XXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 16, 13-20:
El Santo Padre común

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Mt 16, 13-20

 

Cuando llegó Jesús a la región de Cesarea de Filipo, comenzó a preguntarles a sus discípulos:
—¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?
Ellos respondieron:
—Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, y otros que Jeremías o alguno de los profetas.
Él les dijo:
—Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
Respondió Simón Pedro:
—Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.
Jesús le respondió:
—Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que ates sobre la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates sobre la tierra quedará desatado en los cielos.
Entonces ordenó a los discípulos que no dijeran a nadie que él era el Cristo.


El Santo Padre común

La conversación entre Jesús y sus Apóstoles que nos ofrece hoy la Iglesia, Nuestra Madre, nos invita, sin que sea preciso que nos lo pida de modo expreso, a la oración intensa por el Santo Padre. Estas plegarias habituales por el Papa de los buenos cristianos, son además una manifestación exacta del afán apostólico de cada uno. El orden de la caridad nos impulsa a interceder en primer lugar por los más próximos, y nadie tan cercano en el afecto para un hijo de Dios como el Romano Pontífice, que Dios mismo ha querido que sea padre de todos en la tierra, según el orden sobrenatural.

Además, nos entra por los ojos. Sin especiales razonamientos que nos deban convencer, la persona del Papa, quienquiera que sea el Romano Pontífice, es un punto en el que convergen los pensamientos y afectos del Pueblo del Dios. Así, tan naturalmente, se refieren a la cabeza que los conduce cada uno de los miembros de un organismo vivo, y por eso los cristianos queremos al Papa. Escuchamos, más que con interés, con fervor, sus palabras e intentamos aplicarlas a nuestra vida. Queremos saber de su trabajo, de su descanso, de su salud y hasta los detalles de su vida que, sin curiosidad malsana y de modo espontáneo, los hijos normales desean conocer de sus padres, aunque a los extraños les puedan parecer irrelevantes.

Es el padre común para todo lo que se refiere al Reino de los Cielos que nos aguarda. Para este proyecto divino querido por el Creador, el proyecto por antonomasia de cada hombre en el mundo, que justifica nuestra condición de hijos de Dios, contamos con un guía y Pastor infalible. Si le seguimos vamos seguros, aunque tenga que ser entre la casi impenetrable selva de dificultades que ha crecido en la sociedad actual, fruto de la maldad humana. El Papa conoce siempre –asistido por el Espíritu Santo– el camino preciso para llegar hasta la Vida Eterna, aunque exista violencia alrededor, a pesar de tantas desigualdades materiales y sociales, en medio de un ambiente corrupto por el consumismo y por el delirio desenfrenado de sensaciones, pues, sobre todo, el Papa es experto en humanidad y sentido sobrenatural para sus hijos.

El Papa es siempre buen conocedor de las personas porque tiene una visión total del hombre. Para él cada uno somos un candidato para el Cielo. Nos contempla en todo momento desde la óptica de Jesucristo, que vino al mundo sólo por nuestra salvación, que es mucho más que un cierto deseo de conseguirnos la Gloria: dio su vida por los hombres. Así, el Romano Pontífice tiene su vida consagrada en cuerpo y alma, olvidado del todo de su persona, a la plena y definitiva felicidad de los hombres. También por esto nos interesa lo mejor para el Papa: que sea santo. ¡Que responsabilidad la de todos! De su santidad y, por tanto, de nuestra oración por su persona e intenciones, depende en cierta medida la salvación eterna de los hombres. Rezar, pues, por el Papa es rezar por nosotros, viviendo el orden del la caridad.

Tu más grande amor, tu mayor estima, tu más honda veneración, tu obediencia más rendida, tu mayor afecto ha de ser también para el Vice-Cristo en la tierra, para el Papa.
Hemos de pensar los católicos que, después de Dios y de nuestra Madre la Virgen Santísima, en la jerarquía del amor y de la autoridad, viene el Santo Padre.

Así se expresaba san Josemaría y continuaba:

La fidelidad al Romano Pontífice implica una obligación clara y determinada: la de conocer el pensamiento del Papa, manifestado en Encíclicas o en otros documentos, haciendo cuanto esté de nuestra parte para que todos los católicos atiendan al magisterio del Padre Santo, y acomoden a esas enseñanzas su actuación en la vida.

Porque, como afirma el conocido refrán: "obras son amores y no buenas razones". Podemos saber bien, por consiguiente, la calidad de nuestro amor al Papa comprobando si la actuación nuestra se ajusta a lo que nos indica, a lo que nos aconseja, a lo que nos sugiere. Además, ¿rezo concretamente por su persona e intenciones?, ¿ofrezco algún sacrificio, alguna contrariedad, algo que me cuesta por él?

Posiblemente podemos exigirnos un poco más. Pongamos al Papa bajo la protección de la Santísima Virgen, la Madre de todos los cristianos y, de modo singular, de quien hace cabeza en el Pueblo de Dios. El rezo del Santo Rosario, devoción alabada por todos los Romanos Pontífices, ofrecido por el Papa, puede ser un modo espléndido de concretar este amor nuestro.