XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Mateo 21, 28-32

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

En el presente domingo vamos a ofrecer como ayuda para el proyecto de la homilía un comentario de San Agustín que nos parece muy oportuno, y que nos explica, en líneas generales lo que significa la obediencia en el sentido evangélico. Hoy, en nuestros días, la palabra obediencia en la Iglesia no sólo está decayendo en su uso como expresión, sino en cuanto a su contenido, e incluso en algunos ámbitos se dan ciertas interpretaciones que se alejan de la raíz bíblica. La obediencia en la Iglesia como lo ha sido en la vida de Cristo, no es dialogar, o sea no es producto de un acuerdo democrático entre dos partes. Por esto ante el evangelio de la presente semana y como un servicio a la Iglesia (y sobre todo a nuestros lectores), ofrecemos de esta manera el presente comentario.

Dios se encuentra con los hombres en su vida cotidiana; lleva a cabo su historia de la salvación, participando de su historia terrena. “¿Qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos a ella como lo está de nosotros Yahvé, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?” (Dt4, 7). Un Dios que habita cerca de los hijos de los hombres establece con ellos múltiples y ricas relaciones; crea relaciones de autoridad-sumisión, de mando-obediencia, de superioridad-respeto. La adhesión humana  a la voluntad divina se convierte en un momento privilegiado de la historia de la salvación; se constituye como signo de que se ha establecido una convivencia de amor con Dios salvador. La comunidad de los creyentes consigue su propia liberación en la medida en que sabe acoger y vivir en coloquio continuado en la intimidad vital con su Dios; en la proporción con que se sabe expresar amor y obediencia a ese Dios.

La obediencia a Dios se hace posible  solamente en virtud de un don divino, gracias a su voluntad salvífica, por su gratuita benevolencia. En efecto, es un signo de su amor el hecho de que él manifieste su voluntad, que eleve a la criatura a mantener coloquio con él, que la haga capaz  de vivir según su beneplácito. Dios salva al hacer a los hombres conscientes de su voluntad, al constituirlos capaces de obedecer a sus designios, al educarlos dentro de su historia de manera que sean respetuosos con él, al destinarlos a convivir en la intimidad de sus confidencias de amigo.

La obediencia por ser un modo de convivir en la intimidad de amistad con Dios, orienta a los hombres hacia una vida divina, al modo de la vida de Dios; los capacita para una existencia de amor caritativo; los hace madurar hacia la participación en las relaciones intratrinitarias divinas. San Pablo precisaba que la obediencia cristiana está encaminada hacia la libertad de los hijos de Dios; orienta a experimentar un vivir libre en el Espíritu de Cristo en comunión con el Padre. La obediencia, en el espíritu de la alianza, en tender a vivir como Dios vive.

Jesús a través de su palabra y de su vida, vuelve a proponer la autoridad-obediencia dentro del espíritu de la alianza, que él renueva y perfecciona. Muestra que la obediencia debe tender a realizarse como vida íntima de amor con el Padre por encima de todo intermediario; como convivencia con Dios y en Dios. Toda su existencia tuvo como único intento uniformarse con la voluntad del Padre, de manera que se sentía una sola cosa con él. La experiencia pascual de Cristo manifestó no sólo su adhesión a la voluntad divina, sino también un modo de convertirse en espíritu resucitado y de poder introducirse de esa forma en la vida divina de caridad, para conocer así la voluntad del Padre dentro de una intimidad confidencial.

La vida de obediencia de Cristo se ofrece como modelo para todos los hombres; obediente es el que participa del misterio pascual del Señor para ser hecho capaz de esta forma de convivir caritativamente con el Padre, y de aprender a conocer así sus deseos y vivirlos con amor respetuoso.

