V Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Mc 1, 29-39: Verdadera caridad

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org  

 

Evangelio: Mc 1, 29-39

 En cuanto salieron de la sinagoga, fueron a la casa de Simón y de Andrés, con Santiago y Juan. La suegra de Simón estaba acostada con fiebre, y enseguida le hablaron de ella. Se acercó, la tomó de la mano y la levantó; le desapareció la fiebre y ella se puso a servirles.
Al atardecer, cuando se había puesto el sol, comenzaron a llevarle a todos los enfermos y a los endemoniados. Y toda la ciudad se agolpaba en la puerta. Y curó a muchos que padecían diversas enfermedades y expulsó a muchos demonios, y no les permitía hablar porque sabían quién era.
De madrugada, todavía muy oscuro, se levantó, salió y se fue a un lugar solitario, y allí hacía oración. Salió a buscarle Simón y los que estaban con él, y cuando lo encontraron le dijeron:
—Todos te buscan.
Y les dijo:
—Vámonos a otra parte, a las aldeas vecinas, para que predique también allí, porque para esto he venido.
Y pasó por toda Galilea predicando en sus sinagogas y expulsando a los demonios.


Mc 1, 29-39: Verdadera caridad

Aparte del hecho milagroso que contemplamos de la curación de la suegra de Pedro y los otros milagros que obró el Señor aquel día, en estos pocos versículos de san Marcos notamos también el amor de Jesús por todos. Un amor verdadero –no únicamente hecho de sentimientos– que le lleva a procurar eficazmente el bien de cuantos le rodean; incluso a organizar su actividad para llegar a muchos otros que no le hubieran conocido si Jesús no se les hubiera acercado.

Como siempre, nos situamos mentalmente junto al Señor y sus discípulos con el deseo de asimilar sus divinas palabras, de aprender cada enseñanza suya, pues tenemos claro que vino y se prodigó generosamente para nuestro bien. Queremos, así, incorporar a la vida nuestra los modos de Jesús, esas conductas que de Él habían aprendido los suyos. Y el Evangelio será entonces una realidad viva en nosotros. La enseñanza redentora del Hijo de Dios encarnado estará presente en nuestras vidas, y hasta que llegaremos a ser, como diría san Pablo, otros Cristos.

¿Es el trato con los demás ocasión que aprovecho para procurar su bien expresamente? Porque quizá nos quedamos a veces en una relación con nuestros parientes, amigos y conocidos, demasiado fría, técnica, oficial; correcta, sí, pero sin amor; y, en el fondo, a veces indiferente, porque nos interesa poco más que mantener una pacífica convivencia (cuando no lo que obtendremos de ellos), más que ellos mismos. No nos imaginamos, en cambio, a Jesús buscando algo para sí en el trato con la gente, con sus amigos, con sus discípulos, o sólo con la pobre preocupación de que no haya problemas. La suegra de Pedro estaba enferma y, nada más saberlo, acercándose, la tomó de la mano y la levantó. Era su actitud ordinaria. Y después le dieron las “tantas” atendiendo a muchos más. El bien del otro –lo que más nos puede enriquecer, aunque no lo parezca– es lo que interesa Jesús.

Que queramos primeramente lo mejor para cuantos nos rodean, imitando así la conducta habitual de Cristo. Así se ama con obras, de verdad. Será imprescindible para ello imitarle antes que nada en su oración perseverante. La invocación a su Padre celestial llena la vida de Cristo, antecede y sigue a cada una de sus acciones, que, en sí mismas, también son una oración a Dios llena de eficacia en favor nuestro. Sólo en la intimidad de ese coloquio sincero se entiende que nuestro Creador y Padre cuenta con cada uno para difundir su Amor.

Quiere nuestro Dios que, siguiendo los pasos de su divino Hijo, propaguemos su amor, procurando lo mejor para el resto de los hombres, sus hijos. Y en esa misma intimidad de la oración, que colma de bien como del más precioso tesoro a la persona, encontramos el optimismo, un apasionado por todos, la fuerza para poder, la paz. También en la oración nos sentimos exigidos, nos vemos responsables ante tanto bien por hacer, notamos la maldad de cada pecado nuestro, de cada falta de amor a Él en el mundo. Y nos duele. Es el dolor de amor. Dolor que es –o, en todo caso, acaba siendo– optimista, lleno de paz, como la oración misma.

Es en la oración precisamente donde se siente –como una lamentable carencia que compromete la propia conducta– la falta de ideales grandes, sobrenaturales, de tantos que, tal vez muy cerca de nosotros, van y vienen ignorantes de lo que se pierden por no tratar a Cristo, por no vivir con Él. Es parte del dolor de amor propio de la oración. Además de dolernos por ver a Dios olvidado y ofendido, nos pesan cada vez más las almas. Así se expresaba san Josemaría:

¡Qué compasión te inspiran!... Querrías gritarles que están perdiendo el tiempo... ¿Por qué son tan ciegos, y no perciben lo que tú –miserable– has visto? ¿Por qué no han de preferir lo mejor?
—Reza, mortifícate, y luego –¡tienes obligación!– despiértales uno a uno, explicándoles –también uno a uno– que, lo mismo que tú, pueden encontrar un camino divino, sin abandonar el lugar que ocupan en la sociedad.

Esa compasión, esos deseos de gritar al mundo y los propósitos de mortificación y acción en favor de cada uno, los pone Dios en el corazón de los que rezan de verdad, junto al deseo ardiente de extender el Evangelio como Cristo: Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que ya arda?, exclamaba Jesús, ante la tarea apostólica aún por realizar.

La Madre de Dios y Madre nuestra nos colmará de la urgencia por ser buenos hijos, dignos hermanos de Jesús.