III Domingo de Cuaresma, Ciclo B

San Juan 2, 13-25: Somos Templo de Dios

Autor: Padre Miguel Esparza Fernández

 

 

 " Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: «Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado.» Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: El celo por tu Casa me devorará. Los judíos entonces le replicaron diciéndole: «Qué señal nos muestras para obrar así?» Jesús les respondió: «Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré.» Los judíos le contestaron: «Cuarenta y seis años se han tardado en construir este Santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» Pero él hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús. Mientras estuvo en Jerusalén, por la fiesta de la Pascua, creyeron muchos en su nombre al ver las señales que realizaba. Pero Jesús no se confiaba a ellos porque los conocía a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los hombres, pues él conocía lo que hay en el hombre". (Jn 2,13-25)

En el episodio de los vendedores expulsados del templo, el Evangelio nos ofrece una acción simbólica, que, por una parte, revela la singular comunión de Jesús con el Padre; por otra, pone en todos el deseo de conocer el misterio de su autoridad, la fuerza secreta que impulsa a actuar de un modo tan enigmático y denso. 

La palabra de Jesús ofrece la respuesta que ilumina a los creyentes de todos los tiempos: "Destruid este templo y yo lo reconstruiré en tres días". El templo era, en el Antiguo Testamento, el lugar de la presencia de Dios; el lugar donde Él se revelaba a los hijos de Israel, recibía adoración y escuchaba sus súplicas; el lugar donde el pueblo elegido experimentaba el perdón divino. Para Ezequiel, por ejemplo, esa presencia salvadora de Dios en el templo está simbolizada en el altar, del que mana la corriente del agua viva, que vivifica todo. 

Por eso, la palabra de Jesús, en el Evangelio de hoy, es una auténtica revelación: Jesús es el único y verdadero templo de Dios. Es decir, Él es el lugar por antonomasia de la presencia divina, porque el Padre le ha dado su gloria; es el lugar de la revelación, porque es la Palabra que ha puesto su morada entre los hombres; es el Unigénito del Padre, que puede revelárnoslo; es la verdadera corriente de agua viva, que da el perdón y el espíritu... 

Y todo esto afirma Jesús que se realiza con su muerte y resurrección ("destruíd... tres días... resucitar"). Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de lo que había dicho Jesús, y dieron fe a sus palabras. Desde ahí, experimentan, acogen y anuncian el misterio de Jesús. 

Ahora bien, unida a su Esposo, también la Iglesia es el templo santo del Señor, el lugar de su presencia y de la revelación divina sobre el hombre. 

Más, también es templo de Dios el hombre, que -como dicen nuestros obispos- "ha sido creado a imagen de Dios", de donde "brota la raíz de su dignidad como hombre y el respeto que se le debe". Y, en Cristo, "es nueva creación... sobre todo, por la fuerza recreadora de su Espíritu". 

A pesar de esto, nuestra realidad es -según denuncian también nuestros obispos- la siguiente: en nuestra sociedad, padecemos "llamamientos compulsivos al consumismo, imposición de modelos de conducta de los que están ausentes valores morales básicos... manipulación de la verdad... injusticia social e insolidaridad creciente... bolsas de pobreza, desatención a los extranjeros e inmigrantes... separación del sexo y el amor, trivialización frívola de la sexualidad... la patética soledad de tantos ancianos... la falta de respeto al bien de la vida" (aborto, eutanasia, terrorismo, droga, armamento...). 

La pregunta surge espontánea: ¿Podemos decir, con verdad y con tranquilidad, que entre nosotros, el hombre es considerado y tratado como imagen de Dios? ¿No será la Cuaresma un tiempo oportuno para restablecer en cada uno de nosotros la dimensión bautismal, por la que somos verdaderamente templos del Espíritu? ¿No tendremos que luchar por desterrar una cultura que olvida la "verdad" de la persona humana... y la rebaja y degrada?