XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 9, 36-10,8: Dijo Jesús a sus discípulos: La mies es abundante, pero los trabajadores pocos; rogad, pus, al Señor de la mies que mies quemando trabajadores a su mies. San Mateo, cap. 9

Autor: Padre Marcelino Izquierdo OCD

 

 

Dijo Jesús a sus discípulos: La mies es abundante, pero los trabajadores pocos; rogad, pus, al Señor  de la mies que mies quemando trabajadores a su mies. San Mateo, cap. 9 

En Jesús todo es grande. Sin embargo, ¿cuántas veces no leemos, u oímos el Evangelio y pasamos de largo concediéndolo escasa o ninguna importancia? Y ahora mismo me estoy refiriendo a las primeras palabras del Evangelio que acabamos de proclamar. ¿Os las repito?  “Al ver Jesús a las gentes se compadeció de ellas porque estaban extenuadas y abandonadas como ovejas sin pastor”. 

La palabra, el término “compadecerse” es mucho más profundo, mucho más significativo que tener lástima. Tener lástima, es como lamentarse de un  contratiempo, de una desgracia. Te lamentas, pero luego sigues tu camino. “Compadecerse”, es mucho más profundo, se sufrir, padecer con el otro. 

Jesús al ver a las gentes, no se lamenta, sufre con ellas. No pasa de largo. Quiere poner remedio a sus males. Pasa la noche en oración, y cuando se hace de día, llama a sus discípulos y les dice: “La mies es mucha, pero los trabajadores son pocos, rogad, pues, al Señor de la mies que mande operarios a su mies”. 

No podemos perder de vista el momento y las circunstancias en las que Cristo elige a los apóstoles, ha pasado la noche en oración y ha visto a las gentes desorientadas, como ovejas sin pastor. Y es entonces cuando les manda a anunciar la Buena Nueva.  

No es el pueblo el que se lo pide, es Jesús, quien se lo da movido a compasión, al verlos extenuados. 

El pueblo, hoy, como en tempos de Jesús, sigue padeciendo innumerables dolencias. Jesús es consciente de ello. Por eso, dice a los apóstoles: “Rogad al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies” . Lo malo es que Jesús no cuenta con muchas personas a su lado que sepan de su lástima, y se sientan enviadas a representarlo. ¿No somos nosotros uno de esos? Sí sentimos lástima, pero, a la hora de la verdad, miramos para otro lado y volvemos la cabeza. 

Donde quede un dolor que paliar, un disgusto que arreglar, una persona que sanar o un mal que aliviar, allí tiene una misión el discípulo de Jesús. 

Fíjate bien en esto, el mundo no se convencerá de que Dios le ama, de que está interesado por él, si no encuentra en los cristianos una actitud de solidaridad, perdón, compromiso y comprensión. Lo que el mundo vea en nosotros, eso pensará de Dios. 

No fue otra la misión de los apóstoles: y mientras siga existiendo el dolor, sigue Jesús necesitando de apóstoles que le representen dando testimonio de su amor misericordioso. ¿Nos damos cuenta de lo que significa que Dios tiene necesidad de nosotros, como Jesús la tuvo un día de los apóstoles, para dar pruebas al mundo de que puede contar con su perdón y su compasión? Nunca llegaré a entender cómo por mi oración , mi sacrificio y mi limosna, un alma llegue a conocer  y a creer en Dios y salvarse. Pero lo creo firmemente porque es el dogma de la comunión de los santos. 

Alguien ha dicho, y creo que muy acertadamente, que no podemos salvarnos solos, que al llegar a las puertas del cielo, San Pedro nos va a preguntar, ¿dónde está tu hermano? Yo diría, que uno de los principios más anticristianos, sería el siguiente: “Sálvese el que pueda”. Peguy dice, y con mucho sentido:”Hay que salvarse juntos; hay que llegar juntos a la casa del Padre. ¿Qué nos diría si nos viera llegar a los unos sin los otros?”. Y añadía: “esta es nuestra religión: No hacer una genuflexión más o menos, sino “vivir” en comunión” Es decir, hacer vivir en nosotros la presencia del hermano. El cristiano es el que tiende la mano, el que hace cadena con los demás hermanos. 

En este sentido, quiero traer aquí, cargadas de hondura, unas palabras de San Ignacio de Loyola: “Si me dijeran que en estos momentos estaba en gracia y muriéndome ahora iría derecho al cielo, o que podría seguir viendo y salvando almas, pero con el riesgo de una posibilidad de no ir al cielo, escogería seguir salvando almas, y mi salvación la dejaría en las misericordiosas manos de Dios. ¡Qué bien entendió  Ignacio de Loyola, las palabras de Jesús: “Id al mundo entero y predicad la Buena Nueva”. 

Y volviendo al principio del Evangelio, debemos tener muy presente las circunstancias en las que Cristo elige a los apóstoles, es cuando ve a las ovejas desorientadas, sin amor. ¡Que duda cabe que entre ellas estábamos tú y yo! Y al igual que ayer, hoy Cristo se fija en todos y cada uno de nosotros. Ante él, no somos “masa”. Nos conoce con nuestro nombre y apellidos. Ante él no hay peligro de caer en el anonimato. No somos del “montón”. Todos, absolutamente, todos ocupamos un lugar preferencial en su  corazón. 

Yo existo ante él con mis problemas, con mis dudas, con mis preocupaciones, con mis extravíos y esperanzas. 

Jesús manda a los apóstoles a anunciar la Buena Nueva. Y es lo que nos manda a cada uno de nosotros:”Id al mundo entero -un convento, una parroquia, una familia- y proclamad mi evangelio de salvación. Llevad la esperanza a los enfermos, el consuelo a los que sufren, un pedazo de pan al hambriento, la compañía a los huérfanos, y la fe a aquellos que dudan que Dios está en medio de ellos. Hoy Cristo no lo hace personalmente, porque se encuentra en el cielo. Si no lo hacemos nosotros –tú y yo-dime, con la mano sobre el corazón ¿quién lo hace? Piénsalo.