Domingo de Ramos, Ciclo C.

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Procesión: Lc 19, 28-40. Misa: Is 50, 4-7; Sal 21; Flp 2, 6-11; Lc 22, 14-23, 56

 

 

“Y habiendo dicho esto, marchaba por delante subiendo a Jerusalén. Y sucedió que, al aproximarse a Betfagé y Betania, al pie del monte llamado de los Olivos, envió a dos de sus discípulos, diciendo: "Id al pueblo que está enfrente y, entrando en él, encontraréis un pollino atado, sobre el que no ha montado todavía ningún hombre; desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta: "¿Por qué lo desatáis?", diréis esto: "Porque el Señor lo necesita."" Fueron, pues, los enviados y lo encontraron como les había dicho. Cuando desataban el pollino, les dijeron los dueños: "¿Por qué desatáis el pollino?" Ellos les contestaron: "Porque el Señor lo necesita." Y lo trajeron donde Jesús; y echando sus mantos sobre el pollino, hicieron montar a Jesús. Mientras él avanzaba, extendían sus mantos por el camino. Cerca ya de la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, llenos de alegría, se pusieron a alabar a Dios a grandes voces, por todos los milagros que habían visto. Decían: "Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas." Algunos de los fariseos, que estaban entre la gente, le dijeron: "Maestro, reprende a tus discípulos." Respondió: "Os digo que si éstos callan gritarán las piedras." 

Luego de las dos precedentes semanas en las cuales la Iglesia nos ha concedido escuchar con atención dos pasajes del amor y la misericordia del Padre, en los evangelios de San Lucas y San Juan: la parábola del hijo pródigo y la adúltera sorprendida en adulterio; los que han sido una preparación para poder comenzar a celebrar el misterio de nuestra salvación. Es importante e imprescindible que el hombre de hoy reconozca que tiene necesidad  de la salvación para poder entrar y vivir el Misterio Pascual de Cristo, al que en este Domingo de Ramos la Iglesia nos introduce de manera que podamos vivirlo, celebrarlo y proclamarlo.

Los evangelios precedentes han tenido la  intención de movernos al interno de nosotros mismos para poder realmente desear celebrar el misterio de nuestra salvación; pues en síntesis el evangelio del hijo pródigo nos dijo: «...y entrando en sí mismo se dijo ...». Y en el evangelio de la semana pasada escuchamos: «... quien esté sin pecado que tiré la primera piedra...». En palabras sencillas podríamos decir a todos los que somos creyentes: quién no está necesitado de Cristo. Quiero decir con esto que no hay hombre sobre la tierra que en cuanto Cristo aparece, o se manifiesta, en su vida no comience inmediatamente a reconocer su realidad, porque solamente a través de Cristo el hombre puede conocer realmente quién es.

Entrando en el evangelio de esta semana, la Iglesia nos invita a unirnos a esta  gran multitud que aclamaba a Cristo por los milagros y grandes curaciones que habían visto realizados. El domingo de Ramos nos hace revivir esta entrada de Jesús en Jerusalén, cuando se acercaba la celebración de la Pascua. El pasaje evangélico lo presenta mientras entra en la ciudad rodeado por una multitud jubilosa. Puede decirse que, aquel día, llegaron a su punto culminante las expectativas de Israel con respecto al Mesías. Eran expectativas alimentadas por las palabras de los antiguos profetas y confirmadas por Jesús con su enseñanza y, especialmente, con los signos que había realizado. Nosotros igualmente podemos aclamar a Cristo por los innumerables milagros y curaciones que está realizando en nuestras vidas como signo de nuestra recreación, de nuestra regeneración. No lo aclamamos en un sentido de adhesión simplemente sino porque el sentirnos beneficiarios de su obra de salvación nos hace partícipes de su vida y del amor misericordioso del Padre.

Al entrar en Jerusalén, Jesús sabe que el júbilo de la multitud lo introduce en el corazón del «misterio» de la salvación. Es consciente de que va al encuentro de la muerte, que no recibirá una corona real, sino una corona de espinas. A los fariseos, que le pedían que hiciera callar a la multitud, Jesús les respondió: «Si estos callan, gritarán las piedras». Se refería en particular, a las paredes del templo de Jerusalén, construido con vistas a la venida del Mesías y reconstruido con gran esmero después de haber sido destruido en el momento de la deportación a Babilonia. Así como el antiguo templo de Jerusalén fue destruido y reconstruido, así también el templo nuevo y perfecto del cuerpo de Jesús debía morir en la cruz y resucitar al tercer día .

Por ello las lecturas de la celebración de hoy relatan el sufrimiento del Mesías y llegan a su punto culminante en la narración que hace San Lucas de la pasión. Este inefable misterio de dolor y de amor, de redención, lo manifiesta también el profeta Isaías, porque este Cristo victorioso que hoy entra a Jerusalén, para someterse a la voluntad del que lo llamó, ha sido probado en  todo y sobre todo en el sufrimiento, pero allí, en el sufrimiento, es  donde hemos visto de manera palpable la autenticidad de su misión, así en el Salmo responsorial cantamos: «...Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?...». Lo repite San Pablo en la carta a los Filipenses, en la que se inspira la aclamación que nos acompañará durante todo el «Santo Triduo Pascual»: «Cristo, por nosotros, se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz».

Por eso que este Domingo de Ramos lo podemos considerar también de una manera especial como una confesión de nuestra fe porque esta aclamación, dando un paso de mayor grado, significa confesar a Cristo como Nuestro Señor, Rey y Salvador, Pastor de nuestra vida, que se hace camino nuestro venciendo nuestra muerte para que ésta sea una garantía de la resurrección. En la cruz, Jesús muere por cada uno de nosotros. Por eso, la cruz, escándalo para el mundo, es el signo más grande y elocuente de su amor misericordioso, el único signo de salvación para todas las generaciones y para la humanidad entera. Así también lo manifestó el Papa Benedicto XVI: «...El domingo de Ramos nos dice que el auténtico gran «sí» es precisamente la Cruz, que la Cruz es el auténtico árbol de la vida. No alcanzamos la vida apoderándonos de ella, sino dándola. El amor es la entrega de nosotros mismos y, por este motivo, es el camino de la vida auténtica simbolizada por la Cruz...» (Homilía en la celebración del Domingo de Ramos, 2006)

La muchedumbre aclama a Jesús: «¡Hosanna! Bendito el que viene en el nombre del Señor» La gente lanza este grito ante Jesús, y esta expresión: «El que viene en nombre del Señor», de hecho se había convertido en la manera de designar al Mesías, porque en Jesús reconocen a quien verdaderamente viene en el nombre del Señor y trae la presencia de Dios entre ellos. Este grito de esperanza de Israel, esta aclamación a Jesús durante su entrada a Jerusalén, se ha convertido con razón en la Iglesia en la aclamación a quien, en la Eucaristía, nos sale al encuentro de una manera nueva. Así San Agustín dice, en relación al tiempo que estamos viviendo: la cuaresma es el tiempo del hombre terreno, paso previo para la Pascua, tiempo del hombre nuevo.

Es así que en este Domingo de Ramos todos nos unimos a este canto: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor!». Bendito eres Tú, oh Cristo, que también hoy vienes a nosotros con tu mensaje de amor y de vida. Y bendita es tu santa cruz, de la que brota la salvación del mundo.

¡Hosanna, Bendito el que ha venido y viene en el nombre del Señor!

Pbro. Oscar Balcázar Balcázar
Rector Seminario Diocesano Corazon de Cristo
Diócesis del Callao - Perú