XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Mt 25, 1-13: No perder la presencia de Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org  

 

Evangelio: Mt 25, 1-13

Entonces el Reino de los Cielos será como diez vírgenes, que tomaron sus lámparas y salieron a recibir al esposo. Cinco de ellas eran necias y cinco prudentes; pero las necias, al tomar sus lámparas, no llevaron consigo aceite; las prudentes, en cambio, junto con las lámparas llevaron aceite en sus alcuzas. Como tardaba en venir el esposo, les entró sueño a todas y se durmieron. A medianoche se oyó una voz: «¡Ya está aquí el esposo! ¡Salid a su encuentro!» Entonces se levantaron todas aquellas vírgenes y aderezaron sus lámparas. Y las necias les dijeron a las prudentes: «Dadnos aceite del vuestro porque nuestras lámparas se apagan». Pero las prudentes les respondieron: «Mejor es que vayáis a quienes lo venden y compréis, no sea que no alcance para vosotras y nosotras». Mientras fueron a comprarlo vino el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta. Luego llegaron las otras vírgenes diciendo: «¡Señor, señor, ábrenos!» Pero él les respondió: «En verdad os digo que no os conozco». Por eso: velad, porque no sabéis el día ni la hora. 

No perder la presencia de Dios 

Seguramente nos era a todos de sobra conocida esta parábola tan luminosa del Señor. Palabras muy comentadas, puesto que podemos extraer de ellas importantes consecuencias prácticas para nuestra vida. Convendrá, por eso, que las consideremos otra vez en nuestra oración personal, sin prisas y quizá con el solo evangelio como ayuda, encomendándonos al Paráclio, pues salta a la vista la divina enseñanza. Captaremos así nuevamente, pero con más luz, su contenido. 

Ahora nos fijarnos tan sólo en la última de las frases: en la conclusión y en el resumen de esta enseñanza de nuestro Maestro: Vigilad, pues, porque no sabéis el día ni la hora, termina diciendo Jesús a los que le escuchan. Una enseñanza muy sabida  por todos --podríamos pensar--, pero poco eficaz, sin embargo, para muchos. Conscientes, como somos, de que hoy mismo podríamos ser llamados por Dios, nos domina, no pocas veces, pensar que es poco probable y, por el momento, nos permitimos olvidarnos de Dios y vivir de espaldas a lo único que da sentido la vida del hombre. 

Vivir hacia Dios, porque somos sus hijos muy amados, colma de dignidad nuestra existencia, nos da la mayor categoría que existe en este mundo. De ahí que suponga una pérdida sin igual oponerse a Dios o simplemente no actualizar de algún modo la tendencia a lo divino. Las vírgenes necias de la parábola incurren en este defecto. Son como esas personas que, al confundir su felicidad particular --una tranquilidad que podríamos llamar privada o, a su modo-- con el verdadero ideal de Dios y en Dios para ellos, pretenden una paz a base de ocuparse en sus intereses, o en sus caprichos, dejando de lado, a sabiendas, el querer de Dios. Dicen ser leales a Dios --se sienten cristianos-- y, en su contradicción, se desentienden de Él en el día a día de modo consciente, y lo saben.  

Unicamente preocupados de sí mismos, por la felicidad del momento y no por Dios, ponen su interés en ese instante inmediato de gozo privado, de autosatisfacción. Los demás momentos que es necesario esperar, en una espera activa --no inerte, no solamente soportando, como si nada hubiera que hacer salvo estar allí-- carecerían de interés, porque no repercuten en inmediato deleite. No interesa tanto amar como gozar. Un gozo que puede, desde luego, impulsar al esfuerzo, animar al empeño en una espera paciente, pero considerados en sí mismos sin sentido, y que se soportan únicamente por ser condición inevitable para una satisfacción personal que compensa en el conjunto.  

Por eso, el momento de la recompensa, ese instante final del premio prometido, se ve lleno de incertidumbre, y se tiene en la impresión de vivir en una especie de vacío, entre ahora y el instante valioso, el definitivo, el únicamente interesante --el del propio gozo--, que es el último de la vida. Es lógico que falte entonces la decisión de esperar activamente, con interés mientras se aguarda. Precisamente esto es lo que caracteriza a la espera activa de quien espera con sentido, movido a esperar por el interés de la espera misma. El amor es lo propio de quien quiere esperar. 

La alegría plena y definitiva es una perfecta comunión de amor que Dios nos ha prometido con El. Como todo amor, reclama una donación mutua. Y ya que hemos recibido de Dios cuanto somos y tenemos, y concretamente la sin igual capacidad de conocerle y amarle, es necesario dirigir nuestra inteligencia y voluntad hacia Él, si queremos amarle como debemos. Si no, necesariamente acabamos empleando esos talentos o capacidades que nos configuran como personas --inteligencia y voluntad-- en favor nuestro. No cumplen, entonces, su fin, pues pretendemos lograr con ellos una paz, fruto del egoismo, que solamente existe en nuestra imaginación.  

Sólo Dios, eterno, que no vive en el tiempo, conoce actualmente cuando será ese último día en el que debemos estar preparados necesariamente para nuestra salvación. Es posible, que si conociéramos que ese día, estaríamos, mientras tanto, dejándonos llevar por pensamientos egoístas y, por ello, empequeñeciendo más y más nuestra categoría personal, al no pensar en Dios. Posiblemente, sí, satisfechos de ilusiones terrenas, de compensaciones materiales, que, además, contribuyen a no echar en falta la paz y la alegría que sólo Dios concede. Por el contrario, quien a Dios tiene, nada le falta, sólo Dios basta, concluye santa Teresa de Ávila. 

No es suficiente sólo unas buenas disposiciones iniciales. Como las vírgenes necias, bastantes son muy conscientes de que un momento de su vida será el último: ese instante final con un premio o un castigo de Dios. Pero, como aquellas vírgenes fracasadas, no quieren pensar, sin embargo, que uno cualquiera de sus días, sin ellos saberlo y por más que no quieran, puede ser el último: sólo Dios es realmente libre y sabio en sentido absoluto. También, pues, por simple prudencia, por elemental sentido común, debemos concluir cada jornada tranquilos, dispuestos a recibir a nuestro Dios.  

Así, cada nuevo día se presenta como otra oportunidad más para el amor. Entonces la espera es crecimiento en el amor. Así discurrió la existencia de Nuestra Señora. A Ella nos encomendamos para que nos haga descubrir las ocasiones de agradar a Dios que aparecen de continuo en nuestras jornadas.