II Domingo de Adviento, Ciclo C  

Rectitudes en concreto

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Lc 3, 1-6

 

    El año decimoquinto del imperio de Tiberio César, siendo Poncio Pilato procurador de Judea, Herodes tetrarca de Galilea, su hermano Filipo tetrarca de Iturea y de la región de Traconítide, y Lisanias tetrarca de Abilene, bajo el Sumo Sacerdote Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan el hijo de Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la región del Jordán predicando un bautismo de penitencia para remisión de los pecados, tal como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías:
Voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor, haced rectas sus sendas. Todo valle será rellenado, y todo monte y colina allanados; los caminos torcidos se harán rectos, y los caminos ásperos serán suavizados. Y todo hombre verá la salvación de Dios.


Rectitudes en concreto


Metidos ya de lleno en el Adviento, la Iglesia nos recuerda, con las palabras del Bautista, que es necesario quitar de la vida personal todo obstáculo para la vida que Dios quiere vivir en el hombre. Juan, como precursor del Mesías, ejemplificaba al pueblo escogido con imágenes que todos podían entender fácilmente. El Salvador vendría como por un camino, que debía ser andadero para que su salvación no se hiciera esperar. Pero bien sabemos que no siempre los caminos son así. No pocas veces, al caminar, uno se encuentra con obstáculos que parecen insuperables: un monte, por ejemplo. Entonces, si se trata de continuar, hay que rodearlo. Así procedemos de ordinario en los caminos de este mundo.

Juan el Bautista, conocedor de los modos habituales humanos, reclama para el Señor que se avecina un modo muy distinto de actuar. Para Dios que llega, no es suficiente con acomodar en cierta medida la conducta en su apariencia externa. Eso equivaldría sin más a sortear obstáculos pero, en el fondo, haciéndolos compatibles con la conducta de siempre. Se supone que así Dios tendría cabida en nuestra vida, aunque evidentemente fuera a costa de ajustarse Él a los obstáculos, que no queremos quitar.

¿No es cierto que a veces sentimos la tentación de continuar con nuestros apegos caprichosos cuando pensamos en amar a Dios sobre todas las cosas? No es el Evangelio –no es Dios– quien debe ajustarse a nuestra vida, sino al revés. Debemos pedir luz, claridad en nuestra mente, para reconocer que Él es el Señor, que –siendo Padre amoroso– es también nuestro Dios, nuestro Creador, y ha dispuesto para nuestro bien que podamos servirle, aunque para hacerlo, más de una vez debamos rectificar algo en nuestra vida, grande o pequeño.

Examinemos nuestra conciencia, pues con frecuencia la primera tendencia interior ante los requerimientos divinos para ser más santos, no es una respuesta afirmativa, incondicionada, generosa. No pocas veces tratamos de cumplir con Dios, pero en el sentido más estrecho de esta expresión: para quitarnos el cuidado de encima. Intentamos en ocasiones cumplir su voluntad, pero acoplándola a nuestra vida, a nuestra jornada habitual, a nuestra organización ya establecida y decididamente inamovible. Acogemos el querer divino en la vida forzado, como con calzador y, en esas circunstancias, se nos hacen patentes aquellas palabras del Señor: no se puede servir a dos señores...

Las metáforas que emplea Juan el Bautista son muy gráficas, aunque parezcan exageradas por su claridad. Manifiestan sin ambages que es nuestra vida la que debe atenerse a la vida de Dios que puede y debe habitar en nosotros, aunque en ocasiones haya que ser drásticos y se nos antoje extensivo el cambio: "rellenando un valle" o "aplanando un monte". Cambiando, en definitiva, hasta lo más establecido de nuestra vida por Dios si fuera necesario, para cumplir mejor su voluntad.

Pidamos al Señor esa fortaleza que necesitaremos alguna vez, cuando, siendo francos con nosotros mismos, reconocemos que amar a Dios como Él espera, no es sólo cuestión de unos pequeños detalles que debemos cuidar mejor: de orden, de intensidad en el trabajo, de puntualidad... En ocasiones hace falta un verdadero cambio de actitud, como quien modifica el planteamiento de un negocio: sus objetivos y por tanto los medios a emplear. Puede costar mucho en ocasiones y, por eso, pedimos al Señor, junto a su luz para descubrir su voluntad entre nuestras cosas, la santa intransigencia con lo que debe ser cambiado, para que, en nuestra vida de hombres, asiente como se merece la de Dios.

Buen momento éste del Adviento para preguntarnos si hay en nosotros alguna actitud que cambiar, para que Dios "se sienta" mejor acogido en nuestra vida. Mientras esperamos su venida en la próxima Navidad, podemos ahondar en el examen, con interés por descubrir alguna "colina que allanar", algún "valle que rellenar", para que el Señor llegue a cada uno más fácilmente, con todo el esplendor de su fuerza salvadora. Que no nos duela lo que haya que cortar, ni nos detenga el esfuerzo necesario para una mudanza eficaz. Tengamos fe y confianza también en la feliz alegría que Dios nos promete si le somos leales, ya en esta vida. Así el viñador corta sin miedo el sarmiento, para que, brotando de nuevo, dé más fruto y el labrador se fatiga ilusionado pensando en la próxima cosecha y arranca de raíz la mala hierba que ya crecía frondosa, quizás por su lamentable descuido.

De ordinario no bastará con un deseo general de mejora o de purificación, será preciso fijarse en detalles bien concretos que habrá que cambiar, porque así, como ahora están, suponen un obstáculo para una mejor acogida al Señor que vienen para salvarnos. Casi siempre serán detalles: modos de vivir –acciones habituales u omisiones– que pueden parecer irrelevantes, siendo en todo caso manifestaciones de una peculiar actitud con respecto a Dios. Por eso, a la hora verdad, es necesario rectificar en lo concreto. Así, pues, la ilusión por amar a Dios acaba siendo efectiva con obras y de verdad, según dice el Apóstol.

Estamos en un buen momento –el mejor y único momento de que disponemos– para mejorar realmente nuestra acogida a Dios que llega. Será preciso posiblemente cambiar un poco, sólo algunos detalles pequeños, que bastarán para que, esa Vida de Dios que viene a implantarse en la nuestra, crezca sin obstáculos hasta su completo desarrollo y produzca frutos abundantes, como el árbol en tierra buena. Un pequeño cambio –sí– tal vez; pero imprescindible para que sea verdad que deseamos acoger a Dios con lo mejor de nuestro corazón.

Confiemos a nuestra Madre del Cielo los buenos propósitos de mejora en este Adviento. Nadie se preparó como Ella a la venida de Dios, y, salvo Él, nadie como Ella nos quiere.