XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Eclo 35, 15-17. 20-22;    Sal 33;    2Tm 4, 6-8. 16-18;    Lc 18, 9-14 

Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola: "Dos hombres subieron al templo a orar; uno fariseo, otro publicano. El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: "¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias." En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: "¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!" Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado."

Lc 18, 9-14 

La semana anterior las lecturas ponían énfasis en el orar con insistencia contra el adversario, según el libro del Apocalipsis hay un adversario, uno que acusa al hombre, y este es el demonio, contra quien Cristo ha venido a revelarnos la justicia divina. El evangelio de la presente semana también está puesto en el contexto de la oración pero nos revela otro aspecto de este inagotable pozo cuando Dios lleva al hombre a la oración, por eso que a tantos santos en la historia de la Iglesia Dios les ha inspirado fundar órdenes religiosas e incluso les ha concedido visiones y gracias especiales, a partir de estos precedentes con mucho discernimiento entremos en la parábola del publicano y el fariseo.

Para ayudarnos a comprender este evangelio citaremos un párrafo del Papa Benedicto XVI que en su último libro, «Jesús de Nazaret», se refiere también a esta parábola:

«… Al reflexionar sobre la Torá del Mesías en el Sermón de la Montaña veremos cómo se enlazan ahora la libertad de la Ley, el don de la gracia la «mayor justicia» exigida por Jesús a los discípulos y la «sobreabundancia» de justicia frente a la justicia de los fariseos y los escribas (cf. Mt 5,20). Tomemos de momento un ejemplo: el relato del fariseo y el publicano que rezan ambos en el templo, pero de un modo muy diferente (cf. Lc 18,9-14). El fariseo se jacta de sus muchas virtudes; le habla a Dios tan sólo de sí mismo y, al alabarse a sí mismo, cree alabar a Dios. El publicano conoce sus pecados, sabe que no puede vanagloriarse ante Dios y, consciente de su culpa, pide gracia. Dos modos de situarse ante Dios y ante sí mismo. Uno, en el fondo, ni siquiera mira a Dios, sino sólo a sí mismo; realmente no necesita a Dios, porque lo hace todo bien por sí mismo. No hay ninguna relación real con Dios, que a fin de cuentas resulta superfluo; basta con las propias obras. Aquel hombre se justifica por sí solo. El otro, en cambio, se ve en relación con Dios. Ha puesto su mirada en Dios y, con ello, se le abre la mirada hacia sí mismo. Sabe que tiene necesidad de Dios y que ha de vivir de su bondad, la cual no puede alcanzar por sí solo ni darla por descontada. Sabe que necesita misericordia, y así aprenderá de la misericordia de Dios a ser él mismo misericordioso y, por tanto, semejante a Dios. El vive gracias a la relación con Dios, de ser agraciado con el don de Dios; siempre necesitará el don de la bondad, del perdón, pero también aprenderá con ello a transmitirlo a los demás. Necesita a Dios, y como lo reconoce, gracias a la bondad de Dios comienza él mismo a ser bueno. Se libera de la estrechez del moralismo y se sitúa en el contexto de una relación de amor, de la relación con Dios…» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Planeta, Bogotá, 2007, 89-90).

 

Para seguir aportando elementos para la profundización de esta parábola, San Agustín en sus Confesiones dice lo siguiente: «…Señor yo te buscaba fuera de mí cuando Tú estabas dentro de mí y por eso que en la medida que te conocía me conocía a mí…» (Confesiones, X, 27, 38). Cuando San Pablo dice en la Carta a los Romanos que la ley no justifica habla en el sentido que, en la época de Jesús, los fariseos y escribas llevaban la fe al cumplimiento de la ley y la fidelidad como una práctica ritual externa creyendo así ser fieles a la Alianza, por eso que en la parábola aparece el fariseo alabándose a sí mismo cuando dice «…yo no soy como ese publicano…», éste fariseo aparece como un hombre a quien elevar los ojos al cielo no lo lleva a reconocer a Dios sino a amarse a sí mismo. Por ello los profetas en el Antiguo Testamento manifestaban con tanta claridad diciendo: «…este pueblo me honra con los labios pero su corazón está lejos de mí…». De esta manera la actitud del fariseo nos está descubriendo que la ley o el cumplimiento de la ley o vivir en un espíritu de ley, de cumplir la norma, no lleva al hombre a tener una vida interior, un encuentro con Dios, y aquí en este momento podemos citar al hermano mayor del hijo pródigo, que también es un hombre que vive en la ley y que se escandaliza ante el amor del Padre que pude amar tan grandemente al hijo infiel. Por eso el rechazo de los fariseos a Jesús porque les escandalizaba que Jesús pudiera amar inmerecidamente a los pecadores. Pero, retomando la parábola de este domingo vemos a un fariseo que no está escandalizado del amor de Dios a los pecadores, sino que es uno que se goza porque no es como los pecadores, el fariseo es aquel que aún no ha conocido al Dios de la Nueva Alianza, como San Pablo antes de su conversión, que encarcelaba y ajusticiaba a los cristianos.

Retomando al texto de San Agustín cuando dice que Dios está dentro de nosotros mismos, la Constitución Pastoral Gaudium et spes nos dice que «…el misterio del  hombre se esclarece en el misterio de Cristo…», por eso que cuando el evangelio nos dice que el publicano bajó a su casa justificado y el fariseo no, es porque cuando el hombre entra en sí mismo no sólo Dios le concederá el don de descubrirlo sino que al mismo tiempo se desvela dentro de sí el gran misterio de que Dios en Cristo nos ha creado «… a su imagen y semejanza…», porque la justicia de Dios no solamente lleva al hombre a experimentar el perdón de Dios, sino a experimentar el poder recreador de Dios por el que retornamos, en el misterio del amor pascual de Cristo, a nuestra condición primigenia: el hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Por eso que la justicia del fariseo no le salva porque no lo llevará a esta justicia divina que hace del hombre un hombre nuevo. Es por esto que en los pecadores o publicanos se contempla este cambio existencial en la vida del hombre.

En el Discurso de la Montaña, cuando la primera bienaventuranza está referida a los pobres de espíritu, como la tradición de la patrística enseña, está referida a aquellos que se han vaciado de sí mismos y Dios es todo en ellos, como este publicano que no se ha vaciado de sí mismo para convertirse a Dios, pero a quien la vida misma lo ha llevado a una pobreza tan grande, que esa pobreza lo ha hecho sensible y disponible al encuentro con la justicia y el amor de Dios, que no actúa por los méritos del hombre sino que actúa cuando hay una disponibilidad o abandono del hombre al amor de Dios: «…éste bajó a su casa justificado y aquél no…».

Pbro. Oscar Balcázar Balcázar
Rector Seminario Diocesano Corazon de Cristo
Diócesis del Callao - Perú