XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Marcelino Izquierdo OCD

 

 

II Macabeos 7, 1-2. 9-14
Salmo 16
II Tesalonicenses 2, 16--3, 5
san Lucas 20, 27-38
 

 

Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos .    (Luc. 20,27-38)  

Leído el evangelio un tanto de prisa , y sin reflexionar sobre el mismo, podría dejarnos el sabor de una adivinanza o de un acertijo. Ahora bien, si profundizamos en él, es muy serio, y de un profundo calado, o  mejor aún, el evangelio de hoy, es muy consolador. 

Posprotagonistas son los saduceos, una de las tres fuerzas políticas de Israel. En cuanto a lo que a nuestro interés hace, diríamos que ellos no creían en la resurrección. De ahí, la pregunta zafia que hacer a Jesús. Pregunta hecha no tanto para aprender, para infoirmarse como para dejar en ridículo a Jesús. Y recitan unos versículos del Levítico. Ellos, de todas las Escrituras  tienen fe, de modo especial en el Pentateuco. Y la respuesta de Jesús es insólita, diría yo, aleccionadora: Jesús no hace reporterismo del más “alla”. Jesús responde lo suficiente para creer. Lo mismo que respondiera en su tiempo  el más pequeño de los Macabeos:” Mis hermanos está en posesión de una vida que no acaba”. 

Así Jesús, dejando a  un lado de cosas, es cómo, cuándo, de qué manera, de qué forma, va a la raíz de la cuestión planteada: Y así como ellos admiten , casi exclusivamente lo que está escrito en el Pentateuco, les cita precisamente un pasaje del  Exodo, 3.6, el  de la zarza ardiendo, donde se presenta a Moisés como “ el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob”. 

 Con esta cita, Dios reduce el debate, al amor de Dios y su fidelidad. Y argumenta, más o menos de esa manera, :” Si Dios ama al hombre y es fiel, no pude abandonarlo al poder de la muerte”. 

En suma, Jesús no demuestra la inmortalidad como pudiera haberlo hecho un filósofo platónico, y ni siquiera siguiendo un método teológico: Habla de un Dios, que no es de muertos, sino de vivos. 

La argumentación, substancialmente, conduce a reflexionar sobre “fidelidad” de Dios al hombre. Dios mantiene la promesa Se vincula al hombre, y lo hace para siempre . No para un tiempo limitado, no para un tramo de carretera. La alianza no puede interrumpirse con la muerte. Este Dios que nos ama, nos ama para siempre. 

 Cuando sabemos que una persona nos ama de verdad, nos fiamos de ella. Sabemos que Dios nos ama de verdad. ¿Nos fiamos siempre de él? 

A veces no nos fiamos de él. Actuamos frente a determinados acontecimientos, con criterios estrechos, y, por qué no decirlo, con criterios humanos. 

Y quiero poneros un ejemplo, para esclarecer, lo que acabo de decir. Nuestro proceder ante Dios, en ocasiones, es como el que va a inspeccionar una vivienda. Ve el anuncio de una inmobiliaria. Pero no se fía. Quiere verificarlo con sus propios ojos: cuántas habitaciones tiene, cuántos dormitorios, el cuarto de “estar”, qué dimensiones tiene, si hay lugar apropiado para la lavadora, para el frigorífico, para la despensa, etc. etc. 

Indudablemente, tiene un sin número de detalles que no dejan de satisfacerle. Pero, a la hora de la verdad, no responde íntegramente a lo que la propaganda decía. Nos hablaban con vistas a la mar. Ciertamente, se ve el mar pero tan lejos que parece una laguna. Nos hablaban de una gran arboleda: ciertamente hay árboles, pero muy aislados. Nos hablaban de un lugar apacible; ciertamente es así, pero, no nos habían dicho que muy cerca pasaba una autovía con su tráfico y sus característicos y constantes ruidos. No nos habían engañado; pero no nos habían dicho toda la verdad. 

Cristo no obra así. Nos dice toda la verdad. Está bien  que deseemos conocer todo el más allá. Pero, hemos de confiar en él. Ni interesarnos por las cosas que un día nos proporcionará. No seamos como esos hijos que están más preocupados de la herencia que un día recibirán, que de prodigar cariño y amor al padre . No lo dudes, superará cuanto podamos haber imaginado. Ya nos lo dice San Pablo:: “Ni el ojo vió, ni el oído  oyó cuanto el Señor nos tiene preparado  en la otra vida”. 

Por otra parte, tengamos presente, que Dios no es un dador de recompensas, tal como de ordinariamente esta palabra se entiende; sino de vida. De amor, que es él. No se trata de asegurar de antemano, cómo es la casa; sino, sinceramente, querer ir a ella por el amor. Y el amor verdadero, lo sabemos todos, no pide recompensas. Sencillamente, el amor se entrega, se da. Y Dios se nos entrega totalmente. Y en la aceptación de esa entrega, está nuestra felicidad. 

Deja a un lado la preocupación “excesiva” de un sin número de cosas que te angustian y, en ocasiones, agarrotan tu vida. Toma muy en serio ser fiel a un Dios, que nunca defraudará, sencillamente, porque es fiel a su palabra. 

Así pues, cuanto hemos dicho podríamos resumirlo en estas palabras o en estos interrogantes: ¿Confías, enteramente en el Señor? ¿Aceptamos que el Señor es un Dios no de muertos, sino de vivos? 

Si repitiéramos con frecuencia y con fe estas palabras: “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos”, poco a poco iríamos dejando de un lado un sin número de cosas que, como acabo de decir, nos angustian y tienen como agarrotada nuestra existencia. 

Si hay una persona en esta vida de la cual podemos fiarnos siempre y plenamente, esa persona, es Dios nuestro Padre. Y Dios nos ha dicho, que “es un Dios no de muertos, sino de vivos”. 

 Abramos nuestro corazón, recibamos en él a Jesús. Y él, no lo dudéis, nos introducirá, por toda una eternidad, en la casa del Padre.