Solemnidad: La Asunción de la Virgen María

Lc 1, 39-56: La mirada de nuestro Dios

Autor: Padre Luis de Moya

Sitios Web: Fluvium.org, muertedigna.org, luisdemoya.org 

 

 

Evangelio: Lc 1, 39-56

Por aquellos días, María se levantó y marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá; y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo; y exclamando en voz alta, dijo:
Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno; y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor.
María exclamó:
Proclama mi alma las grandezas del Señor,
y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador:
porque ha puesto los ojos
en la humildad de su esclava;
por eso desde ahora me llamarán
bienaventurada todas las generaciones.
Porque ha hecho en mí cosas grandes
el Todopoderoso,
cuyo nombre es Santo;
su misericordia se derrama de generación
en generación
sobre los que le temen.
Manifestó el poder de su brazo,
dispersó a los soberbios de corazón.
Derribó de su trono a los poderosos
y ensalzó a los humildes.
Colmó de bienes a los hambrientos
y a los ricos los despidió vacíos.
Protegió a Israel su siervo,
recordando su misericordia,
como había prometido a nuestros padres,
Abrahán y su descendencia para siempre.
María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.


La mirada de nuestro Dios

En este gran día de la Solemnidad de la Asunción de Santa María en cuerpo y alma a los Cielos, es preciso hacer justicia –lo intentamos al menos, aunque sabemos de sobra que será imposible con Dios– por todos los beneficios que hemos recibido en nuestra condición de hombres. El Señor del mundo pensó en cada uno de nosotros de modo singular. Creándonos a su imagen y semejanza, fuimos constituidos muy por encima de todo lo demás que existe en este mundo. Sin embargo, aún le pareció poco a Dios. Su corazón, infinitamente amoroso, quiso amarnos sin medida, sin matices que pudieran hacer su cariño menos intenso, como sucede cuando se estima algo pero no es razonable, sin embargo, poner en aquello todo el corazón. Nos quiere Dios como hijos: somos hijos de Dios, y un buen padre a nada ni a nadie quiere tanto como a sus hijos. Pues a los hombres nos quiere un Padre que es Dios, infinitamente perfecto en su amor.

La Asunción de nuestra Madre al Cielo glorifica su vida de servicio rendido como Esclava del Señor. Viene a ser como "la guinda" que culmina una vida entera entregada a Dios, sin ningún obstáculo en ningún momento a lo que esperaba de Ella y, por eso mismo, una vida inmensamente feliz; que no es posible separar la verdadera felicidad y la verdadera alegría del cumplimiento de la voluntad de Dios. Que poderoso es nuestro Padre para llenarnos te contento, por mucho sacrificio que soportemos, si es por agradarle.

Nos imaginamos a la Virgen, mientras es asunta al Cielo –no sabemos cómo–, al Reino de los ángeles y de los santos, absolutamente dichosa: rebosante de un amor agradecido a la Santísima Trinidad que la escogió para ser Madre de Jesucristo, del Verbo encarnado. ¡Cómo se goza el Apóstol recordando a sus gálatas esta incuestionable verdad de fe!: al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, les asegura. Así, pues, la Madre del Hijo de Dios es María, porque el Hijo, la Segunda Persona de la Trinidad, es la única persona de Jesús: el Hijo de María. Verdad que, por otra parte, ya Isabel había proclamado nada más contemplar a María tras el anunio del ángel: Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? Pues, sólo si María es la Madre de Dios –la Madre del Señor, dice Isabel– tenía sentido tan incomparable alabanza de la madura Isabel a la jovencísima María.

Su figura elevándose triunfal y sencilla a la vez; Señora y al mismo tiempo Esclava; Hija pequeña y Madre poderosa a un tiempo; gozando ya de la Visión Beatífica mientras anhela lo mismo para sus hijos los hombres; viene a ser el último verso de un gozoso poema que quiso Dios escribir con María para toda la humanidad. Ella, en cada estrofa, en cada palabra incluso, repetía: hágase en mí según tu palabra. No quería saber otra respuesta para Dios que aquella que dio al arcángel Gabriel el día en que se supo escogida para el proyecto más ambicioso y difícil de la historia. Un proyecto que sería realidad por el poder de Dios y su humilde cooperación.

María en modo alguno era una niña ingenua que se vio involucrada en un misterioso plan ininteligible para Ella. Manifiesta, por el contrario, desde los primeros momentos de su camino en este mundo –fiel ya al querer de Dios– una inteligencia excepcionalmente clara de su destino y de la presencia del Creador en su vida. Se sabe responsable de una gran misión, la más grande que puede ser pensada para un ser humano –aparte de la de su propio Hijo–, y se llena de optimismo apoyada en Dios. Vocación, Entrega y Optimismo: he aquí tres realidades sobre las que se vertebra la vida entera de María. Cada instante de su existencia terrena fue la respuesta generosa y alegre de su vida entregada a Dios que la llamaba. A cada paso se goza de sentirse elegida por el Creador –ha puesto los ojos en la humildad de su esclava– y no se plantea, por tanto, la posibilidad de perder tan gran privilegio con una entrega menor que la que Dios espera.

María, bien consiente de los dones recibidos y de la misión encomendada, haciendo honor a la verdad y justicia a Dios, de quien es criatura y de quien procede cuanto ha recibido: lo que la hace ser la bienaventurada entre todas las generaciones, exsulta gozosa. No es, ciertamente, una expansión personal de entusiasmo la suya, una especie de autosatisfacción, sin más, como nos sucede con frecuencia a los demás humanos al considerar méritos, triunfos, públicos reconocimientos... Proclama mi alma las grandezas del Señor, y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador. Así se expresa nuestra Madre. Cada expresión de su Magníficat subraya el amor divino generoso, espléndido con su pequeña criatura, María.

Pero María, siendo extraordinaria por ser la llena de Gracia, en previsión a su maternidad divina, no es, sin embargo, la única persona a la que Dios ama. Todo hombre es amado por Dios de modo singular, y muy por encima de lo que ama al resto de la creación que contemplamos. Los bautizados somos además verdaderos hijos suyos: recibimos su amor de Padre. ¿Con qué hondura y detenimiento consideramos esta decisiva y consoladora verdad de nuestra fe, que nos transporta fuera de este mundo, en cierta medida, para vivir ya, como María, saboreando que ha hecho en mí –en cada uno– cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo?

Así, pues, como quien no quiere la cosa, sin que se note especialmente, porque es algo ordinario como nuestra vida de cristianos, también el Señor del mundo se ha fijado en mí y en cada uno para hacer cosas grandes. Le pedimos a Santa María que podamos también decir que nos sentimos muy contentos y alabamos a Dios por eso: porque ha puesto sus ojos en nuestra humildad.