II Domingo de Cuaresma, Ciclo B

Mc 9, 2-10

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar  

 

 

Gn 22, 1-2. 9-13.15-18;   Sal 115;   Rm 8, 31-34;   Mc 9, 2-10 

Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, Santiago y Juan, y los lleva, a ellos solos, aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos, y sus vestidos se volvieron resplandecientes, muy blancos, tanto que ningún batanero en la tierra sería capaz de blanquearlos de ese modo. Se les aparecieron Elías y Moisés, y conversaban con Jesús. Toma la palabra Pedro y dice a Jesús: "Rabbí, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías"; pues no sabía qué responder ya que estaban atemorizados -. Entonces se formó una nube que les cubrió con su sombra, y vino una voz desde la nube: "Este es mi Hijo amado, escuchadle." Y de pronto, mirando en derredor, ya no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos. Y cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contasen lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. Ellos observaron esta recomendación, discutiendo entre sí qué era eso de "resucitar de entre los muertos."

En este segundo domingo de cuaresma la Iglesia nos invita a proseguir el camino cuaresmal de este tiempo, así la liturgia, después de habernos presentado el domingo pasado el evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto, nos invita a reflexionar sobre el acontecimiento extraordinario de la Transfiguración en el monte, y nos llama a realizar el itinerario de conversión propio de este tiempo mirando al monte como Abraham, o como Pedro; porque en el monte el amor de Dios se ha revelado, expresando de esta manera la victoria pascual. La cuaresma es así un tiempo de gracia, que nos lleva a comprender que la conversión no es fruto del esfuerzo o empeño del hombre, sino que es un don de Dios, una gracia que Dios mismo concede a todo hombre en Cristo su Hijo.

El Papa Benedicto XVI nos dice: «…ambos episodios anticipan el misterio pascual: la lucha de Jesús con el tentador preludia el gran duelo final de la Pasión, mientras la luz de su cuerpo transfigurado anticipa la gloria de la Resurrección. Por una parte, vemos a Jesús plenamente hombre, que comparte con nosotros incluso la tentación; por otra, lo contemplamos como Hijo de Dios, que diviniza nuestra humanidad. De este modo, podríamos decir que estos dos domingos son como dos pilares sobre los que se apoya todo el edificio de la Cuaresma hasta la Pascua, más aún, toda la estructura de la vida cristiana, que consiste esencialmente en el dinamismo pascual: de la muerte a la vida…» (Benedicto XVI, Ángelus II domingo de cuaresma, 17 de febrero 2008).

El monte es el lugar de la cercanía con Dios. Es el espacio elevado, con respecto a la existencia diaria, donde se respira el aire puro de la creación. Es el lugar de la oración, donde se está en la presencia del Señor. La Transfiguración es un acontecimiento de oración: porque orando, Jesús se sumerge en Dios, se une íntimamente con el Padre, se adhiere obediente y dócilmente a la voluntad de amor del Padre, y así la luz lo invade haciéndose visible la verdad de su ser. La Transfiguración es anticipación de la resurrección, pero esta presupone la muerte. Jesús manifiesta su gloria a los Apóstoles, a fin de que tengan la fuerza ante el escándalo de la cruz y comprendan que es necesario pasar a través de muchas tribulaciones para llegar al reino de Dios. La voz del Padre, que resuena desde lo alto, proclama que Jesús es su Hijo predilecto.

La voz que Pedro, Juan y Santiago escuchan, que es la voz de Dios, la tradición de la Iglesia la interpreta como una confirmación de la fe que se debe tener en Cristo Jesús. El vestido de Cristo que se vuelve blanco y resplandeciente nos hace pensar en el Bautismo, en el vestido blanco que llevan los neófitos, porque quien renace en el Bautismo es revestido de luz, anticipándose de esta manera la existencia celestial, que el Apocalipsis representa con el símbolo de las vestiduras blancas.  Así se nos pone de manifiesto que todo creyente debe ser confirmado en la fe, debe escuchar que alguien con garantía le diga que aquello en lo que cree es cierto. Por eso el sacramento de la Confirmación en los cristianos católicos tiene un sentido muy profundo, porque se nos tiene que confirmar en la fe para creer en Cristo Jesús; por lo tanto creer en Cristo Jesús no es una deducción a la cual el hombre llega, sino que la fe es una confirmación de aquello que se nos ha revelado. Por eso, los apóstoles en el monte no solamente ven la gloria de Dios en Cristo, sino que están siendo confirmados; el hecho que Pedro pida hacer tres tiendas, como dice San Cirilo de Alejandría está significando: «…Pedro pensaba que el Reino de los Cielos había llegado pero realmente estaban siendo preparados para la misión porque para ser apóstoles tenían que ser confirmados en la fe…»(San Cirilo de Alejandría, Discurso 9).

En este tiempo de cuaresma estamos invitados a entrar en la oración, a ver la oración no como algo accesorio u opcional; sino como lo que realmente es: cuestión de vida o muerte, porque sólo quien ora, es decir quien se pone en manos de Dios para que su existencia sea transformada por la luz de su presencia, puede entrar en la vida eterna que es Dios mismo.

Pbro. Oscar Balcázar Balcázar
Vicario General de la Diócesis del Callao
Perú