XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 11, 25-30:
La ternura de Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Mt 11, 25-30

 

En aquella ocasión Jesús declaró:
—Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo.
»Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.

La ternura de Dios

El Señor había predicado por varias ciudades de Palestina. Su enseñanza era el Evangelio: la Buena Nueva de la salvación que Dios enviaba por Él al mundo. Este anuncio no tenía lugar sobre todo en las grandes ciudades o ante importantes personajes, como podría pensarse, por lo extraordinario del hecho. Por el contrario, como para significar la universalidad de la llamada, Jesucristo se dirige directamente al pueblo llano.

No es que su enseñanza, que siempre tiene un carácter salvador, se dirija preferentemente a una clase social. Es para todos y así lo advierte. Insiste precisamente en que no dependerá, para entender el anuncio divino, de las cualidades particulares: ante la más importante de las verdades, ante la realidad más decisiva para el ser humano, todos los individuos se encuentran en iguales condiciones de aprender, puesto que la sabiduría necesaria no es un logro del propio individuo, ni depende de sus condiciones de inteligencia, de fortuna o familiares.

La enseñanza del Señor es clara: Dios rebela lo profundo de sí mismo a quien quiere, y sólo los elegidos para esa revelación lo conocen propiamente. Son los pequeños quienes conocen a Dios, no los sabios según el mundo. También son estos mismos –los pequeños– los que entrarán en el Reino de los Cielos, según advierte asimismo el propio Cristo. Dios tiene para los hombres entrañas de Padre. Así venimos considerándolo de modo habitual siguiendo al Papa, que nos anima a meditar en la realidad de que Dios es Nuestro Padre, lleno de amor por sus hijos.

Cuando el Santo Padre conduce a todo el Pueblo de Dios hacia una oración sencilla y sincera, pero siempre optimista, contemplando al Omnipotente –que se vuelca de continuo con sus hijos los hombres– a partir de los salmos, procuremos cada uno ser más agradecidos cada día. La gratitud con Dios es conclusión natural de esa oración contemplativa, y como su consecuencia necesaria. Luego, simultáneamente, pone Dios en nuestra alma un afán impaciente por todo lo que es de su agrado. El cristiano, consciente de serlo, quiere buscar de modo incesante un detalle y otro para complacer a su Dios. En modo alguno se conforma con la tranquilidad cómoda de saberse cristiano, dentro de la Iglesia de Cristo. Sería un bienestar casi pasivo por su parte, y el enamorado no es así.

Así debemos sentirnos ante Dios: enamorados. Y entonces nos dirigiremos a Él como espera de nosotros: insistentemente. Es preciso orar siempre y no desfallecer, solía decir a las gentes. Y con sencillez, no como los escribas y fariseos: con largas oraciones. Con sencillez y sin parar hablan los niños pequeños con sus padres, y así quiere Dios que le tratemos. Es su voluntad concedernos sin tardanza lo que más nos conviene, como un padre bueno que conoce bien lo que es mejor para su hijo. Ojalá que deseemos lograr y pedir a Dios lo que es de su agrado, convencidos de que esa voluntad de Dios busca también nuestra felicidad.

Es posible que en ocasiones nos parezca costoso o al menos no lo más atractivo complacer a Dios. Quizá pensemos que seríamos más felices libres de ese deber, con la sola ocupación de buscar nuestra complacencia. Si este pensamiento tomara cuerpo en nosotros deberíamos rechazarlo enérgicamente. Dios, nuestro Creador, sabe más del hombre –y de cada uno– que el propio hombre. Nos quiere mucho más de lo que podemos querernos a nosotros mismos. Y es Dios quien nos dice: Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera. El remedio de nuestras fatigas está y estará siempre junto al Señor, no librándonos de Él, por fuerte que sea la sugerencia –tentación– de prescindir de sus mandatos. Por más que nos disguste, ese yugo –porque es suyo–, más que una carga es un descanso.

Convendrá tener presente esta petición y enseñanza del Señor al plantearnos el trato con amigos y conocidos. Es razonable –y un deber que nos imponemos como cristianos– desear lo mejor para esas personas. Incluso si en algún caso vemos defectos en ellos, desearemos que mejoren para que sean felices y agraden a Dios, más que el mero librarnos de sus molestias. Por eso, encomendándolos al Señor, procuraremos que se exijan aunque les cueste: aunque deban salir de la comodidad, aunque necesariamente tengan que renunciar a una vida sin especiales compromisos con Dios, que les hace sentirse libres a su manera. Tendremos ciertamente la impresión de imponerles una cierta carga que les incomoda. No perdamos entonces la visión transcendente de la tarea apostólica, pues es necesario que cada uno llevemos por Cristo nuestra cruz. Sólo así lograremos, como dice Jesús, el verdadero descanso que deseamos para nuestras almas.

Aprendamos de Santa María, Virgen Fiel. Nunca encontró motivos de queja porque quiso ser siempre la esclava del Señor.