Solemnidad: La Santísima Trinidad, Ciclo B
San Mateo 28,16-20:
Enseñad y Bautizar

Autor: Padre Miguel Esparza Fernández

 

 

"Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.»" (Mt 28,16-20)

Es este trozo bíblico la solemne conclusión del Evangelio de Mateo. Y en él encontramos los elementos propios de un relato vocacional. Tenemos, en primer lugar, la indicación geográfica ("Galilea, en el monte en que Jesús les había citado"), que sirve de introducción y marco a todo el relato. Sigue la aparición del Señor: en su gloria pascual, como el que ha recibido del Padre "autoridad plena sobre el cielo y la tierra". Finalmente, aparece el tercer elemento propio del relato vocacional: la misión. El Señor Resucitado confía a sus discípulos (a toda la Iglesia) la misión de "recorrer" el mundo entero para "enseñar" a todos los pueblos.

Es decir, todo sucede en Galilea, donde Jesús comenzó su misión. Y, en un monte, como cuando Dios congregó a su pueblo. Comprendemos así que nos encontramos ahora en un momento decisivo en todo el Evangelio: en él, Jesús constituye el nuevo pueblo mesiánico, que continúa su misión. Pero la misión se extiende ahora a todos los hombres. Y este misión consiste en congregar a los que, sellados por el Bautismo, harían realidad el estilo de vida de Jesús en la tierra... hasta el fin de este mundo.

Porque el término "enseñar" tiene aquí un significado profundo: los bautizados deben hacer de los pueblos "discípulos" del Resucitado. Aparece así la dimensión esencial de la misión de la Iglesia: ella tiene el encargo de atraer a todos los pueblos al seguimiento del Señor, introduciéndolos en una relación viva y vivificante con su Palabra, y, por consiguiente, con su Persona.

El encargo de "hacer discípulos" se especifica y concreta con la acción de "bautizar" y "enseñar". Dicho de otra manera: ser discípulo del Resucitado significa participar, mediante la fe, el bautismo y la vida constantemente nutrida por la Palabra, en la comunión con el Padre mediante el Hijo, en el Espíritu. El cristiano es justamente aquel que ha sido bautizado una vez para siempre "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo", pues ha recibido el Espíritu que lo une al Hijo, y, por consiguiente, lo hace partícipe de su eterna comunión de amor en la que viven las tres divina personas.

La existencia cristiana, significada sacramentalmente por el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, es, pues, una existencia guiada por el Espíritu, transfigurada en el Hijo, ensalzada a la contemplación y a la alabanza del amor del Padre. La Iglesia vive así, en la propia carne, el misterio santísimo de la Trinidad, porque la Iglesia está unida a Cristo, y Cristo al Padre, y el Espíritu arranca incesantemente a los bautizados del poder de las tinieblas al reino del Hijo amado del Padre.

En definitiva, la misión de la Iglesia se sitúa en el horizonte de su misma vocación. Los bautizados son enviados a hacer de los pueblos lo mismo que ellos son ya: discípulos del Señor. La presencia salvadora del Señor ("Yo estoy con vosotros todos los días hasta el final de este mundo"), en cuanto que guía a los discípulos por el camino del apropia autenticidad y fidelidad, es coextensivamente la garantía de la fecundidad del Evangelio anunciado y testimoniado.

Las últimas palabras de Jesús son como una invitación a volver al principio del evangelio, para escuchar de nuevo sus enseñanzas y contemplar sus signos, como enseñanzas y signos del resucitado. Y son también, desde la certeza de que el Resucitado sigue presente en medio de su Iglesia.