XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 13, 1-23:
La verdad del hombre

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Evangelio: Mt 13, 1-23

 

Aquel día salió Jesús de casa y se sentó a la orilla del mar. Se reunió en torno a él una multitud tan grande, que tuvo que subir a sentarse en una barca, mientras toda la multitud permanecía en la playa. Y se puso a hablarles muchas cosas con parábolas:
—Salió el sembrador a sembrar. Y al echar la semilla, parte cayó junto al camino y vinieron los pájaros y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la ahogaron. Otra, en cambio, cayó en buena tierra y comenzó a dar fruto, una parte el ciento, otra el sesenta y otra el treinta. El que tenga oídos, que oiga.
Los discípulos se acercaron a decirle:
—¿Por qué les hablas con parábolas?
Él les respondió:
—A vosotros se os ha concedido el conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no se les ha concedido. Porque al que tiene se le dará y tendrá en abundancia; pero al que no tiene incluso lo que tiene se le quitará. Por eso les hablo con parábolas, porque viendo no ven, y oyendo no oyen ni entienden. Y se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice:
Con el oído oiréis, pero no entenderéis;
con la vista miraréis, pero no veréis.
Porque se ha embotado el corazón
de este pueblo,
han hecho duros sus oídos,
y han cerrado sus ojos;
no sea que vean con los ojos,
y oigan con los oídos,
y entiendan con el corazón y se conviertan,
y yo los sane.
»Bienaventurados, en cambio, vuestros ojos porque ven y vuestros oídos porque oyen. Porque en verdad os digo que muchos profetas y justos ansiaron ver lo que estáis viendo y no lo vieron, y oír lo que estáis oyendo y no lo oyeron.
»Escuchad, pues, vosotros la parábola del sembrador. A todo el que oye la palabra del Reino y no entiende, viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: esto es lo sembrado junto al camino. Lo sembrado sobre terreno pedregoso es el que oye la palabra, y al momento la recibe con alegría; pero no tiene en sí raíz, sino que es inconstante y, al venir una tribulación o persecución por causa de la palabra, enseguida tropieza y cae. Lo sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas ahogan la palabra y queda estéril. Y lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento, o el sesenta, o el treinta.


Mt 13, 1-23: La verdad del hombre

Parece retratarse con esta parábola a la perfección –actual hoy como nunca– la actitud de bastantes en nuestro tiempo. Eso de no captar lo que está ante los propios ojos, porque no se quiere contemplar ni reconocer; de no atender a lo que de continuo se escucha, porque no se quiere aceptar; de no conmoverse por lo que clama al cielo, porque sólo interesa lo propio por mucho que se diga lo contrario, es tan habitual, tan normal llegamos a decir, aunque tan corriente o tan frecuente sería más preciso, que llama poco la atención. Sin embargo, la realidad es indiscutible para cualquiera que la contemple sin prejuicios, para cualquiera que no quiera hacerse el loco.

Las palabras de Isaías en modo alguno han perdido su vigencia con los siglos. Da la impresión de que todavía se nos puede incluir en ese "pueblo" que sin contemplaciones critica el profeta: se ha embotado el corazón de este pueblo, han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos; no sea que vean con los ojos, y oigan con los oídos, y entiendan con el corazón y se conviertan. Porque la presencia de Dios y de la realidad sobrenatural en el mundo es hoy tan clamorosa como lo ha sido siempre; para quien no haya decidido negarla a toda costa, habría que aclarar. Únicamente la tozudez humana –han hecho duros sus oídos, y han cerrado sus ojos–, únicamente un empeño pertinaz por negar a Dios en todo caso, es lo que conduce al agnosticismo de nuestros días.

Es, al fin y al cabo, volver a lo de siempre. Esa obstinación por constituirnos en señores autónomos, sin nadie a quien responder salvo a uno mismo, como si el propio yo fuera la instancia última del bien y del mal, no ha perdido su atractivo desde el primer pecado de hombre, por más que no tenga ni pies ni cabeza. ¿Acaso nos hemos otorgado alguno la existencia y determinado la estructura humana? Más bien parece que cierto día se abrió nuestra inteligencia –nuestros oídos y nuestros ojos– a un mundo predeterminado, para el que no se contó con nosotros en su formación. Luego nos enteramos de tantas cosas, porque éramos personas y no plantas o meros animales, pero tampoco para esto se nos pidió parecer. Nos enteramos de que había que llevar a cabo el bien y evitar el mal, pero en libertad. En libertad, sí, pero no sería indiferente lo que decidiéramos. Como no es indiferente –siguiéndolo la parábola– dejarse seducir por el poder o la riqueza, olvidando al prójimo mientras tanto. No da igual si tomo sin razón de lo que no es mío, si no me ocupo de unos padres mayores, si pierdo la oportunidad de un perfeccionamiento humano o profesional, etc.

Tan sólo haciéndonos los ciegos y los sordos podríamos concluir que poco importa dar fruto o no, que la misma categoría tiene el diligente que el perezoso, el generoso que el egoísta. No obstante pretende imponerse, como criterio de moralidad, que lo correcto es llevar a cabo la propia voluntad, independiente, eso sí, de toda imposición. En absoluto se puede aducir, como condición de conducta recta, el mero no dañar a otros; aunque en un pretendido alarde de generosidad se exija esta condición del buen obrar. Bien evidente resulta que las conductas egoístas y aplaudidas porque son libres, por mucho que quiera ignorarse, desatienden las necesidades de otros hombres, en ocasiones urgentes. Como es bien claro que, perdiendo el tiempo en diversiones desmedidas, se despilfarra riqueza, energía, tiempo de servicio, que sería muy útil para otros menos afortunados. Es triste que tantas veces no queramos contemplar la realidad. Que la fuerza de la costumbre nos lleve como a vivir de espaldas a nosotros mismos: a la verdad total de nosotros mismos.

No se puede dejar de descubrir a un hombre con miedo en el fondo del reconocimiento de esta realidad, incuestionable hoy como en los tiempos del profeta Isaías. Miedo al sufrimiento de la entrega, del olvido de sí; miedo a perder la hegemonía de la propia historia. Pero ese miedo se debe a un engaño, a una mentira también vieja como el mismo pecado: pensar que podemos ser dioses; que la condición de criatura es indigna del hombre, como si todas las desgracias fueran a venirnos como consecuencia de reconocer esa realidad.

Más bien sucede lo contrario y bien claro está en la historia de nuestros días. De continuo registramos la evidencia del dolor individual y colectivo consecuencia del egoísmo humano que se ha dado en llamar liberación, poder hacer lo que quiero porque tengo poder para ello.

La Madre de Dios ha sido y será la más feliz de la estirpe humana. Ojalá nos atrevamos a contemplar su vida y aprender.