Fiesta. Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán
Jn 2, 13-22:
Santa intransigencia

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio Jn 2, 13-22

Pronto iba a ser la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Con unas cuerdas hizo un látigo y arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y les dijo a los que vendían palomas:
—Quitad esto de aquí: no hagáis de la casa de mi Padre un mercado.
Recordaron sus discípulos que está escrito: El celo de tu casa me consume.
Entonces los judíos replicaron:
—¿Qué signo nos das para hacer esto?
Jesús respondió:
—Destruid este Templo y en tres días lo levantaré.
Los judíos contestaron:
—¿En cuarenta y seis años ha sido construido este Templo, y tú lo vas a levantar en tres días?
Pero él se refería al Templo de su cuerpo. Cuando resucitó de entre los muertos, recordaron sus discípulos que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había pronunciado Jesús.


Santa intransigencia

Narra san Juan un momento de la vida de Cristo que podemos calificar de fuerte. El Señor se impone por la fuerza. Hace uso en esta ocasión de su poderío físico y de un látigo para que se cumpla la Ley de Dios.
No nos detendremos en disquisiciones sobre el empleo de la violencia en aquella ocasión, o sobre la facultad que tendría el Señor para obrar así. Ya respondió en su momento el propio Cristo a los que se escandalizaron de su actitud y, por otra parte, en este caso como en todos, la disposición nuestra será de aceptación de las palabras y actitudes del Señor, aunque algunas veces no acertemos a comprenderlas.

Como siempre, intentaremos aprender la lección –esta vez de intransigencia– ante unos abusos que se habían hecho habituales y, tal vez por eso, ya no llamaban la atención: es ciertamente un peligro convivir con conductas desviadas del bien y la verdad. Acostumbrarse a esos modos de hacer resulta fácil, de modo especial si son muchos los que así actúan y lo vienen haciendo de mucho tiempo atrás. Se requiere fortaleza y santa intransigencia para no ser otro cómplice más de la conducta torcida. Mi casa será llamada casa de oración, pero vosotros la estáis haciendo una cueva de ladrones, protestó Jesús, según recoge san Mateo, al contemplar el lamentable espectáculo del Templo convertido en un mercado.

También cada uno hemos de permanecer vigilantes con nosotros mismos y con el ambiente en que vivimos, para que no nos parezcan normales, por frecuentes que sean, modos de pensar y de hacer contrarios al querer de Dios. Nos resultará fácil si nos mantenemos en un clima de oración. Ese trato habitual con el Señor, que invade nuestra vida cuando reservamos momentos de la jornada para rezar, hace que no nos acostumbremos al ambiente si no es conforme con la Ley de Dios. Por el contrario, será nuestra vida en Dios la que acabe por conformar el ambiente y la vida de nuestros semejantes.

Pero no olvidemos esta llamativa lección del Señor, este modo de reaccionar violento de quien es la misma mansedumbre y humildad: aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, manifestaba en cierta ocasión. Y es que la mansedumbre, la serenidad, la paciencia y la humildad son compatibles con la recia intransigencia frente a lo que se opone al amor de Dios. Así lo comprendieron los Apóstoles, quizá extrañados en un primer momento, al recordar que estaba profetizado de Él un gran amor por las cosas del Templo: El celo de tu casa me consume.

También nosotros nos comportaremos con la mayor dignidad en la casa de Dios: con naturalidad en los gestos y con toda corrección en nuestras genuflexiones e inclinaciones de cabeza. Así adoramos al Señor en la Eucaristía y saludamos a Cristo, a la Santísima Virgen y a los santos representados en sus imágenes.

Se tratará también de tener con Nuestro Señor detalles de enamorados, presentándonos en la Casa de Dios con el máximo decoro en lo exterior y en lo interior: con esa elegancia externa que procuramos cuando deseamos agradar a quien nos espera y con esa limpieza interior del alma que hace posible la oración sencilla de hijos con su Padre.

No queramos vivir atropelladamente las ceremonias litúrgicas, con prisas quizá porque nos ocupan muchos otros quehaceres. En lugar de estar con el tiempo justo, arriesgándonos a llegar tarde, trataremos de anticiparnos un poco, como hacemos en la vida corriente al acudir a los acontecimientos importantes. Podremos así disponernos con recogimiento, en la presencia de Dios, a recibir los dones abundantes que Nuestro Padre distribuye siempre en los encuentros con sus hijos.

Calladamente, pero con toda su eficacia de Madre, María siempre se encuentra presente en el templo. La Casa de Dios es su propia casa y nos la imaginamos organizando todo, facilitando el encuentro personal de sus hijos con su Hijo. Podemos traerla a nuestra memoria y a nuestro corazón mientras vamos a la iglesia y mientras esperamos que comience la liturgia. Nuestra Madre sabrá disponernos..., y comprenderemos cada vez mejor, que su casa es casa de oración: la Casa de Dios, donde está el mismo Cristo sacramentalmente por nosotros.