Domingo de Ramos en la Pasión del Señor, Ciclo B
Mc 11, 1-10: Docilidad a la GraciaAutor: Padre Luis de Moya
Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org
Evangelio: Mc 11, 1-10
Al acercarse a Jerusalén, a Betfagé y Betania, junto al
Monte de los Olivos, envió a dos de sus discípulos y les dijo:
—Id a la aldea que tenéis enfrente y nada más entrar en ella encontraréis un
borrico atado, en el que todavía no ha montado nadie; desatadlo y traedlo. Y si
alguien os dice: «¿Por qué hacéis eso?», respondedle: «El Señor lo necesita y
enseguida lo devolverá aquí».
Se marcharon y encontraron un borrico atado junto a una puerta, fuera, en un
cruce de caminos, y lo desataron. Algunos de los que estaban allí les decían:
—¿Qué hacéis desatando el borrico?
Ellos les respondieron como Jesús les había dicho, y se lo permitieron. Entonces
llevaron el borrico a Jesús, echaron encima sus mantos, y se montó sobre él.
Muchos extendieron sus mantos en el camino, otros el ramaje que cortaban de los
campos. Los que iban delante y los que seguían detrás gritaban:
—¡Hosanna!
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
¡Bendito el Reino que viene,
el de nuestro padre David!
¡Hosanna en las alturas!
Docilidad a la Gracia
Nos ofrece la Iglesia en el Domingo de Ramos, para que los recordemos y
meditemos una vez más, los acontecimientos de la vida de Nuestro Señor que
culminan su obra redentora en la tierra. Y convendrá que, no sólo hoy, sino
también los próximos días de la Semana Santa, meditemos pausadamente en esas
escenas de la Pasión que, de un modo tan claro, nos muestran el amor de Dios por
el hombre y la maldad del pecado.
Pero hoy, siguiendo los pasos a de Jesús y acompañados de los apóstoles y de
tantos que le vitorearon aquel día, recordamos contentos la aclamación que
recibió Jesús. Nos interesa mucho evocar aquella circunstancia, relativamente
frecuente en su vida, aunque no faltaran también a menudo los momentos en que
sufrió la incomprensión, la crítica inconsiderada y hasta la violencia de la
gente. Las más de las veces, en todo caso, el pueblo sencillo reunido reconoce
la bondad de Jesús, se muestran agradecidos y, de un modo natural, expresan sus
sentimientos aclamándole.
¡Bendito el que viene en nombre del Señor!, dice con toda razón la gente. Viene
en el nombre de Dios y está ahí. Está por ellos, para ellos, a favor de ellos,
como está ahora junto a nosotros aunque no le vean nuestros ojos. Aquellas
gentes son para nosotros un permanente ejemplo, un recordatorio de que, teniendo
a nuestro Dios tan cerca, es de justicia que nos sintamos felices. La cercanía
del Señor reclama de sus hijos que demos testimonio de alegría, de optimismo, de
seguridad, de paz. Es necesario que los demás nos noten sin temores a pesar del
dolor y las contrariedades, a pesar de las dificultades habituales o incluso
extraordinarias de nuestra vida.
El estado de ánimo de un cristiano, por ser hijo de Dios, contrastará
necesariamente con el de los hombres que no tienen fe o no la practican. Por
tanto, si alguna vez nos sentimos tristes, reaccionaremos con prontitud: un
pensamiento sobrenatural, y ¡arriba ese corazón! Jamás tenemos derecho a estar
tristes. Nunca llevamos razón: por muchos aspectos negativos que nos sintamos
forzados a contemplar, por grande que sea el sufrimiento, siempre será más
cierto y más objetivo, que Dios nuestro Señor nos contempla con cariño paternal,
aunque no sepamos reconocerlo. Tal vez –cuando por alguna circunstancia especial
nos pese más la tristeza– sea entonces el momento de reaccionar y, estimulados
quizá por ese sinsabor, abriremos los ojos del alma, hasta reconocer que el
Señor pasa triunfante ante nosotros y para nosotros como siempre.
De continuo es una buena ocasión para la alegría. Aunque en nuestra vida haya
penas, no deben ser jamás tan profundas como para introducirnos en una absoluta
tristeza. Seríamos injustos por no darle importancia a que Dios está junto a
nosotros de continuo: siempre junto a nosotros y a nuestro favor. El Domingo de
Ramos, día de alegría también en la liturgia, puede y debe ser, en este sentido,
una jornada de siempre, habitual para cada uno: vivir es un permanente Domingo
de Ramos. Pero, antes de las alabanzas, nos cuenta San Marcos un suceso muy
interesante porque de algún modo hizo posible la entrada triunfal de Jesús en
Jerusalén. Jesús encomienda a dos de sus discípulos una pequeña tarea. Deben
realizar un misterioso encargo, consistente en traerle un borrico joven –en el
que nadie había montado todavía– para que, a la usanza de los grandes personajes
de Israel, pudiera recibir adecuadamente la aclamación del pueblo.
No sabemos quiénes fueron los dos discípulos que trajeron el borrico. Sabemos,
en cambio, que Jesús confió en ellos y que tuvieron fe en Jesús: no pensaron en
dificultades, a pesar de lo audaz y atrevido que pudiera parecer el encargo,
sino que hicieron exactamente como Jesús les había indicado. Tal vez, a esas
alturas de la vida pública del maestro y después de tantos días en su compañía,
ya se habían habituado a obedecerle y a experimentar la eficacia de esa
obediencia: no se les ocurría pensar que los acontecimientos fueran a
desarrollarse de modo distinto a como había predicho Jesús. Lo importante, en
todo caso, era hacer su voluntad, porque era la voluntad de Jesús.
De continuo descubrimos lo que Dios espera de nosotros en las más corrientes
circunstancias de nuestra jornada. Si lo pensamos con cierto detenimiento,
podremos reconocer que esos modos de actuar que agradan a Dios, vienen a ser
encargos que Él nos hace: nos espera de mil modos diversos, como a aquellos dos
discípulos que le trajeron el asno. Como esperó y encontró siempre
correspondencia en Santa María.