Memoria Obligatoria: Nuestra Señora del Carmen

Mt 12, 46-50: Como María

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio:  Mt 12, 46-50

Aún estaba él hablando a las multitudes, cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él. Alguien le dijo entonces:
—Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo.
Pero él respondió al que se lo decía:
—¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?
Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo:
Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.

 Como María

Celebramos en este día a nuestra Madre del Cielo, Santa María. Y los versículos de san Mateo que hoy nos ofrece la Iglesia parecen ideales para que consideremos la grandeza de la Madre de Dios. Como sabemos, esa alabanza de Jesucristo que parece dejar de lado precisamente a su Madre es, sin embargo, la proclamación pública, ante cuantos le escuchaban en aquel momento y, para siempre ya, imborrable en su Evangelio, de la excelencia sin igual de María Santísima. Aquella mujer, llena de Gracia, que había consentido dócilmente a cuanto Dios quisiera de Ella era, sin duda, la destinataria primera de la alabanza que hace Jesús: todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi Madre. Nadie como Ella, en efecto, había querido y sabido cumplir la voluntad del Padre que está en los Cielos. Por lo demás, no es menos cierto que María sea simultáneamente hermano, hermana y madre de Jesús.

Pero, aprovechemos esta celebración para brindar a María nuestro deseo eficaz de cooperar, con Ella, en el ofrecimiento de nuestro mundo a Dios. Ante todo, es necesaria la entrega del corazón. Que nuestros afectos se dirijan al Señor y que alentemos propósitos de servirle; de buscar que otros quieran ponerle también en el centro de sus vidas. Queramos que nuestros sentimientos, como los suyos, deseen ver a Dios –Amor nuestro– honrado, amado por los corazones de todos los hombres. Buscaremos, pues, que los amigos y conocidos concreten pautas de vida que sean manifestación de su piedad, señales eficaces de que desean amar a Dios sobre todas las cosas. La contemplación de esa relación de María con Dios y de Dios con Ella es, sin duda, estímulo animante para cada uno y para todos.

Ave María!, escucha la doncella de Nazaret. Un ángel –¡nada menos!– de parte de Dios se dirige a María. Lo cual indica, sin duda, la categoría del mensaje, de quien lo recibe y, como es evidente, de su autor: la Trinidad Beatísima. Y Dios nos habla también a cada uno del mejor modo: según nuestras personales circunstancias. Fácilmente sabemos lo que nos dice Dios y, sobre todo, que es Él, quien se dirige a cada uno: un suceso que nos hace pensar, una lectura, una conducta, un comentario, una festividad como la de hoy... Algo, en suma, que nos interpela y nos sitúa ante Dios, conocedor de las conciencias. Pero volvamos a contemplar a nuestra Madre, con la ilusión de volcarnos en afectos agradecidos a Dios, por su bondad con los hombres, y a Ella misma por su ejemplo de su impecable correspondencia.

Con mucha frecuencia valdrá la pena hacer así la oración: contemplando, pidiendo, tal vez, únicamente amor: más amor, que sea eficaz –con obras– por Santa María y por Dios mismo. Un amor a la medida del que nos enseña Nuestro Padre del Cielo, cuando se dirige a María. Lo hace con un saludo amable, grato, que no sobrecoge y menos aún asusta. Así actúa también Dios con cada uno. Para Él siempre somos niños. ¡Qué queramos, siempre también, ser niños y nada más en la presencia de nuestro Dios, que no debe asustarse el niño pequeño cuando llega su madre o su padre y lo besa.

¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?, solía afirmar san Josemaría. Tampoco nosotros nos queremos acostumbrar. No queremos vivir como si no tuviera importancia el amor que Dios nos tiene. Por eso agradeceremos de modo expreso su cariño. No queremos valorar nada tanto como ese amor. Deseamos que sea el fundamento de nuestra alegría, de nuestra seguridad en medio de todo lo que pudiera venirnos de este mundo, el fundamento de nuestro consuelo para los peores momentos. No serán otros, por cierto, que los que Dios, en su amor inmenso, tenga a bien consentir.

Y mientras María escucha las palabras de Gabriel, nos podemos imaginar a Dios atento, pendiente de Ella, aguardando su reacción que tendría tanta trascendencia. Porque le importamos mucho a Dios, tan grande es su amor por la humanidad. Diríamos que Dios había puesto mucho en juego con su plan salvador: María, llena de Gracia, concebida sin pecado para ser, así, la más digna de las madres; el Espíritu Santo dispuesto a descender sobre Ella; y el Hijo a punto de tomar carne humana en su cuerpo de mujer. Nacería luego, a los nueve meses como los demás hombres –la podría llamar verdaderamente Madre– y podría asimismo, como Hijo de Dios, llevar a cabo la Redención.

También nosotros deseamos vivir bien despiertos frente a las realidades sobrenaturales. A nuestra medida, hay mucho en juego con nuestra conducta: De que tú y yo nos portemos como Dios quiere —no lo olvides— dependen muchas cosas grandes, asegura el autor de Camino. Se trata de la voluntad de Dios, Omnipotente, que triunfa a través de sus hijos los hombres, y nunca hay en la voluntad divina cosas de poca importancia, triviales, vulgares. Vivamos permanentemente a luz de esta verdad. Con este convencimiento alumbrando nuestra existencia, nuestros planes, dificultades, proyectos, ilusiones, presente, futuro y pasado. En una palabra: con la escena de la Anunciación en nuestra mente y en nuestro corazón.

No queramos que se detenga la contemplación nuestra de María, llena de Gracia, jamás. Queramos, en cambio, que sea más intensa en sus fiestas. Por su cuenta, como Madre buena, sabrá hacernos inmensamente felices o, lo que es lo mismo, más amantes de los planes de Dios.