Domingo de Ramos, Ciclo C

Lc 19, 28-40: La necesidad de alabar a Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio:  Lc 19, 28-40

Dicho esto, caminaba delante de ellos subiendo a Jerusalén.
Y cuando se acercó a Betfagé y Betania, junto al monte llamado de los Olivos, envió a dos discípulos, diciendo:
—Id a la aldea que está enfrente; al entrar en ella encontraréis un borrico atado, en el que todavía no ha montado nadie; desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo desatáis, le responderéis esto: "Porque el Señor lo necesita".
Los enviados fueron y lo encontraron tal como les había dicho. Al desatar el borrico sus amos les dijeron:
—¿Por qué desatáis el borrico?
Porque el Señor lo necesita –contestaron ellos.
Se lo llevaron a Jesús. Y echando sus mantos sobre el borrico hicieron montar a Jesús. Según él avanzaba extendían sus mantos por el camino. Al acercarse, ya en la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, llena de alegría, comenzó a alabar a Dios en alta voz por todos los prodigios que habían visto, diciendo:
—¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor!
¡Paz en el cielo y gloria en las alturas!
Algunos fariseos de entre la multitud le dijeron:
—Maestro, reprende a tus discípulos.
Él les respondió:
—Os digo que si éstos callan gritarán las piedras.


La necesidad de alabar a Dios

Hoy da comienzo la Semana Santa de la Pasión del Señor y nos encomendamos con especial confianza al Espíritu Santo, porque deseamos tratarle con más intensidad y recibir profundamente su fortaleza, para saber identificarnos un poco más con Cristo que padece, muere y resucita glorioso por nuestras salvación. La meditación pausada de esos misterios de la vida del Señor puede enriquecernos mucho en los próximos días, con la gracia de Dios. Deseemos, pues, contemplar por nuestra cuenta en las próximas jornadas, las escenas evangélicas que narran la oración de Jesús en Getsemaní, el prendimiento y los interrogatorios inicuos que le condujeron a la flagelación y al doloso Via Crucis hasta la muerte en la Cruz. Y finalmente la Pascua, la resurrección gloriosa y definitiva de Cristo.

Contemplamos en este día a Jesús que se dirige decidido a Jerusalén, lugar de su Pasión y Muerte. Lugar también de proclamación del Evangelio, la Buena Nueva de que Dios se ha hecho hombre en Él para dar la vida por los hombres. Es algo que somos incapaces de comprender, que no podemos agradecer como se debe, ni tampoco manifestar adecuadamente el entusiasmo que sería razonable ante tal don. Si éstos callan gritarán las piedras, responde a los que ven con malos ojos que la gente lo aclame. Y aún se quedaban cortos los que dicen: ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas! Era imprescindible, sin embargo, que al menos lo alabaran así, si no eran capaces de afirmar su divinidad.

¿Cómo exultamos nosotros por Dios, que se nos hace presente, mejor que a aquellos de Jerusalén con los sacramentos y está de continuo presente en nuestros sagrarios? Los que extendían sus mantos y agitaban cantando ramas de los árboles, apenas le vieron pasar durante unos instantes. Y no se imaginaban su grandeza ni su poder salvador. Nosotros, en cambio, le hemos conocido a través de una revelación más completa y hemos recibido el ejemplo y el estímulo de tantos santos que nos precedieron. Tenemos además la continua enseñanza del Magisterio garantizando lo que creemos. No es preciso que nadie más asegure nuestra fe, habiendo investido el propio Cristo de infalibilidad a su Iglesia.

Nos conviene fijarnos y aprender de los que, confiados en Jesús, fueron en busca del animal que luego montaría; de los dueños, que lo entregaron enseguida, nada más saber que era para Jesús; de los que ponían los mantos y lo aclamaban en medio de la admiración y el desconcierto de los poderosos. Cada uno, a su modo, contribuyó a que el Hijo de Dios se manifestase ante la gente y fuera aclamado, aunque aquellos vítores no llegaran a hacerle justicia. Tampoco nosotros –que hemos recibido todo de Dios– le hacemos justicia cuando libremente intentamos amarle con obras, pero como ellos debemos al menos intentarlo.

Por otra parte, tenemos bien presente lo sucedido muy pocos días después en la misma Jerusalén. Pronto iban a olvidar su adhesión los que exultaban en alabanzas por todos los prodigios que habían visto; y, hábilmente manejados por los poderosos cambiarían el, ¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el Cielo y gloria en las alturas!, por, ¡crucifícale, crucifícale! Para que nosotros no olvidemos que somos capaces de lo mejor y de lo peor. Pensemos asimismo en este día en lo que podemos hacer por que se manifieste el Reino de Dios en el mundo, a pesar de las propias limitaciones, que bien las conocemos, como las conocerían los que colaboraron con el Señor la mañana del Domingo de Ramos. Que aprendamos a ser coherentes, a no dejarnos influir por circunstancias del ambiente, del momento, del estado de ánimo, del qué dirán...

Pero hoy, Domingo de Ramos, deseamos fijarnos en Jesucristo que es aclamado por la gente. De continuo debería haber en el mundo un incesante clamor de alabanza y acción de gracias a Dios por Jesucristo –casi siempre sin palabras, basta la oración del corazón–, que sea expresión y como continuación actual del desahogo de san Pablo a los de Efeso: Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda bendición espiritual en los cielos, pues en Él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo conforme al beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la cual nos hizo gratos en el Amado, por quien, mediante su sangre, nos es dada la redención, el perdón de los pecados, según las riquezas de su gracia, que derramó sobre nosotros de modo sobreabundante con toda sabiduría y prudencia.

Envíanos de continuo tu luz, Señor, para que intentemos, aunque sea entre nuestros defectos, corresponder al amor que nos tienes. Le pedimos a tu Madre –Madre nuestra– la gracia de contemplarte siempre esperándonos, y a nuestro lado.