XVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 6,30-34:
El orden en el amor

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org  

 

Evangelio

San Marcos 6, 30-34

Reunidos los apóstoles con Jesús, le explicaron todo lo que habían hecho y enseñado. Y les dice:
—Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco.
Porque eran muchos los que iban y venían, y ni siquiera tenían tiempo para comer.
Y se marcharon en la barca a un lugar apartado ellos solos.
Pero los vieron marchar, y muchos los reconocieron. Y desde todas las ciudades, salieron deprisa hacia allí por tierra y llegaron antes que ellos. Al desembarcar vio una gran multitud y se llenó de compasión por ella, porque estaban como ovejas que no tienen pastor, y se puso a enseñarles muchas cosas.

El orden en el amor


Como ovejas que no tienen pastor, señala el evangelista en el pasaje que la Iglesia ofrece a nuestra consideración para este domingo. Alude así al estado de desvalimiento de aquellas gentes. Jesús se compadece. Podría muy bien haber pensado ante todo en otros más capaces, con menos dificultades, con más medios y capacidad de influir, pero no. De hecho, Jesús se fijó en los más necesitados y desvalidos y se entregó en persona a ellos. Es lo normal, para un alma que ama, salir al paso primero del dolor, la indigencia y el mal que se pueden remediar en los que están más próximos. Si nos interesan todas las almas –un mar sin orillas es nuestro apostolado, afirmaba san Josemaría–, no podremos ser consecuentes con esta convicción dejando sufrir o en cualquier tipo de desgracia a quienes tratamos mañana y tarde.

Aunque todos conocemos ambientes, tal vez distantes, en los que abunda el dolor y que sería necesaria una enorme cantidad de solidaridad para comenzar a poner remedio a esas situaciones, muchas veces ignoradas que nos han sobrecogido al conocerlas, también muy cerca de nosotros las personas sufren. Lo sabemos, pero parece que tuviéramos que poner un singular esfuerzo para reconocerlo en concreto y, más aún, para sentir alguna conmoción que sea efectiva. Los que son víctima de la ignorancia y sus consecuencias –posiblemente la peor de las pobrezas–; los marginados por las cambiantes injusticias –dependiendo de lugares y momentos–; los que han padecido el infortunio de un destino humanamente adverso sin culpa propia, por ruina, enfermedad, abandono, etc., son algunos ejemplos de gentes sufrientes con las que convivimos.

Sabemos que están ahí. Quizá, sobre todo, abundan los ignorantes de Dios, incapaces de vivir hacia la vida eterna, que es el único destino plenamente gratificante para el hombre, aunque la ignorancia les lleve a no echarlo de menos. ¿Acaso nos importan poco? Pues no hay lugar para la disculpa: "¿qué puedo hacer yo estando tan 'distante' de los indigentes?", piensan algunos. Hay muchos hoy ciertamente 'distantes' como los había, alejados de Cristo, hace 20 siglos. Pero, como entonces, podremos verlos también todos a nuestro lado. Necesitados en el cuerpo o en el espíritu: en el propio edificio, al cruzar por la calle de siempre, en nuestro lugar de trabajo, incluso en la propia casa, en la propia familia.

Al desembarcar vio una gran multitud y se llenó de compasión por ella, dice san Marcos. De inmediato se dio cuenta. Y no ya de que estuvieran verdaderamente necesitados, como ovejas sin pastor, sino de que podía ayudarles, pues, de hecho, puso de inmediato manos a la obra: se puso a enseñarles muchas cosas. "Obras son amores, y no buenas razones", solemos afirmar hoy. Ya lo advertiría san Juan, el apóstol y evangelista: si alguno posee bienes de este mundo y, viendo que su hermano padece necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor a Dios? Seamos, pues, sinceros con nosotros mismos, que la medida de nuestra santidad está en los detalles concretos con los que aliviamos las indigencias que contemplamos. Hijos, no amemos de palabra ni con la boca, sino con obras y de verdad, concluye san Juan.

Lo más difícil posiblemente sea –aunque no nos falta la luz de Dios– notar la ausencia de relieve sobrenatural y trascendencia en la vida de nuestros prójimos. Sin embargo, en la medida en que crece el amor de Dios, aumenta asimismo el celo santo, que procura que Nuestro Señor sea amado por muchos: ¡Qué compasión te inspiran!... Querrías gritarles que están perdiendo el tiempo... ¿Por qué son tan ciegos, y no perciben lo que tú —miserable— has visto? ¿Por qué no han de preferir lo mejor?
—Reza, mortifícate, y luego —¡tienes obligación!— despiértales uno a uno, explicándoles —también uno a uno— que, lo mismo que tú, pueden encontrar un camino divino, sin abandonar el lugar que ocupan en la sociedad.

Las palabras de san Josemaría nos pueden ayudar a concretar qué haremos por éste, por aquél... Los conocemos por amistad, compañerismo, parentesco, etc. e intentaremos lo más oportuno en cada caso, tal vez para que descubran la verdadera dimensión de vida para la que fueron creados. La Gracia de Dios no nos ha de faltar, para que salgan de nuestros labios las palabras que el interesado necesita. En todo caso, habremos ido por delante, "preparando el terreno" con oración y mortificación: las primeras y más eficaces armas del apóstol. Luego, el tiempo y la correspondencia libre en cada caso deben hacer el resto. Salió el sembrador a sembrar..., decía Nuestro Señor en la parábola. Después cada semilla fructficaba a su modo según sus disposiciones. Lo nuestro es sembrar.

Reina de los apóstoles, ruega por nosotros.