Solemnidad de Pentecostés

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Hch 2, 1-11; Sal 103; Rm 8, 8-17; Jn 20, 19-23.

Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: "La paz con vosotros." Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: "La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.
Dicho esto, sopló y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos."


Jn 20, 19-23.


La semana anterior celebramos la Fiesta de la Ascensión del Señor, Solemnidad con la cual se expresa en plenitud el sentido del Misterio Pascual de Cristo; la obra redentora del Mesías Salvador que da cumplimiento a las promesas hechas a nuestros antiguos padres por parte de Dios. Hoy, Fiesta de Pentecostés, el Espíritu Santo desciende con potencia sobre los apóstoles; de este modo se inicia la vida de la Iglesia con un mandato; pues la Iglesia sin la misión no se puede concebir: la Iglesia siempre está en misión. Jesús mismo preparó a los once para esta misión al aparecérseles en varias ocasiones después de la resurrección. Antes de la Ascensión al Cielo, «…les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre…»; es decir, les pidió que se quedaran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Por ello los apóstoles se reunieron en oración, junto con María, en el Cenáculo, en espera de este acontecimiento prometido.

En la primera lectura los Hechos de los Apóstoles, nos recuerdan lo que sucedió en Jerusalén cincuenta días después de la Pascua. Cristo, antes de subir al cielo, había encomendado a los Apóstoles una gran tarea: "…Id (...) y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado…". También les había prometido que, después de su partida, recibirían "…otro Consolador…", que les enseñaría todo. Esta promesa se cumplió precisamente el día de Pentecostés: el Espíritu, bajando sobre los Apóstoles, les dio Luz y la fuerza necesaria para hacer discípulos a todas las gentes, anunciándoles el evangelio de Cristo.

Es importante precisar que cuando Jesús prometió el Espíritu Santo, habló de Él como el "Espíritu de la verdad", porque guiaría a la Iglesia hacia la verdad completa. Y manifestó que el Espíritu Santo daría testimonio de Él, añadiendo además: "…Y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo…". Entonces en el momento en que el Espíritu desciende en Pentecostés sobre la comunidad reunida en el Cenáculo, se da comienzo a este doble testimonio: el del Espíritu Santo y el de los Apóstoles. El testimonio del Espíritu Santo que proviene de la profundidad del misterio de la Trinidad, y el testimonio de los Apóstoles que es humano, porque transmite a la luz de la revelación, su experiencia de vida junto a Jesús. Poniendo los fundamentos de la Iglesia Cristo atribuye gran importancia al testimonio humano de los Apóstoles. Quiere que la Iglesia viva de la verdad histórica de su Encarnación, que, por obra de los testigos, en ella esté siempre vivo y operante el memorial de su muerte en la cruz y de su resurrección, el misterio Pascual.

San Pablo subraya esto en la segunda lectura cuando dice: "…En realidad todos nosotros estamos bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo Cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres; todos hemos bebido del mismo Espíritu…”. En la Iglesia hay solamente hermanos y hermanas de Jesucristo libres. El viento y el fuego del Espíritu Santo abren y quiebran todas las barreras que entre los hombres y las mujeres continuamente se construyen para permitirnos pasar desde nuestro Babel -la cerrazón de corazón dentro de nosotros- a Pentecostés. Por ello, debemos rogar continuamente para que el Espíritu Santo nos abra y nos dé la gracia de la comprensión, de modo que lleguemos a ser el pueblo del Dios que proviene de todo pueblo; aún más, nos dice San Pablo: en Cristo, un único pan que nos alimenta a todos en la Eucaristía y nos atrae hacia sí en su cuerpo clavado en la cruz.

En el evangelio el Señor Resucitado pasa a través de las puertas cerradas y entra en el lugar donde están los discípulos, y los saluda dos veces con las palabras: “la paz esté con vosotros". Nosotros cerramos continuamente nuestras puertas; deseamos sentirnos seguros y no deseamos ser molestados por los demás ni siquiera por Dios; por eso, podemos implorar continuamente al Señor precisamente para que Él venga a nosotros, venciendo nuestro encierro y escuchemos: "la paz esté con vosotros". Este saludo del Señor es un puente que él construye entre el cielo y la tierra. Él desciende en este puente hasta nosotros, y nosotros podemos subir este puente hacia la Paz. Sobre este puente, siempre junto con El, debemos llegar a quién nos necesita, abajándonos junto con Cristo, porque el abajamiento que el amor nos pide, es al mismo tiempo la verdadera ascensión.

En la Revelación cristiana el soplo de Dios no es solamente una fuerza que transforma al hombre: es una persona divina que penetra al interno del hombre, y hace del hombre lo que Cristo dice en el Evangelio de San Juan: "... Yo y el Padre haremos morada en él...". Por eso, todo el amor divino que ha inspirado el diseño de la salvación, se comunica a la humanidad a través de la persona del Espíritu Santo. En efecto, la vida más íntima de Dios, la revelación de su amor, y ese soplo divino es el respiro del amor del Padre y del Hijo, de modo que el Espíritu es este amor que sopla y que atrae a la humanidad, envolviéndola tiernamente en este amor recreador y regenerador de Dios. Este nuevo soplo que hace surgir a la Iglesia en el día de Pentecostés es un soplo de amor. Mediante el Espíritu Santo la comunidad cristiana animada de la vida divina y el amor divino. Esta comunidad recibe la fuerza para amar: "...como Cristo nos ha amado...".

El Papa Benedicto XVI ha dicho: “…a los hombres, a pesar de todas sus limitaciones, se da ahora algo absolutamente nuevo: el soplo divino. La vida de Dios reside en nosotros. El hálito de su amor, de su verdad y de su bondad” (Homilía en la Solemnidad de Pentecostés 2005). Este soplo es al mismo tiempo el que impulsa a la Iglesia a un amor universal por los hombres, como el amor de Cristo Buen Pastor. Un amor que conforma a la comunidad en la unidad que no la lleva a encerrarse en sí misma, sino que la estimula a la apertura y a la acogida. El Espíritu inspira la voluntad de comunicar a todos el don de la vida de Cristo. Festejar Pentecostés significa, por tanto, abrirse a este viento transformador que nos comunica la Gracia ganada por Cristo, el Mesías, nuestro Salvador-Redentor.


Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano Corazon de Cristo
Diócesis del Callao - Perú