XV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 6, 7-13:
Todos apóstoles  

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org  

 

Evangelio

San Marcos 6, 7-13

Y llamó a los doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles potestad sobre los espíritus impuros. Y les mandó que no llevasen nada para el camino, ni pan, ni alforja, ni dinero en la bolsa, sino solamente un bastón; y que fueran calzados con sandalias y que no llevaran dos túnicas. Y les decía:
—Si entráis en una casa, quedaos allí hasta que salgáis de aquel lugar. Y si en algún sitio no os acogen ni os escuchan, al salir de allí sacudíos el polvo de los pies en testimonio contra ellos.
Se marcharon y predicaron que se convirtieran. Y expulsaban muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.


Todos apóstoles

Dios, nuestro Salvador, quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, declara el apóstol san Pablo en la primera carta a su discípulo Timoteo. Y observamos, en estos versículos de san Marcos que para hoy nos ofrece la Iglesia, ese deseo salvador divino, en la actitud y palabras de Jesús con sus discípulos. Pues, no solamente Él, en persona, difundió el Evangelio de salvación. Hizo más, una vez aleccionados oportunamente sus discípulos, los envía por las distintas ciudades, pertrechados de poderes sobrenaturales, para que también ellos pudieran atestiguar, con prodigios, la autoridad de la doctrina que, de su parte, predicaban.

Parece que Jesús quiere dejar claro, a aquellos a quienes había constituido mensajeros de su palabra, que no llevarían a cabo la misión que les encomendaba por sí mismos: con sus fuerzas humanas personales ni gracias a sus talentos, sino gracias al auxilio divino. Nada para el camino, ni pan, ni alforja, ni dinero en la bolsa, sino solamente un bastón; y que fueran calzados con sandalias y que no llevaran dos túnicas. Hasta llevar un bastón nos resulta aleccionador. Pues, no siendo necesario cargar con provisiones, pues, cada día tiene su propio afán, y Dios, que se ocupa de los lirios del campo, cómo no se cuidará de sus enviados; sí parece, sin embargo, necesario lo imprescindible para el caminante: el bastón y las sandalias, en aquella época.

Pero, una vez con lo necesario para transmitir las enseñanzas de Jesús, el apóstol no necesita nada más. Únicamente el sustento y cobijo cotidianos para seguir cada día con su misión. Es más, toda su actividad va finalmente encaminada al fin exclusivo de la difusión del Evangelio, es decir, procurar que otros encarnen con sus vidas el ideal que Cristo vino a traer al mundo: nuestra existencia como hijos de Dios.

La vida de todo cristiano, cualquiera que sea su estado, su condición social, lo mismo sanos que enfermos, es, por vocación, una vida apostólica. Os he os he elegido, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. Así se expresa Jesús, en palabras que nos transmite, en este caso, san Juan. Queramos sentirnos activamente comprometidos, protagonistas –todos– excepcionales de esa elección. Las ocupaciones familiares, profesionales, sociales de todo tipo, la diversión y el descanso de una persona normal, no son un obstáculo. Más bien, al contrario, esas circunstancias, mientras, de suyo, no sean ofensivas a Dios, pueden y deben ser el medio oportuno, el ambiente más natural de encuentro con las almas destinadas a la vida eterna en Jesucristo.

La santidad está al alcance de cualquiera, que no se ocupe en una actividad de pecado, aunque nunca se lo haya planteado por el momento. No es necesario llevar a cabo cambios profundos en la organización de la vida. Las mismas ocupaciones corrientes de todos los días pueden y deben ser santas; y éste es, sencillamente, el mensaje que todo cristiano corriente debe difundir en su entorno familiar, profesional, social de todo tipo. Vivir como hijos de Dios, orientados hacia la Eternidad Bienaventurada, debe ser cosa de todos. ¡Alegraos siempre en el Señor!, os lo digo de nuevo: ¡alegraos!, animaba el Apóstol a sus filipenses. Nuestra vida puede y debe ser en todo caso de alegría contagiosa, también cuando en ella hay contrariedades, que no faltan en ningún humano. Porque el optimismo alegre de ser hijos de Dios es bálsamo que suaviza todo dolor, tónico que fortalece cualquier debilidad, vino generoso que deleita en el quehacer cotidiano. Así es la bondad de Dios, que no abandona a sus enviados.

La tarea del apóstol es grandiosa, fascinante. Reclama, sin duda, lo mejor de cada uno, para que, con la gracia divina sea máximamente eficaz. Has de prestar Amor de Dios y celo por las almas a otros –afirma san Josemaría–, para que éstos a su vez enciendan a muchos más que están en un tercer plano, y cada uno de los últimos a sus compañeros de profesión.
¡Cuántas calorías espirituales necesitas! —Y ¡qué responsabilidad tan grande si te enfrías!, y —no lo quiero pensar— ¡qué crimen tan horroroso si dieras mal ejemplo!

Los discípulos, enviados por Jesús hace veinte siglos, se exigieron a sí mismos con fortaleza. Así se espera también de nosotros en ese tiempo, para la extensión del Reino de Dios y gloria de su Iglesia. La disposición para el sacrificio, y no querer tener otro objetivo en la vida que el apostólico, se hacen asimismo hoy tan necesarios como entonces. Como entonces a aquellos primeros, el amor a Dios nos mueve también a nosotros en ese tiempo, si no ponemos obstáculos, y mueve asimismo a quienes tratamos. La oración de contemplación es, por ello, nuestro motor y nuestro camino; motor y camino también para nuestros familiares, amigos y conocidos, que llegarán a entusiasmarse con ese Dios que es compasivo y misericordioso, y guarda en Sí para sus hijos fieles tantas delicias de su Amor.

Bienaventurada porque has creído, le dijo Isabel; y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador, confirma María. Para que aprendamos que todo el sacrificio posible, si es para Dios, se hace alegría en nuestro corazón.