V Domingo de Cuaresma, Ciclo B

San Juan 12,20-33: La muerte, paso para la vida

Autor: Padre Miguel Esparza Fernández

 

 

 "Había algunos griegos de los que subían a adorar en la fiesta. Estos se dirigieron a Felipe, el de Betsaida de Galilea, y le rogaron: «Señor, queremos ver a Jesús.» Felipe fue a decírselo a Andrés; Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les respondió: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará. Ahora mi alma está turbada. Y ¿que voy a decir? ¡Padre, líbrame de esta hora! Pero ¡si he llegado a esta hora para esto! Padre, glorifica tu Nombre.» Vino entonces una voz del cielo: «Le he glorificado y de nuevo le glorificaré.» La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno. Otros decían: «Le ha hablado un ángel.» Jesús respondió: «No ha venido esta voz por mí, sino por vosotros. Ahora es el juicio de este mundo; ahora el Príncipe de este mundo será echado fuera. Y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí.» Decía esto para significar de qué muerte iba a morir". (Jn 12, 20-33)

Es la "hora" de Jesús. Y Él es consciente de que deberá afrontar la muerte. Lo demuestra con la parábola del grano que muere, y que, claramente, Jesús se aplica a sí mismo. Mientras tanto, el Padre lo glorifica y los Griegos (los pueblos que no son Israel) quieren verlo. Jesús añade: "Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mi". 

El deseo de los "Griegos" de ver a Jesús, a primera vista, parece no ser escuchado. En realidad, el evangelista pretende evidenciar que sólo después de la Pascua es posible "ver" al Señor con los ojos de la fe. Y, así, contemplar en Él el rostro del Padre. Jesús presenta su destino de muerte como la "hora" de la propia glorificación, el momento en que el Padre, manifestando en Él su poder, lo resucitará y lo constituirá en fuente viva del Espíritu, Camino-Verdad-Vida. La breve parábola del grano que produce fruto sólo con su muerte, deja traslucir la sorprendente eficacia de la "hora" de Jesús. Eficacia que nace de su misma muerte. Aparece así el misterio de la cruz, tanto en el aspecto de dolor y muerte, como en el de salvación, y, por consiguiente, como victoria sobre la muerte, como triunfo de la vida. 

La misma venida de los griegos es una señal de la salvación que nace de la Cruz: desde ella, se extiende hasta los confines de la tierra. 

La "hora" de Jesús es, pues, la hora de la salvación y de la gracia, la hora de la Pascua y, consiguientemente, de la esperanza. Indudablemente, en el mundo, el maligno ejerce su influjo de destrucción y de muerte. Pero, en Jesús muerto-resucitado, ha sido vencido definitivamente. A partir de aquella hora, Jesús atrae a todos hacia sí; es decir, infunde en todos aquellos que creen en Él, su mismo Espíritu para unirlos a Él y hacerlos partícipes de su misma suerte. La hora de Jesús es fuente de esperanza y de salvación. 

Muerte-Glorificación se presenta, una vez más, por parte de San Juan como la dialéctica cristiana, que se basa en el comportamiento de Jesús, modelo imprescindible de todo seguidor suyo. Para el cristiano, la muerte no es, pues, el término natural de la vida, sino que es portadora de salvación. La muerte es sólo una cara de la moneda. La muerte es paso necesario. Necesario, pero paso. No se puede hablar de la muerte del grano enterrado sin hablar de la cosecha que esa "muerte" hace posible. Como no se puede hablar de la muerte de Cristo sin hablar de la resurrección, de su glorificación. 

Si vivimos como Cristo, moriremos como Cristo y resucitaremos como Cristo. Es más: si no morimos como Cristo, es que no hemos vivido como Él. Al discípulo no puede irle mejor que al Maestro. 

En resumen: ser clavado en la Cruz es, a la vez, ser constituido señor del universo. Es curioso. Parecería, a primera vista, que el cristiano fuera el hombre del dolor mismo, del sufrimiento, de la muerte. En cambio, el hombre más "moderno" y menos creyente parecería el amante de la vida, de la euforia y del optimismo. Sin embargo, y en realidad de verdad, este sólo es capaz de querer ocultar y justificar la muerte (que, por otra parte, practica con toda la naturalidad del mundo). Aquél, en cambio, se empeña en defender la vida y la salvaguarda, incluso en su más tierno en su más deteriorado momento. Es que creer en la vida supone necesariamente no disociarla de la Cruz, o sea, de todo lo que supone trabajo y lucha por que nazca y por asegurarla. Creer en la vida supone creer en la resurrección.