Memoria: San Francisco Javier
Mt 8, 5-11: La misión del apóstol
Autor: Padre Luis de Moya
Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org
Evangelio: Mt 8, 5-11
Al entrar en Cafarnaún se le acercó un centurión que le rogó:
—Señor, mi criado yace paralítico en casa con dolores muy fuertes.
Jesús le dijo:
—Yo iré y le curaré.
Pero el centurión le respondió:
—Señor, no soy digno de que entres en mi casa. Pero basta que lo digas de
palabra y mi criado quedará sano. Pues también yo soy un hombre que se encuentra
bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes. Le digo a uno: «Vete», y va; y a
otro: «Ven», y viene; y a mi siervo: «Haz esto», y lo hace.
Al oírlo Jesús se admiró y les dijo a los que le seguían:
—En verdad os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande. Y os
digo que muchos de oriente y occidente vendrán y se sentarán a la mesa con
Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos.
La misión del apóstol
Ser bautizados supone haber sido destinados, por voluntad de Dios y en virtud de
su libre decisión y poder, a su misma vida trinitaria. Los que hemos sido
bautizados tenemos un porvenir sobrenatural, recibido gratuitamente, que no
tenemos capacidad para comprender del todo ni para explicar. Y es a causa de su
inmensa grandeza, pues supera nuestra inteligencia y nuestra capacidad de
expresión, pero es el único capaz de satisfacer plenamente todos nuestros
anhelos. La figura de san Francisco Javier, apóstol en el lejano oriente, que
hoy conmemoramos, nos hace patente la gran relevancia del misterio trinitario,
al que él consagró su vida, administrando el Santo Bautismo a miles de mujeres y
de hombres muy lejos de su Navarra natal.
Las últimas palabras de Jesús a los apóstoles, instantes antes de ascender a los
cielos, se refieren al bautismo. Son palabras que vienen a resumir toda su
enseñanza, y como la esencia de la doctrina que vino a traer al mundo y la razón
por la que tomó carne humana. Son, por otra parte, un mandato expreso a los que
había escogido para la misión de difundir su enseñanza y preparado durante su
vida pública. Mandato que sintieron asimismo dirigido a ellos muchos otros, como
san Francisco Javier, a lo largo de los siglos, gracias a los cuales gozamos hoy
del conocimiento de Dios y sus misericordias con los hombres, muchos millones de
cristianos, a la vuelta de veinte siglos desde la Encarnación.
Jesús quiso dejar muy claro lo decisivo que sería la difusión del Evangelio para
el bien temporal y eterno de los hombres. Quiso declarar expresamente que la
vida trinitaria, para la que el hombre fue pensado por el Creador y destinado al
mundo; esa vida en la que sólo puede consistir la plenitud humana, se logra por
el camino de los mandamientos: todo cuanto os he mandado, les dijo. Las últimas
palabras de Jesús, antes de su Ascensión a los cielos, son para enviar por todo
el mundo a sus Apóstoles. Comenzaba así la tarea de evangelización universal,
que todavía reclama más y más trabajadores, pues, aunque muchos conocen a
Cristo, también son muchos los que no han tenido oportunidad de conocerlo o
viven como si no le hubieran conocido.
Jesús impulsa a sus apóstoles a evangelizar a todos los pueblos. Toda la
humanidad es, por tanto, destinataria del bautismo que nos constituye en hijos
de Dios por Jesucristo. De todo hombre, de toda mujer, espera amor nuestro
Creador y Padre, con tal de que haya recibido el bautismo y, sobre este
sacramento, la conveniente instrucción en el Evangelio. Grande es, por tanto, la
responsabilidad de cuantos ya nos sabemos hijos de Dios. Tenemos, como dice un
salmo, el mundo por heredad. Hemos de ver a nuestros semejantes, por lejanos que
puedan estar física o moralmente, como candidatos al Reino de los Cielos, que
corre de nuestra cuenta animar. ¿Cómo?: como tratamos de atraer a nuestros
conocidos y amigos a nuestra casa, a nuestro negocio, a nuestra diversión; como
intentamos captar, incluso a quienes todavía no conocemos para que apoyen las
iniciativas sociales y, económicas o políticas... que nos interesan.
Es ser y sentirse apóstoles, mujeres y hombres capacitados por su bautismo –y
más por su confirmación– para extender, con el poder de Cristo, el reino de Dios
en nuestro mundo: se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, id
pues..., dice Jesús a sus apóstoles, antes de ascender al Cielo, para que se
sientan con confianza ante la tarea que les encomienda. Con confianza porque
será eficaz su esfuerzo, acrecentado con el poder de Cristo, por insuperables
que parezcan los obstáculos o la resistencia a la Gracia divina. Esa confianza
es, a la vez, seguridad en que, con ese mismo poder de Cristo que vivifica al
apóstol, será capaz de agradar a Dios a pesar de su debilidad.
Más de una vez podremos notar el cansancio por el trabajo apostólico. Es el
esfuerzo que fatiga al bogar contracorriente, al hacer rectos –hacia Dios– los
caminos retorcidos del egoísmo humano. Es notar incomprensión y hasta agresiva
rebeldía, cuando sólo se pretende agradar gratuitamente y favorecer. Recordemos,
entonces, a Nuestro Señor cansado, fatigado por el camino de una ciudad a otra,
con sed, como cerca de Sicar pidiendo de beber a la mujer samaritana, o tan
agoado de todo el día, que se duerme en la barca, a pesar de la tempestad, y
deben despertarle atemorizados los discípulos. Recordemos, en fin, a Nuestro
Señor cargando con la Cruz camino del Gólgota, con tanto más amor por la
humanidad cuanto mayor es el sufrimiento y la incomprensión que soporta. Así le
tocó vivir también a san Francisco Javier y a los apóstoles de todos los
tiempos.
No nos han de faltar, si embargo, las fuerzas ni la alegría en el servicio de
Dios: sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo,
dijo Jesús a sus apóstoles y nos repite ahora a cada uno. Como tampoco echaremos
de menos el consuelo de Nuestra Madre, María, que ha de ser además eficaz
cómplice en las aventuras que emprendamos para que otros descubran la vida
divina. No hemos de temer por sentirnos solos, casi los únicos en la empresa
sobrenatural de difundir el evangelio. Ya sabemos, como advirtió el Señor, que
son pocos los que pasan por la puerta angosta, que conduce al Reino de los
Cielos y muchos, en cambio, los que penetran por la puerta espaciosa que conduce
a la perdición.
El cristiano, hoy como ayer, si es consecuente con su fe, se siente como el
fermento entre la masa: con una enorme capacidad de transformación de su
entorno, aunque cuantitativamente pueda pasar inadvertido. Su eficacia, como
queda dicho, se debe a la vida de Dios que habita en él, de la que vive; la
misma que se siente llamado a difundir. Así actuaron los que formaban la primera
comunidad cristiana, en un mundo pagano y hostil a la fe, y tantos otros a lo
largo de los siglos. Y antes, la Madre de Dios –Nuestra Madre–: hija de Dios
Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa de Dios Espíritu Santo.