XVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Gn 18, 20-32; Sal 137; Col 2, 12-14; Lc 11. 1-13

Estaba él orando en cierto lugar y cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: “Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos.” Él les dijo: “Cuando oréis decid: Padre, santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan cotidiano, y perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe, y no nos dejes caer en tentación.”

Les dijo también: “Si uno de vosotros tiene un amigo y, acudiendo a él a medianoche, le dice: ‘Amigo préstame tres panes, porque ha llegado de viaje a mi casa un amigo mío y no tengo qué ofrecerle’, y aquél, desde dentro, le responde: ‘No me molestes; la puerta ya está cerrada, y mis hijos y yo estamos acostados; no puedo levantarme a dártelos’, os aseguro que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, se levantará para que deje de molestarle y le dará cuanto necesite. “Yo os digo: Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, le abrirán. ¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!”.


Lc. 11, 1-13


El evangelio de hoy nos pone ante una pregunta fundamental que Cristo responde: "Señor enséñanos a orar". Estas palabras dirigidas directamente a Cristo y que hoy nos recuerda la lectura del Evangelio, no pertenecen sólo al pasado. Son palabras repetidas constantemente por los hombres, es un problema siempre actual: el problema de la oración.

¿Qué quiere decir orar? ¿Cómo hay que orar? Por eso la respuesta que dio Cristo es siempre actual. En la respuesta que dio Cristo, Él enseñó, a los que le preguntaban, las palabras que debían pronunciar para orar, para dirigirse al Padre.

¿Qué quiere decir orar? Orar significa sentir la propia insuficiencia, sentir la propia incapacidad a través de las diversas necesidades que se presentan al hombre, las necesidades que constantemente forman parte de su vida. Como, por ejemplo, la necesidad de pan a que se refiere Cristo, poniendo como ejemplo al hombre que despierta a su amigo a media noche para pedirle pan. Tales necesidades son numerosas. La necesidad de pan, es en cierto sentido, el símbolo de todas las necesidades existenciales que nacen del hombre.

A la respuesta de Cristo, en la liturgia de hoy, pertenece también el pasaje del Génesis, cuyo personaje principal es Abraham. Y el principal problema es el de Sodoma y Gomorra; o también, en otras palabras, el del bien y el del mal, del pecado y de la culpa; es decir, el problema de la justicia y de la misericordia. Espléndido es ese coloquio entre Abraham y Dios, en que se demuestra que orar quiere decir moverse continuamente en la obra de la justicia y de la misericordia, es un introducirse entre una y otra en Dios mismo.

Orar, por tanto, quiere decir ser consciente de todas las necesidades del hombre, de toda la verdad sobre el hombre y, en nombre de esa verdad, cuyo sujeto directo soy yo mismo, pero también mi prójimo, todos los hombres, la humanidad entera, en nombre de esa verdad, dirigirse a Dios como al Padre.
Ahora bien, según la respuesta de Cristo a la pregunta «enséñanos a orar» todo se reduce a este singular concepto: aprender a orar quiere decir aprender quién es el Padre. Si nosotros aprendemos, en el sentido pleno de la palabra, en su plena dimensión, la realidad «Padre», hemos aprendido todo. Aprender quién es el Padre quiere decir aprender la respuesta a la pregunta cómo se debe orar, porque orar quiere decir también encontrar la respuesta a una serie de preguntas ligadas, por ejemplo, al hecho de que yo oro y a veces no soy escuchado. Por tanto, aprender a orar quiere decir conocer al Padre de ese modo; aprender a estar seguros de que el Padre no rechaza jamás sino que, por el contrario, da el Espíritu Santo a quienes lo piden.

Aprender a orar quiere decir aprender quién es el Padre y adquirir una confianza absoluta en Aquel que nos ofrece este don cada vez más grande y, ofreciéndonoslo, jamás nos engaña. Y si a veces, o incluso frecuentemente, no recibimos directamente lo que pedimos, en este don tan grande -cuando se nos ofrece- se hallan encerrados todos los otros dones; aunque no siempre nos damos cuenta de ello.

El hombre, defraudado de tantos programas, de tantas ideologías, si se somete a la acción del espíritu descubre en sí el deseo de lo que es espiritual. Creo que, realmente, hoy pasa una revolución así por el mundo. Son muchas las comunidades que oran, oran quizá como nunca se oró antes, de modo diverso, más completo, más rico, con una mayor apertura a ese don que nos da el Padre; y también con una nueva expresión humana de esa apertura. Diría que con una oración nueva.
Esta gran revolución de la oración es el fruto del don y es también el testimonio de las inmensas necesidades del hombre moderno y de las amenazas que pesan sobre él y sobre el mundo contemporáneo. Creo que la oración de Abraham y su contenido son muy actuales en los tiempos en que vivimos. Es necesaria una oración así, para tratar con Dios por cada hombre. Resulta así evidente que la primera lectura y el evangelio convergen en la plegaria (oración) y concretamente en la petición. La ingenuidad de Génesis permite darse cuenta, por una parte, de la con naturalidad de la oración y, por otra, de su eficacia.

San Agustín al comentar el evangelio de hoy dice: «El Señor añadió una exhortación a la parábola; en ella nos estimuló ardientemente a pedir, buscar y llamar hasta conseguir lo que pedimos, lo que buscamos y aquello por lo que llamamos, sirviéndose de un ejemplo, por contraste: El del juez que, a pesar de no temer a Dios ni sentir respeto alguno por los hombres, ante la insistencia cotidiana de cierta viuda, vencido por el cansancio, le dio refunfuñando lo que no supo otorgar como favor. Nuestro Señor Jesucristo, que con nosotros pide y con el Padre da, no nos exhortaría tan insistentemente a pedir si no quisiera dar. Avergüéncese la desidia humana: está más dispuesto Él a dar que nosotros a recibir; más ganas tiene Él de hacernos misericordia que nosotros de vernos libres de nuestras miserias. Y quede bien claro: si nos exhorta, lo hace para nuestro bien.

(…) Cuando hayas conseguido los tres panes, es decir, el alimento que es el conocimiento de la Trinidad, tendrás con qué vivir tú y con qué alimentar al otro. No tengas miedo de que venga un peregrino de viaje; al contrario, hazle miembro de tu familia recibiéndolo. No temas tampoco que se te acaben las provisiones. Ese pan no se termina; antes bien, terminará él con tu indigencia. Es pan, y es pan, y es pan: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Inmutable el Padre, inmutable el Hijo e inmutable el Espíritu Santo; eterno el Padre, coeterno el Hijo y coeterno el Espíritu Santo; Creador tanto el Padre, como el Hijo, como el Espíritu Santo; pastor y dador de vida tanto el Padre, como el Hijo, como el Espíritu Santo. Alimento y pan eterno el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Aprende esto tú y enséñalo. Vive de él tú y alimenta al otro. Dios, que es quien da, no puede darte otra cosa mejor que a sí mismo. ¡Avaro! ¿Qué otra cosa deseas? Si pides algo más, ¿qué te ha de bastar, si Dios no te basta? Mas, para que pueda serte dulce lo que te da, es necesario que poseas caridad, que tengas fe, que tengas esperanza. Son dones también de Dios (Sermón 105, 1-4)».


Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano Corazon de Cristo
Diócesis del Callao - Perú