Jesús replanteó dentro del contexto de la nueva alianza no sólo la obediencia, sino también la misión de la autoridad. Prescribió que toda autoridad se esforzase en reflejar realmente la voluntad divina. Y este nuevo rostro de la autoridad es el que el mismo Cristo vivió entre los hombres; él quiso ser sacramento perfecto de la autoridad del Padre. Fue no tanto un representante de Dios Padre cuanto el que pone en contacto inmediatamente con lo que el Padre desea: “Las palabras que os digo no las digo de mi cuenta, mas el Padre, que está en mí, hace sus obras. Creedme que yo estoy en el Padre y el Padre en mí”. Para el evangelio, la autoridad no hace las veces de  Dios; no lo sustituye mandando según sus propios criterios humanos sobre los súbditos. La autoridad está llamada a poner en una convivencia inmediata al súbdito con Dios en el Espíritu de Cristo: “Tiene la misión de hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado” (GS 21); tiene la función de educar a los fieles para que se sepan poner a escuchar inmediatamente la voz del Padre.

San Agustín en el Sermón 49, dice lo siguiente: “Mirad el trabajo que realizáis; esperad seguros la recompensa. Y si consideráis quien es vuestro Señor, no tengáis envidia su la recompensa es para todos igual. Sabéis cuál es el trabajo, pero lo recordaré. Escuchad lo que ya sabéis y realizad lo que olisteis.}

Dijimos que el trabajo de Dios es la justicia. Preguntado Jesús cuál era el trabajo que Dios ordenaba hacer, respondió: Este es el trabajo de Dios, que creáis en quien él envió (Jn 6, 29). Hubiera podido decir nuestro piadoso Señor: la justicia es el trabajo de Dios. ¿Nos hemos atrevido entonces nosotros, los conducidos al trabajo, a presuponer algo contra el padre de familia? Si el trabajo de Dios es la justicia, como yo dije, ¿cómo va a ser lo que dijo el Señor: que crea en él, a no ser que la misma justicia consista en creer en él? “Pero he aquí –dice- hemos oído al Señor: Este es el trabajo de Dios, que creáis en él. Escuchamos de tu boca que el trabajo de Dios es la justicia. Demuéstranos que creer en Cristo es la justicia misma”. ¿Te parece –puesto que ya estoy respondiendo a quien busca y desea cosas justas-, te parece que creer en Cristo no es la justicia? ¿Qué es, pues? Da un nombre a este trabajo. Sin duda alguna, si ponderas bien lo que escuchaste, has de responder: “A esto se  llama fe. Creer en Cristo se llama fe”. Acepto lo que afirmas: creer en Cristo recibe el nombre de fe.

Escucha tú otro lugar de la Escritura: el justo vive de la fe (Rom 1, 17). Realizad la justicia: creed: el justo vive de la fe. Es difícil que viva mal quien cree bien. Creed con todo el corazón, creed sin cojear, sin dudar, sin argumentar con sospechas humanas contra la misma fe. Se llama fe porque se realiza lo que se dice. Cuando se pronuncia la palabra fides (fe) suenan dos sílabas. La primera es hacer; la segunda es decir. Te pregunto si crees. Dices: “creo”. Haz lo que dices y tendrás la fe. Yo puedo oír la voz del que responde, pero no puedo ver su corazón. ¿Pero acaso lo conduje a la viña yo, que no puedo ver el corazón? No soy yo quien lo conduzco, ni quien le juzgo, ni preparo yo el denario de recompensa. Soy un obrero como vosotros; trabajo en la viña según las fuerzas que él tiene a bien darme. Con qué intención trabajo lo ve quien me condujo a la viña. Me importa muy poco, dice el Apóstol, el ser juzgado por vosotros (1Cor 4, 39. También vosotros podéis oír mi voz, pero no penetrar en mi corazón. Presentemos todos nuestro corazón a Dios, para que lo vea, y realicemos el trabajo con ilusión. No ofendamos a quien nos contrata, para recibir con la frente alta la recompensa.” (Sermón 49, 2)

Pbro. Oscar Balcázar Balcázar
Rector Seminario Diocesano Corazon de Cristo
Diócesis del Callao - Perú