III Domingo de Adviento, Ciclo B
Jn 1, 6-8. 19-28: La espera santa del Adviento

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Jn 1, 6-8. 19-28

 

 Hubo un hombre enviado por Dios,
que se llamaba Juan.
Éste vino como testigo,
para dar testimonio de la luz,
para que por él todos creyeran.
No era él la luz,
sino el que debía dar testimonio de la luz.
Éste es el testimonio de Juan, cuando desde Jerusalén los judíos le enviaron sacerdotes y levitas para que le preguntaran: «¿Tú quién eres?». Entonces él confesó la verdad y no la negó, y declaró:
—Yo no soy el Cristo.
Y le preguntaron:
—¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?
Y dijo:
—No lo soy.
—¿Eres tú el Profeta?
—No —respondió.
Por último le dijeron:
—¿Quién eres, para que demos una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?
Contestó:
—Yo soy la voz del que clama en el desierto:
«Haced recto el camino del Señor»,
como dijo el profeta Isaías.
Los enviados eran de los fariseos. Le preguntaron:
—¿Pues por qué bautizas si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el Profeta?
Juan les respondió:
—Yo bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis. Él es el que viene después de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de la sandalia.
Esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando.


La espera santa del Adviento

Venimos preparándonos desde hace ya dos semanas a otra nueva conmemoración del nacimiento de nuestro Dios. No queremos que sean éstas unas fiestas, que también aguardamos, tan sólo vacacionales. Queremos que sean unas fiestas, sí, pero fiestas cristianas. Deseamos festejar, por todo lo alto, que Nuestro Señor y Creador del mundo ha nacido para nuestra Salvación. ¡Que no nos acostumbremos a esta espera ni nos cansemos de ella! ¿Estoy notado en estos días una clara inquietud especial en mi espíritu? Claro, que no se trata de perder la paz, sin embargo, es muy conveniente que haya manifestaciones interiores –por la oración– y hasta exteriores en nuestra vida, porque estamos en el Adviento: aguardamos otro renacimiento de Dios en cada uno.

El fundador del Opus Dei contemplaba ilusionado este tiempo litúrgico con su especial exigencia: Ha llegado el Adviento. ¡Qué buen tiempo para remozar el deseo, la añoranza, las ansias sinceras por la venida de Cristo!, ¡por su venida cotidiana a tu alma en la Eucaristía! —"Ecce veniet!" —¡que está al llegar!, nos anima la Iglesia. Un buen modo, en efecto, de vivir el Adviento es cuidar mejor la Comunión eucarística.

No es posible esperar como es debido a Dios de cualquier modo. Como en su primera venida, al comienzo de nuestra era, se oyen voces. «Haced recto el camino del Señor», escuchaban las gentes de la boca del Bautista. Sin duda, es lo primero: una personal disposición, por inconcreta que sea, de querer agradar a Dios con la vida que llevamos. ¿Quién no lo desea?, podríamos pensar. Quien más quien menos quiere estar a bien con Dios. Claro..., que esto no es suficiente. No basta una disposición tan genérica e indeterminada y, por ello, tan poco eficaz. Algo así difícilmente puede impulsar a rectificar el camino, es decir, a cambiar actitudes y conductas nuestras que, con el Evangelio en la mano, desdicen de un hijo de Dios.

Para esa mejora, que en alguna medida todos debemos procurar, hemos de prestar atención al Santo Padre. Es y será siempre el Bautista para los cristianos: la voz del que clama en el desierto. La voz que hemos de atender, atentamente, dedicando un tiempo a esa escucha, a esa lectura de lo que cada semana, y en otros momentos por cualquier circunstancia, declara para los hijos de la Iglesia. No pocas veces sentimos la conciencia intranquila, por la sospecha –fundada– de que no hacemos bastante: ¿cómo concretar e impulsar mejor mi vida cristiana? El Papa nos aconseja de continuo pautas precisas para las circunstancias de cada tiempo. No es difícil, a partir le esas sugerencias, personalizar. Habremos de dedicar luego un tiempo, por poco que sea, a la reflexión, a la medicación, al examen de nuestra conciencia y a puntualizar propósitos en la presencia del Señor, que siempre nos ve y nos escucha.

El propósito, bien puntualizado, es la manifestación más evidente –en este caso– de efectiva preparación a la venida de Dios a nuestra vida. Notaremos que nos cuesta, pero no debe ser eso una razón que nos retraiga. Quien nos amó primero y quiso vivir como hombre entre los hombres, nunca nos abandona en el momento difícil que intuimos por nuestra debilidad. Al contrario, después de la decisión por agradarle más, Él mismo nos inunda con su Gracia. Contemplamos, entonces, la espera, el esfuerzo por llevar a cabo nuestros propósitos y todo lo costoso que conlleva la coherencia con el fe, como una gozosa y fascinante aventura. Los éxitos y los fracasos, el dolor y el gozo, los adelantos y lo que parece marcha atras en el camino por la santidad, se suceden; y se suceden también los frutos de amor a Dios y de apostolado. Al final, casi sólo se recuerdan los frutos, y una inmensa gratitud brota el corazón, con renovados propósitos de fidelidad.

La piedad sencilla de san Josemaría se manifiesta espontánea en la meditación de lo que estas fechas suponen para el cristiano: Navidad. Me escribes: “al hilo de la espera santa de María y de José, yo también espero, con impaciencia, al Niño. ¡Qué contento me pondré en Belén!: presiento que romperé en una alegría sin límite. ¡Ah!: y, con Él, quiero también nacer de nuevo...”
—¡Ojalá sea verdad este querer tuyo!

Especialmente gozosa se hace la espera, sabiéndonos acompañados de Santa María. A Ella encomentamos la Navidad de todo el pueblo fiel, y la de cuantos aún no conocen la alegría de los hijos de Dios.