con su criatura humana, a quien quiso abrir su intimidad, plena de toda la riqueza de su perfección. Pero la grandeza y el amor de Nuestro Dios parece que aún se nos muestra más al haber querido que los mismos hombres seamos otros cristos, según la expresión paulina; con capacidad –como el Señor– para invitar a nuestros iguales a gozar del Reino de los Cielos. Y a esta tarea de formar apóstoles, que prolongarían por todas las generaciones su misma misión, dedicó el Señor su vida pública. Nos encontramos nosotros en un punto entre tantos de historia humana, con la responsabilidad, por tanto, de que no se corte la transmisión del divino mensaje, de que sea cada día más eficaz la llamada de Dios a la humanidad.

Seguidme y os haré pescadores de hombres, dijo a los primeros; dándoles, así, la ocasión de dedicarse a la más sublime tarea que podemos pensar para esta vida. No es ciertamente una ocupación, la de Pedro y los demás, que escogieran según sus gustos, ni tampoco se sintieron para ello especialmente capacitados. Fueron simplemente designados –imperativamente designados, podríamos decir incluso– por el Señor; y esa llamada –la vocación– los hizo capaces; no sólo para responder inmediatamente –según refiere san Mateo–, sino para responder por siempre. La vida de aquellos hombres y de cuantos, mujeres y hombres, han seguido los mismos pasos de Cristo, por sentirse llamados después de aquellos primeros, quedó colmada de sentido. Como la de cada uno de nosotros que, como ellos, también nos llamamos y somos cristianos: discípulos de Cristo.

Así fue la vida de la Madre de Dios, nuestra Madre, a quien nos encomendamos; que –según dice Ella misma–, a pesar de su pequeñez, pudo y quiso acoger las grandezas de Dios su Creador, y es y será por eso, con razón, alabada siempre sobre todas las criaturas.