XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 9, 30-37:
El valor de ser últimos

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org  

 

Evangelio

San Marcos 9, 30-37

Salieron de allí y atravesaron Galilea. Y no quería que nadie lo supiese, porque iba instruyendo a sus discípulos. Y les decía:
—El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los tres días.
Pero ellos no entendían sus palabras y temían preguntarle.
Y llegaron a Cafarnaún. Estando ya en casa, les preguntó:
—¿De qué hablabais por el camino?
Pero ellos callaban, porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién sería el mayor. Entonces se sentó y, llamando a los doce, les dijo:
—Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos.
Y acercó a un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
—El que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe; y quien me recibe, no me recibe a mí, sino al que me ha enviado.


El valor de ser últimos

Hoy podemos contemplar, con ocasión del pasaje de san Marcos que nos presenta la Iglesia en este domingo, a los Apóstoles del Señor, que son hombres corrientes del mundo, con defectos como los demás, como nosotros. Nos fijamos en aquellos que acabaron siendo las columnas de la Iglesia y, con su fe y la entrega de su vida por el Evangelio, hicieron posible el cristianismo. Y los vemos, sin embargo, bastante ajenos a los afanes de su Señor, tan pendientes de lo suyo que parece preocuparles poco la salvación del mundo.

Aquel día Jesús les habló de su Pasión, tal como sucedería algún tiempo después. Por cómo lo cuenta el evangelista parece que Jesús se expresó con toda claridad: que sería entregado, que lo matarían y que resucitaría a los tres días. Así les describe lo que padecerá por todos los hombres y, sin embargo, ellos no son capaces de comprender el sentido de lo que escuchan al Maestro. A pesar de las explicaciones de Jesús, se quedaron con la necesidad de saber más, pero temían preguntarle, dice en el Evangelista.

¿Por qué tienen miedo los Apóstoles a Jesús? No deberían temer nada, pues, sin duda, sus discípulos serían los primeros favorecidos por la infinita caridad del Señor. Sin embargo, están temerosos porque reconocen que, acompañando al Maestro, habían mantenido una actitud no precisamente ejemplar, ni tan siquiera razonable. Mientras Él se encendía en afanes de entrega por todos los hombres, ellos, pensando en cómo destacar, discutían sobre cuál sería el mayor. Más que con miedo, se sienten avergonzados y callan, les cuesta reconocer lo miserables que eran sus ilusiones frente a los nobles anhelos del corazón de Cristo.

También nosotros, como discípulos de Jesús y reconociendo nuestros defectos, aunque queramos también como los Doce serle fieles hasta la muerte, escuchamos con atención su enseñanza. Pero no nos extrañe si debemos admitir, una vez más y con vergüenza, nuestra miseria. No debería asombrarnos reconocer que este corazón nuestro es todavía pequeño y tantas veces egoísta. No querríamos que fuera así, para tener en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús, como diría el Apóstol. Por eso, en una íntima y sincera confidencia, le pedimos perdón y que apriete ese corazón nuestro y purifique con sus santas manos, hasta que nada quede en él de personal interés.

No pocas veces, en efecto, los intereses humanos, también los que la gente admira, van buscando sobresalir, ser conocido como el primero, aunque sea objetivamente por una ventaja insignificante que muy poco o nada aporta al bien de la colectividad. Despertar la admiración parece ya meritorio, con independencia del motivo admirable, no pocas veces muy inconsistente. Es un hecho, sin embargo, que el que pretenda lograr todo el posible bien para muchos debe olvidarse de sus propias ganancias. El que aporta más es el que sirve mejor, un servidor al cien por cien, que no busca recibir ni siquiera el reconocimiento por su servicio, aunque sea de justicia. Le basta lo necesario para poder seguir sirviendo. para tener guardados

Al contemplar a Cristo al final de su vida en favor de la humanidad, advertimos que nos enriqueció como no podíamos soñar: con la vida eterna, mientras que Él no logró para sí nada de la humanidad. Incluso rechazó los honores cuando quisieron proclamarlo rey a lo humano, para que no se malinterpretara la razón de su venida. Sin embargo, tenemos bien claro que la vida de Cristo fue un rotundo éxito y pudo proclamar, como la verdad más clamorosa en el instante mismo de su muerte: todo está cumplido. Expresando el perfecto acabamiento de su misión entre los hombres, en favor de los hombres.

En esos momentos finales de Jesús de Nazaret, que Él mismo prevé ante sus discípulos, como hoy consideramos, no recibe, sin embargo, el aplauso de los hombres aunque nadie había hecho ni haría jamás tanto por ellos. Jesús es despreciado por quienes ama, justo cuando manifiesta su máximo amor. Nada es más irrazonable e inhumano, y por ello exclamará: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen. De este modo nos enseña que el verdadero amor no espera ni busca nada para sí. Así lo había declarado con tiempo a los suyos: Si alguno quiere ser el primero, que se haga el último de todos y servidor de todos. Pues quien es grande de verdad, el primero aunque no sea popularmente reconocido como tal, es aquel que se desvive sirviendo cuanto puede a todos, nada espera de modo que es considerado el último y, no pocas veces, es incluso despreciado..

Aprendamos asimismo de nuestra Madre, la esclava del Señor.