XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

2 S 12, 7-1.13; Sal 31; Ga 2, 16.19-21; Lc 7, 36 -8, 3

Un fariseo le rogó que comiera con él, y, entrando en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: "Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora." Jesús le respondió: "Simón, tengo algo que decirte." El dijo: "Di, maestro." Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?" Respondió Simón: "Supongo que aquel a quien perdonó más." El le dijo: "Has juzgado bien", y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: "¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra." Y le dijo a ella: "Tus pecados quedan perdonados." Los comensales empezaron a decirse para sí: "¿Quién es éste que hasta perdona los pecados?" Pero él dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado. Vete en paz."

Y sucedió a continuación que iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.


Lc 7, 36 -8, 3


En los domingos del tiempo ordinario que hoy reiniciamos seguimos las enseñanzas de Cristo a través del evangelio de San Lucas, y uno de los temas fundamentales de este evangelio es la manifestación que Jesús hace sobre sí mismo, Él es quien viene a buscar y salvar a los pecadores. En este sentido Él se proclama como Dios, puesto que en la conciencia de los judíos sólo Dios puede perdonar los pecados. De esta manera se revela la gran misericordia de Dios, Nuestro Padre que Hoy se sigue manifestando para cada uno de nosotros gracias a la muerte y resurrección de su Hijo. A través de la liturgia de esta semana Cristo nos llama a vivir en permanente correspondencia al amor que nos tiene y que se mantiene más allá de nuestros pecados.
Las lecturas nos invitan a descubrir y acoger en la obediencia de la fe, la bondad y gratuidad del amor de Dios, rico en misericordia, que aún antes de que el pecador se arrepienta, se muestra dispuesto al perdón y a la reconciliación. Un Padre que además nos muestra constantemente los caminos a través de los cuales el pecador arrepentido puede regresar y alcanzar la conversión.

El pecado de David, del que habla la primera lectura, es grande: dominado por la concupiscencia, para conseguir a una mujer, se ha convertido en un asesino. David llega al arrepentimiento, «…He pecado contra el Señor…», y por tanto al perdón, porque confiesa su pecado; y tras esta confesión, se le perdona su culpa, porque se ha hecho sensible y dócil ante la palabra de Natán, el profeta, palabra que reconoce como Palabra de Dios. Esta Palabra divina, reprueba la conducta que lleva en su vida el rey elegido y puesto por Dios al frente de su pueblo. El profeta hace una denuncia abierta y clara de la situación de pecado de David, que consiste principalmente en la no observancia de la ley; pero enseguida hace una enumeración de los beneficios que Dios concede al pecador, en este caso David, cuando se arrepiente de corazón; como dijo Nuestro actual Papa el mes pasado: “…la santidad no consiste en no pecas sino en arrepentirse de las culpas y levantarse del pecado…”.

En similar sentido la enseñanza de San Pablo en la segunda lectura puede entenderse como una manifestación concreta de este arrepentimiento de corazón, «…El hombre no se justifica por cumplir la ley…». Pablo es un fariseo y un pecador que ha sido perdonado. Pero, para ello Jesús le ha concedido ver su pecado: «… ¿por qué me persigues?...», y su falso celo ha sido transformado por la gracia en un celo auténtico. Por eso a partir de entonces está «…muerto para la ley, porque la ley me ha dado muerte…»; con su perseverancia en el camino de la ley - que produce el pecado, ha llegado a su fin; no por sus propias fuerzas sino por la gracia del que se le ha revelado, Jesucristo, crucificado por la ley, pero crucificado por amor a él. Es a partir de este descubrimiento-encuentro con el amor de Cristo, que Pablo inicia su conversión. A partir de Cristo, San Pablo nos comunica que no es el cumplimiento servil de la ley, sino la fe lo que justifica, es decir, hace entrar en el orden de la salvación, en tanto que la justificación nos hace morir con Cristo y nos da su vida.

En el evangelio se nos presenta a la pecadora que importuna en casa del fariseo, a quien se le perdonan sus muchos pecados porque «…ha mostrado mucho amor…». Y sin embargo, aunque la prostituta era una amante extraviada y pecaminosa, era y es una mujer de alguna manera amable y amada, no instalada en su propia justicia, y en su amor aún impuro encontrará la gracia divina del perdón un punto de contacto para impulsarla a este maravilloso testimonio de arrepentimiento. Es importante analizar el diálogo entre Jesús y el fariseo Simón que, murmuraba internamente de la actitud y la actuación de Jesús ante aquella pecadora. Se contraponen las actitudes del fariseo y la de Jesús, el fariseo se considera bueno porque observa la ley en todo su rigor. Su actitud es arrogante y su seguridad excesiva, al punto que se cree con la capacidad de juzgar no sólo a aquella mujer, sino también a Jesús. Frente a esta actitud del fariseo, Jesús aparece ejerciendo, una vez más, la misericordia de Dios. Jesús provoca un encuentro fundado en la misericordia divina invitándonos a ver la gracia del verdadero arrepentimiento. Así, la mujer pecadora tiene un encuentro de amor y de perdón, de manera que en su fe encuentra la salvación, mientras el fariseo, que representa a quienes se creen tan justos que hasta Dios les debe, se ve privado de esta oportunidad de experimentar el amor de Dios.

Se nos invita a comprender que para ser salvados y ser llevados a la vida eterna, es necesario que aceptemos que somos pecadores, necesitados de la salvación que el Padre nos ofrece por la fe en su Hijo muerto y resucitado por nosotros. Aceptar esta verdad es aceptar el amor gratuito de Dios que es lo único que salva, y que libera del pecado. Dice Anfiloquio: «… Cristo —que no se pronuncia sobre el pecado, pero alaba la penitencia; que no castiga el pasado, sino que sondea el porvenir—, haciendo caso omiso de las maldades pasadas, honra a la mujer, encomia su conversión, justifica sus lágrimas y premia su buen propósito. (…) Por tanto, todos los aquí presentes, imitad lo que habéis oído y emulad el llanto de esta meretriz. Lavaos el cuerpo no con el agua, sino con las lágrimas; no os vistáis el manto de seda, sino la incontaminada túnica de la continencia, para que consigáis idéntica gloria…» (Anfiloquio de Iconio, Homilía sobre la mujer pecadora, PG 61, 745-751).

Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano Corazon de Cristo
Diócesis del Callao - Perú