II Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Mateo 17, 1-9

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Gn 12, 1-4a;    Sal 32;    2 Tm 1, 8b-10;    Mt 17, 1-9

Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se le aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: “Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salió una voz que decía: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco; escuchadle”. Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: “Levantaos, no tengáis miedo”. Ellos alzaron sus ojos y no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: “No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos”. 

Continuando con el itinerario cuaresmal, la liturgia de este Segundo Domingo de Cuaresma nos presenta la transfiguración de Jesucristo delante de tres de los discípulos. Hoy escuchamos junto con los Apóstoles el anuncio de la Resurrección «…No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos», en el camino hacia Jerusalén, donde viviremos el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. En este camino de cuaresma el Señor nos provee de los medios necesarios: la limosna, el ayuno y la penitencia, cuya práctica nos llevará precisamente a orientar nuestra vida hacia la Pascua, acontecimiento-clave de toda la historia de la salvación. Como nos dice el Papa Benedicto XVI: «…En el tiempo cuaresmal la Iglesia se preocupa de proponer algunos compromisos específicos que acompañen concretamente a los fieles en este proceso de renovación interior: son la oración, el ayuno y la limosna (…) la Cuaresma nos invita a "entrenarnos" espiritualmente, también mediante la práctica de la limosna, para crecer en caridad y reconocer en los pobres a Cristo mismo…» (Mensaje para la Cuaresma 2008).

La primera lectura del libro del Génesis nos recuerda el sacrificio de Abraham. Isaac, el hijo único que había nacido en su vejez, el hijo de la promesa, a quien Abraham debe ofrecer por obediencia a Dios en sacrificio. El anciano patriarca se encuentra ante la perspectiva de un sacrificio que para él, como padre, es el mayor que se pueda imaginar. En medio de ello, Abraham no duda y, después de haber preparado lo necesario, parte con Isaac hacia el monte, lugar señalado. Entonces obedece fielmente: construye un altar, coloca la leña, ata al hijo amado y toma el cuchillo para sacrificarlo. En el momento final oye una voz que lo detiene y escucha desde lo alto: «…No alargues tu mano contra tu hijo ni le hagas nada, que ahora ya sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único hijo….». Este acontecimiento es testimonio vivo de la fe y el abandono de un padre en las manos de Dios, por algo San Pablo llama a Abraham «padre de todos los creyentes».

La fe del padre de los creyentes es un reflejo del misterio de Dios, misterio de amor que une al Padre y al Hijo. Por ello cuando San Pablo nos dice: «…El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿como no nos dará todo con él?...», está introduciéndonos en el tema fundamental de la liturgia de hoy el misterio del amor divino revelado en el sacrificio de la cruz. El sacrificio de Isaac anticipa el sacrificio de Cristo: el Padre no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó para la salvación del mundo. Dios que detuvo el brazo de Abraham en el momento en que estaba a punto de inmolar a su hijo Isaac, no duda en sacrificar a su propio Hijo por nuestra redención. Después del sacrificio del Hijo de Dios, no necesitamos de ninguna otra expiación humana, porque su sacrificio en la cruz abarca y supera cualquier sacrificio que el hombre pueda ofrecer a Dios, la liturgia eucarística celebra el misterio pascual.

En el evangelio de hoy la transfiguración del Señor, según la tradición tuvo lugar en el monte Tabor, se pone de manifiesto la persona y la obra de Dios Padre, presente junto al Hijo de modo invisible pero real. Al respecto San León Magno nos dice: «… el Señor puso de manifiesto su gloria ante los testigos que había elegido, e hizo resplandecer de tal manera aquel cuerpo suyo, semejante al de todos los hombres, que su rostro se volvió semejante a la claridad del sol y sus vestiduras aparecieron blancas como la nieve. En aquella transfiguración se trataba, sobre todo, de alejar de los corazones de los discípulos el escándalo de la cruz, y evitar así que la humillación de la pasión voluntaria conturbara la fe de aquellos a quienes se había revelado la excelencia de la dignidad escondida (San León Magno, Sermón 51, 3-4.8)».

Es oportuno remitirnos a las palabras del Papa Benedicto XVI cuando comenta la Transfiguración del Señor, en este pasaje evangélico nos encontramos «…como en el Sermón de la Montaña y en las noches que Jesús pasaba en oración, con el monte como lugar de máxima cercanía de Dios; de nuevo tenemos que pensar en los diversos montes de la vida de Jesús como en un todo único…se perfila sin duda en primer lugar sobre el fondo del simbolismo general del monte: el monte como lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior; el monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la inmensidad de la creación y su belleza; el monte que me da altura interior y me hace intuir al Creador…La escena de la transfiguración indica la llegada del tiempo mesiánico. Al bajar del monte Pedro debe aprender a comprender de un modo nuevo que el tiempo mesiánico es, en primer lugar, el tiempo de la cruz y que la transfiguración –ser luz en virtud del Señor y con Él- comporta nuestro ser abrasados por la luz de la pasión.» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, 360. 367).

El hecho de la Transfiguración del Señor es una llamada a vivir en la esperanza verdadera apoyados en Cristo, Palabra viva del Padre, enviado para nosotros, que estamos llamados a vivir una vida plena, en la cual se vea realizada la imagen del Hijo, para que así también el Padre pueda complacerse en nosotros contemplando su obra, por ello la transfiguración es un anticipo de la victoria de Cristo sobre la muerte, anuncia de la humanidad redimida por el misterio pascual.

Pbro. Oscar Balcázar Balcázar
Rector Seminario Diocesano Corazon de Cristo
Diócesis del Callao - Perú