VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
Mc 1, 40-45: Hacer y desaparecerAutor: Padre Luis de Moya
Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org
Evangelio: Mc 1, 40-45
Y vino hacia él un leproso que, rogándole de rodillas, le decía:
—Si quieres, puedes limpiarme.
Y, compadecido, extendió la mano, le tocó y le dijo:
—Quiero, queda limpio.
Y al instante desapareció de él la lepra y quedó limpio. Enseguida le conminó y le despidió. Le dijo:
—Mira, no digas nada a nadie; pero anda, preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés por tu curación, para que les sirva de testimonio.
Sin embargo, en cuanto se fue, comenzó a proclamar y a divulgar la noticia, hasta el punto de que ya no podía entrar abiertamente en ninguna ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios. Pero acudían a él de todas partes.
Hacer y desaparecer
Podemos meditar hoy en este rasgo tan constante de la conducta de Jesús, que le llevaba a ocultarse de la gente después de los grandes milagros. En esta ocasión a Jesús sólo le interesa, una vez que ha sanado al leproso, que el curado de lepra cumpla con lo prescrito en la ley, para que pueda ser admitido de nuevo en la vida civil. El Señor busca con ese consejo –preséntate al sacerdote y lleva la ofrenda que ordenó Moisés por tu curación, para que les sirva de testimonio– el restablecimiento social de quien había sido un proscrito, quizá durante años. Remata, por así decir, su buena acción en favor de aquel hombre, devolviéndole no sólo la salud corporal sino también su condición de ciudadano normal. La lepra que, como es sabido, se consideraba entonces una maldición, obligaba a quien la padecía a vivir aislado, fuera del pueblo, y a hacer ostensible su desgracia. Se hacía necesaria, por consiguiente, una rehabilitación social pública en caso de curación. De ahí la obligación de presentarse al sacerdote y ofrecer un sacrificio.
¡Cuántas veces los hombres actuamos bien, pero tenemos demasiado en cuenta que otros nos ven! Hasta, no pocas veces, hemos de reconocer que actuaríamos de modo diverso si nuestra conducta pasara inadvertida. Es inevitable que nos contemplen, al vivir ordinariamente entre nuestros iguales; no pocas veces, además, convendrá que nuestras obras sirvan de ejemplo, y hasta es posible que tengamos la obligación de enseñar, cuando no la de no escandalizar. Sin embargo, tal vez, más de una vez, quitamos rectitud a nuestra caridad por pretender también algo personal, humano, para nosotros.
Jesús enseña a todos la obligación de ser luz. El resplandor de nuestra vida cuajada en buenas obras debe ser estímulo para otros; y antes reflejo admirable de la bondad de Dios: Alumbre así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos, nos anima el Señor. Y para que nos quede muy claro el daño que podemos hacer por nuestra mala vida, los evangelios nos transmiten estas palabras del Señor, quizá las más duras e intransigentes: Pero al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen al cuello una piedra de molino, de las que mueve un asno, y lo arrojasen al fondo del mar. Hemos de vigilar –cara a los demás– por la rectitud de nuestra conducta. Los que nos rodean, de modo particular los que nos son más próximos por parentesco, por amistad, o si, por alguna razón, les debemos buen ejemplo, deben ser un estímulo de exigencia. Un estímulo positivo de buena conducta con el que cuenta Dios, y que el mismo Jesucristo alienta; así como reprueba enérgicamente el mal ejemplo.
No está el mal, evidentemente, en buscar la perfección, como tampoco en que otros admiren esas buenas obras; ni siquiera en intentar ser un buen ejemplo. El mal estaría en buscar una gloria humana por haber ejercitado unos talentos que nos ha concedido Dios para cumplir su voluntad y para su gloria. Es por Él por quien tenemos obligación de esmerarnos, buscando la perfección en cada detalle de nuestro quehacer. Sólo Dios reclama y merece todo nuestro esfuerzo, nuestro cuidado, nuestro primor, todo nuestro entusiasmo y nuestra energía, todo el interés nuestro por acabar a la perfección lo que tenemos entre manos. Los demás también, pero ordenadamente: de modo, por así decir, secundario; es razonable que nos admiren por el resplandor de nuestras buenas obras, y que adivinen las cualidades –dones de Dios son–, quizá excepcionales, que hemos ejercitado. Por nuestra parte, intentaremos vigilar, para no incurrir en la injusticia de recibir una gloria que nada más pertenece a Dios.
Por una parte, es necesario que quede claro –que se sepa–, que si intentamos actuar con tanta perfección es, ante todo, por agradar a Dios; aunque deseemos también ayudar a otros en nuestra actuación y con nuestro ejemplo. Además, como notamos fácilmente el halago de la gente o podría condicionarnos el miedo a las críticas, será necesario que, casi de continuo, nos ejercitemos en rectificar la intención. "Señor, esto por ti", le diremos; sin querer acoger la complacencia que tal vez se nos insinúa al ver que hemos actuado bien. Somos unos siervos inútiles, sólo hicimos lo que debíamos hacer, diremos en nuestros adentros, siguiendo el consejo del Señor. Y mientras, le daremos gracias porque es siempre con su ayuda como somos capaces de superar la permanente tendencia al mal que nos oprime, consecuencia del pecado original.
Bueno es que descubramos las faltas de rectitud de intención que, casi sin querer, cometemos a diario. Nos podemos dar cuenta de que nos movía la vanidad, el qué dirán: si nos sentimos superiores porque tuvimos éxito o muy desgraciados por nuestros notorios errores; si actuamos excesivamente movidos por el gusto o si no fuimos capaces de descubrir la voluntad de Dios, quizá por comodidad, en lo que nos suponía más esfuerzo. Es bueno, entonces, que sepamos pedir perdón al Señor, y que le pidamos su luz para, en lo sucesivo, no caer en esos engaños o, al menos, rectificar con más prontitud, cuando nos hayamos movido sin buscar amarle.
Santa María, esclava del Señor, vive siempre atenta a lo que de Ella espera Dios en todos sus instantes. Pidámosle esa delicadeza de conciencia.