XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 11:25-30: Exclamó Jesús: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha revelado a la gente sencilla.

Autor: Padre Marcelino Izquierdo OCD

 

 

Exclamó Jesús: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las ha revelado a la gente sencilla. 

 

Voy a comenzar la homilía de hoy, con una tan sorprendente como ejemplar anécdota. Cuentan de una piadosa e imaginativa mujer, que una noche soñó, que en la calle más céntrica de la ciudad, habían levantado una original tienda, llena de sorpresas. La mujer se levantó, y,  de inmediato, se dirigió a la tienda.

 

La señora se quedó maravillada ante la misma. Pero su asombro llegó casi a lo infinito, cuando, detrás del mostrador estaba el mismo Dios. Ella le preguntó, un tanto sobrecogida: ¿qué vendes aquí? Todo lo que tu corazón desee. Mejor dicho, no vendemos nada. Sólo damos fuerzas y buena voluntad para sembrar virtudes, y luego recoger el fruto de las mismas. Es decir, buenas obras.

 

Me agrada, entre otras cosas, el Evangelio de hoy, no porque nos presenta a Cristo en oración, cosa que ya sabíamos, sino porque Mateo, nos muestra el fruto de la misma. Por eso, es tan precioso el texto que acabamos de proclamar, en él encontramos, no sólo las palabras y los sentimientos, con los que Jesús se dirigía a su Padre en su oración, sino porque también oímos una invitación a descansar a su lado a todos aquellos que se sienten cansados y agobiados.

 

El Evangelio de hoy es altamente significativo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”.

 

Vivimos una época que nos asombra por los descubrimientos realizados y sus técnicas fantásticas y avanzadas.

 

Sin embargo, los hombres, aunque viven mejor cada día, yo no me atrevería a decir que son más felices que nuestros abuelos. Ciertamente, si levantaran la cabeza, quedarían asombrados, ante tanto adelanto y progreso. Una pregunta en profundidad, ¿somos más felices que ellos? Con la mano en el pecho yo no me atrevería a decir que sí.

 

No si tenemos más cosas que ellos, sino, si somos más felices. Las cosas, no lo dudo, contribuyen a nuestra felicidad. Pero ellas no son la felicidad. Sino, dime, ¿por qué en ocasiones se suicidan los que nadan en riquezas? Un matrimonio, cuando hay amor entre padres e hijos, con más o menos dinero, son felices. Por el contrario, ya puede haber riquezas, si no haya amor, no hay felicidad. Eso lo sabes tú lo mismo que yo. Ya a su manera, nos lo dijo San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti”

 

En la oración que Jesús dirige al Padre, le dice: “Te doy gracias, Padre Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla. Y uno puede preguntarse, ¿qué cosas son estas que has ocultado a los sabios, y las has revelado a la gente sencilla? Pues, cosas como estas: que en momentos determinados, es mejor la pobreza que la riqueza; que en momentos determinados es mejor el dolor  que el gozo; que en momentos determinados es mejor ceder que salirse con la suya; que en momentos determinados, es mejor callar, aunque tengas la razón.. Estas, entre otras cosas son las que el Padre ha ocultado a los sabios y entendidos de este mundo y se las   ha revelado a la gente sencilla

 

Y en otra parte del Evangelio Jesús nos dice: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”.

 

¡Cómo contrasta la actitud de Jesús con la de los poderosos de la tierra!. Para acudir a estos, has de hacerlo a través de intermediarios, no pueden recibirte en el. momento, y has de esperar tu turno. Por el contrario, Jesús, no sólo en todo momento está dispuesto a recibirte, sino, que nos invita a que acudamos a él. Y, no sólo nos recibirá, sino que nos ayudará a llevar la carga.

 

Yo me figuro la actitud de Dios frente al hombre, como la del padre frente al hijo que acaba de iniciar el camino, y le anima a recorrerlo. Pero, el hijo cae, y entonces el padre corre hacia él, le tiende la mano para que inicie la marcha, y al ver que el hijo no puede seguir, le coge en sus brazos. Y así, contentos y satisfechos, llegan  felices a la meta. Hemos de reconocer que solos, no podemos hacer el camino.

 

Uno de los pecados más significativos de la generación presente, es el pecado de la autosuficiencia: prescindir olímpicamente de Dios. El hombre piensa, que porque respira sin pensar en el aire, no necesita del mismo. Algo parecido nos ocurre a nosotros, porque no pensamos en Dios, creemos que no necesitamos de él.

 

Y termina el Evangelio diciendo: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.

 

Es curioso, fijaos sino habrá en Cristo, cosas excelentes y maravillosas: ciencia, poder, sabiduría…, sin embargo, cuando nos dice que aprendamos de él, lo olvida todo, y se pone como modelo en la humildad y en la sencillez.

 

Es su corazón, un espejo, donde debemos mirarnos. Un corazón abierto por el hierro de la lanza, del cual brotó agua y sangre: agua para lavarnos y sangre para  redimirnos.