V Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Juan 11, 1-45

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Ez 37, 12-14;   Sal 129;   Rm 8, 8-11;   Jn 11, 1-45

 Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: "Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo." Al oírlo Jesús, dijo: "Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella." Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba. Al cabo de ellos, dice a sus discípulos: "Volvamos de nuevo a Judea." Le dicen los discípulos: "Rabbí, con que hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vuelves allí?" Jesús respondió: "¿No son doce las horas del día? Si uno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero si uno anda de noche, tropieza, porque no está la luz en él." Dijo esto y añadió: "Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarle." Le dijeron sus discípulos: "Señor, si duerme, se curará." Jesús lo había dicho de su muerte, pero ellos creyeron que hablaba del descanso del sueño. Entonces Jesús les dijo abiertamente: "Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vayamos donde él." Entonces Tomás, llamado el Mellizo, dijo a los otros discípulos: "Vayamos también nosotros a morir con él." Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Betania estaba cerca de Jerusalén como a unos quince estadios, y muchos judíos habían venido a casa de Marta y María para consolarlas por su hermano. Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa. Dijo Marta a Jesús: "Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá." Le dice Jesús: "Tu hermano resucitará." Le respondió Marta: "Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día." Jesús le respondió: "Yo soy la resurrección El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?" Le dice ella: "Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo." Dicho esto, fue a llamar a su hermana María y le dijo al oído: "El Maestro está ahí y te llama." Ella, en cuanto lo oyó, se levantó rápidamente, y se fue donde él. Jesús todavía no había llegado al pueblo; sino que seguía en el lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban con María en casa consolándola, al ver que se levantaba rápidamente y salía, la siguieron pensando que iba al sepulcro para llorar allí. Cuando María llegó donde estaba Jesús, al verle, cayó a sus pies y le dijo: "Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto." Viéndola llorar Jesús y que también lloraban los judíos que la acompañaban, se conmovió interiormente, se turbó y dijo: "¿Dónde lo habéis puesto?" Le responden: "Señor, ven y lo verás." Jesús se echó a llorar. Los judíos entonces decían: "Mirad cómo le quería." Pero algunos de ellos dijeron: "Este, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que éste no muriera?" Entonces Jesús se conmovió de nuevo en su interior y fue al sepulcro. Era una cueva, y tenía puesta encima una piedra. Dice Jesús: "Quitad la piedra." Le responde Marta, la hermana del muerto: "Señor, ya huele; es el cuarto día." Le dice Jesús: "¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?" Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: "Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado." Dicho esto, gritó con fuerte voz: "¡Lázaro, sal fuera!" Y salió el muerto, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice: "Desatadlo y dejadle andar." Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él. 

 

Luego de los evangelios de los domingos anteriores: de la samaritana y del ciego, con los grandes temas bautismales y pascuales del agua y de la luz, escucharemos esta semana el episodio de la resurrección de Lázaro, el cual nos presenta el tema de la vida. Hoy escuchamos tres lecturas con una temática de los momentos importantes de la Historia de la Salvación, Ezequiel adelanta una palabra de resurrección, como también lo hará San Pablo en su carta. A dos semanas de la Pascua, en la que celebraremos la muerte y resurrección de Cristo, las lecturas de hoy nos comunican su mensaje de vida, pensando tanto en el pueblo Israel como en Lázaro, y a través de ellos en nosotros mismos, que esperamos la resurrección.

La primera lectura nos pone de manifiesto que el pueblo de Israel sabía lo que era el cansancio, la debilidad, la enfermedad y la muerte. Sobre todo en su época de destierro, y como allí, en una situación casi desesperada, el profeta les transmite de parte de Dios el gran anuncio: en medio de la muerte, que nos espanta con su misterio, llega a nosotros el mensaje de que Dios nos tiene preparado un destino de vida, no de muerte. Dios no es Dios de muertos, sino de vivos; es un Dios que redime y salva. Así se nos quiere hacer presente que la Pascua es un pregón de esperanza, una profecía y una garantía de vida. Por ello en el evangelio de esta semana Cristo le dice categóricamente a Marta: «... Yo soy la resurrección El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás....».

La segunda lectura subrayará la fe en la fuerza del Espíritu de Cristo resucitado que habita en nosotros y que nos hará resucitar de entre los muertos. San Pablo nos hace presente que nosotros los cristianos ciertamente debemos morir a la vida terrena, pero que, en virtud de la resurrección de Jesús y de su Espíritu Santo que habita en nosotros, tenemos la seguridad de que Dios, por este Espíritu, «…vivificará también nuestros cuerpos mortales…». La única condición es que nos dejemos conducir por el Espíritu de Dios Padre y de Cristo, dejando de lado lo mundano y perecedero, porque con este Espíritu de Cristo Resucitado ya habita en nosotros el germen de la vida eterna de Dios, el cual es garantía plena de la vida eterna a la cual estamos llamados.

