VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Jr 17, 5-8;

Sal 1;

1Co 15, 12. 16-20;

Lc 6, 17. 20-26


Bajando con ellos se detuvo en un paraje llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo, de toda Judea, de Jerusalén y de la región costera de Tiro y Sidón.

Y él, alzando los ojos hacia sus discípulos, decía: "Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios. Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados. Bienaventurados los que lloráis ahora, porque reiréis. Bienaventurados seréis cuando los hombres os odien, cuando os expulsen, os injurien y proscriban vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del hombre.

Alegraos ese día y saltad de gozo, que vuestra recompensa será grande en el cielo. Pues de ese modo trataban sus padres a los profetas. "Pero ¡ay de vosotros, los ricos!, porque habéis recibido vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que reís ahora!, porque tendréis aflicción y llanto. ¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas.


Lc 6, 17. 20-26


En el itinerario de los domingos del tiempo ordinario, el domingo pasado el evangelio nos mostraba las primeras llamadas. Hoy y la semana que viene veremos como Jesús nos define el Reino, a través de las Bienaventuranzas. El evangelio de hoy nos las presenta con todo su contenido: «…Dichosos los pobres... dichosos los que ahora tenéis hambre... dichosos los que ahora lloráis... dichosos, vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, e insulten, y proscriban vuestro nombre por causa del Hijo del hombre…». Estas cuatro bienaventuranzas vienen complementadas por cuatro no bienaventuranzas: «…Ay de vosotros, los ricos... Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados... Ay de los que ahora reís... Ay si todo el mundo habla bien de vosotros...».
El texto es muy realista, hoy nuestros oyentes, y cada uno de nosotros, oirá del propio Jesús: «…Dichosos los que ahora... Ay de vosotros lo que...». Y una vez más, Jesús se habrá situado: Él es, aquí Dios mismo se pone a favor de los necesitados: «…Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios…». Precisamente, porque Cristo es para ellos, los que pasan hambre, los que lloran, los que son perseguidos por causa del mismo Cristo, recibirán la plenitud del reino mesiánico, la abundancia y la paz de las bodas del Cordero: «…porque quedaréis saciados, porque reiréis, porque vuestra recompensa será grande en el cielo…». Este anuncio de salvación es el mismo que Jesús proclamó en la sinagoga de Nazaret: «…El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor…». Esta profecía de Isaías se cumple ahora en Jesucristo y se hace presente.

Pobreza, hambre, odio y persecución, estas condiciones no son un bien, aunque los que las sufren sean proclamados dichosos por Jesucristo, no son la finalidad de nuestra existencia. En el sentido concreto nos ayudan a no hacer de la ascesis cristiana un ejercicio de autodestrucción. Con todo, el bienestar, la comodidad, nos puede hacer perder de vista el valor verdadero de esta ascesis. La pobreza, el hambre, el llanto, el odio y la persecución designan a los seres que llamamos pobres, necesitados, desvalidos. A los extranjeros, los huérfanos y las viudas que disfrutan del favor de Dios durante toda la historia de la salvación. Estos seres son capaces de poner toda su confianza en el Señor. Abiertos totalmente al Padre, Dios habitará en ellos: serán felices, herederos del Reino.

Es esta capacidad la que las bienaventuranzas reclaman a todos los hombres: somos llamados a ser seres sin ataduras, sin condicionamientos, más que Dios mismo. Es hora de recurrir a la primera lectura y al salmo responsorial. Jeremías es, desde este punto de vista, de lo más explícito: «…Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza apartando su corazón del Señor…». Maldito el que hace del hombre, de sí mismo, un Dios, un ídolo, un absoluto. Por tanto, maldito el rico que hace de la riqueza su ídolo; maldito el saciado que idolatra la comida como la satisfacción de sus propias necesidades; maldito el que ríe, porque hace de su propia satisfacción personal su ídolo; maldito el que busca que se hable bien de él porque hace de la seguridad personal, de la fama, del bienestar, su ídolo. Estos acabarán vacíos, porque su consuelo, su satisfacción se acaba en ellos mismos. Vivirán en «…la aridez del desierto, tierra salobre e inhóspita…».

El drama del hombre es porque busca la felicidad a su medida; este hombre edifica a partir de las reservas seguras, que ha podido acumular, frecuentemente con malas artes: dinero, amor, profesionalidad. Pero el corazón se sitúa en una nueva e inesperada alternativa, desde la que se siente llamado, para remontar la noción de una felicidad hecha a su mediocre medida, y lanzarse a vivir en comunión con el Absoluto y descubrir a Aquel que puede hacerle totalmente feliz. El sentido de esta idea clave sobre la felicidad viene concretizada en el sermón de la montaña, donde Jesucristo nos revela la carta magna del cristianismo: El discurso o sermón de las bienaventuranzas, donde la primera palabra es clave: bienaventurados. Efectivamente, Dios había puesto a Adán y Eva, en un paraíso; la humanidad misma está destinada desde su creación a un paraíso, a ser feliz. Basta por otra parte, mirar alrededor de sí y en nuestro propio corazón para comprobar cómo aspira el hombre a la felicidad. Es una verdadera carrera, llena de avidez y empeño a ser bienaventurados, o sea: Santos.

La palabra Bienaventurado, por tanto, nos presenta al hombre que ha nacido de Dios, pero para que se dé este nacimiento, ha sido precedido por toda una gestación, como el hijo para los esposos, antes del nacimiento deben darse necesariamente actos previos; lo mismo en la vida cristiana. La predicación es como el semen que fecundará nuestra vida del espíritu de Dios para ser: recreados, ser revestidos de una vida nueva. Pero alguno me dirá: ¿Qué ha significado entonces mi bautismo? Un don de Dios para la vida de quien lo ha recibido. La misión de la Iglesia es no sólo dar a conocer a Cristo, éste es el primer impacto, pero la predicación será la pedagogía de la Iglesia a través de la cual se nos irá dando la gracia, la que nos prepara a recibir la vida sacramental -de Gracia-, y a vivir la vida de Cristo, que es un Don no vivido desde nuestras fuerzas, esta es la vida de un Bienaventurado: ser otro Cristo.

 

Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano "Corazon de Cristo"
Diócesis del Callao - Perú