En el evangelio, la resurrección de Lázaro es el signo del restablecimiento de la creación en su esplendor primero. Este evangelio nos pone de relieve una tipología bautismal: la resurrección de Lázaro, es tipo de la de Jesús y de nuestra propia resurrección a la vida divina en el bautismo, en medio de la espera de una resurrección definitiva. Nos encontramos en presencia de un signo que es muy representativo, que es respuesta a la fe y realizado para gloria de Dios.

Al mismo tiempo podemos decir que la fe de Marta está indicada en su lamento: «Si hubieras estado aquí...». Marta cree en el poder de Jesús; en presencia suya, todo se puede esperar. Sus palabras atesoran una esperanza. Marta pasará de la fe en la resurrección en el último día, tal como creían los judíos, y según lo que las palabras de Jesús le parecían a ella significar, a la fe en Jesús, que es la resurrección y la vida para los que creen en Él. La resurrección de Jesús, anunciada por la de Lázaro, es signo de nuestra propia resurrección. Y he ahí a Marta dando el paso a la fe en Cristo, a la fe en la palabra de Aquel que ha sido enviado por el Padre. Es el acto de fe de todo bautizado: creer en la Palabra, en Cristo muerto y resucitado. La fe de María se sitúa en el mismo nivel. Ella no corre hasta el sepulcro de su hermano sino que se dirige a Jesús y se postra a sus pies. Oímos de boca de María la misma profesión de fe implícita que de su hermana: «…Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto…». Cristo se muestra conmovido ante esta manifestación de fe. Es así que resucita a Lázaro, para manifestar la gloria de Dios. Marta y María ven la gloria de Dios en la resurrección de Lázaro que es signo de nuestra resurrección final, la cual para el cristiano da un nuevo sentido a la muerte.

El Siervo de Dios Juan Pablo II nos dice: «… entre los varios “muertos”, resucitados por Jesús, merece especial atención Lázaro de Betania, porque su resurrección es como un “preludio” de la cruz y de la resurrección de Cristo, en el que se cumple la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte. Una vez más nos encontramos ante la relación entre la resurrección de Cristo y su Palabra, ante sus anuncios ligados «a las Escrituras» (…) la resurrección de Lázaro se presenta en el cuarto Evangelio como un anuncio y una prefiguración de la resurrección de Jesús…» (Catequesis «El sepulcro vacío y el encuentro con Cristo Resucitado», 1 de febrero de 1989).

La resurrección de Lázaro es signo de una vida abierta a Dios, opuesta totalmente a la muerte y a un final que aún muchos consideran absurdo. El grito de Jesús: «Lázaro, sal fuera» es el grito que despierta a la vida, el que invita a vivir en el amor infinito de Dios. Creer en Jesús es creer en la vida eterna y el deseo de alcanzarla es el mismo deseo de Dios en nosotros, el que hace que toda nuestra vida sea una continua búsqueda: «…Llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero eso es lo que significa recibir esperanza…» (Benedicto XVI, Spe salvi, 3). De la fe se espera la vida eterna, la vida verdadera que, totalmente y sin amenazas, es sencillamente vida en toda su plenitud. «La vida en su verdadero sentido no la tiene uno solamente para sí, ni tampoco sólo por sí mismo: es una relación. Y la vida entera es relación con quien es la fuente de la vida. Si estamos en relación con Aquel que no muere, que es la Vida misma y el Amor mismo, entonces estamos en la vida. Entonces vivimos» (Spe salvi, 27).

Citamos un texto de San Agustín: «… El haberse hecho hombre por nosotros ha contribuido más a nuestra salvación que los milagros que ha realizado en medio de nosotros; el haber curado las enfermedades del alma es más importante que el haber curado las enfermedades del cuerpo destinado a morir (…) todo lo que temporalmente fue sanado en el cuerpo mortal, al final, fue deshecho; pero el alma que creyó, pasó a la vida eterna…» (San Agustín, In Io Ev. Tr., 17, 1). Pero hoy, por qué incluso hombres de Iglesia dudan de la resurrección; porque aman el mundo, por eso los fariseos no creían, porque no amaban la Alianza ni la luz sino el mundo y su bienestar; por eso nuestro actual Papa Benedicto XVI nos dice de no vivir una falsa religiosidad (24 de febrero 2008).

Pbro. Oscar Balcázar Balcázar
Rector Seminario Diocesano Corazon de Cristo
Diócesis del Callao - Perú