XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 9, 30-37

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar  

 

 

Sb 2, 12.17-20; Sal 54; St 3, 16-4,3; Mc 9, 30-37

Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: "El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará".Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: "¿De qué hablaban en el camino?". Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: "El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos". Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: "El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado".  

El domingo pasado el evangelio nos ponía frente al anuncio de que la promesa de vida nueva del Mesías se realizaría a través del fracaso de la cruz, situación que suscitó la reacción contraria de Pedro. La presente semana el evangelio nos pone de frente a una reacción mucho más lamentable y entristecedora: los discípulos ni siquiera han escuchado, sus preocupaciones se están centrando en alcanzar el éxito personal, en tener un lugar de reconocimiento, siendo este hecho todo lo contrario de lo que Cristo intentaba explicarles. Entonces, la palabra nos lleva a colocarnos en una actitud de verdadera escucha, nos propone el vivir toda la vida como un servicio, como una entrega al otro configurados con el mismo Cristo; reconociéndolo en medio de los humildes y los débiles.

Hoy en el evangelio aparece el anuncio de que Cristo será entregado a manos de los hombres, que lo matarán y resucitará al tercer día, todo como obra de un firme y decidido abandono y obediencia al Padre. Y luego de este anuncio son los discípulos, quienes no comprenden, quienes discuten entre sí sobre quién es el más grande o el más importante. Pero, ser grande o poderoso se opone a la paciencia y moderación de la que Cristo da ejemplo. Los apóstoles -y tantas veces cada uno de nosotros, - se dejan guiar según la mentalidad humana (mundana). El criterio del mundo es ser más que los demás, ser el primero, ocupar los mejores puestos, prosperar individualmente, y despreocuparnos de los demás. Y esto puede pasar en todos los ámbitos de la vida social, familiar y en la misma vida de comunidad. Mientras que Cristo nos enseña que estamos llamados a ser los servidores, a estar disponibles, preocupados más de los demás que de nosotros mismos, siendo en primer lugar servidores y no dueños. No resulta extraño que los oyentes de entonces y de ahora se escandalicen y sientan miedo al oír estas cosas.

Entonces se relaciona aquí el evangelio con la segunda lectura, donde el apóstol Santiago denuncia a muchos cristianos de la primitiva comunidad viven olvidando las palabras de Jesús; porque la envidia y la discordia hicieron estragos en sus corazones. Se nos desvela el interior de pecado del hombre ante Dios, el cual trae ahora sus consecuencias. El ansia de poder y grandeza, que en muchas circunstancias es causa de guerras y conflictos entre seres humanos, no conduce a nada bueno, porque el que es ambicioso, el codicioso, es contradictorio en sí mismo. Porque ambiciona, más allá de su propia naturaleza, vive en el desorden oponiéndose tenazmente a la sabiduría del plan de Dios, es así que aunque pide sabiduría, no puede recibir nada porque para ello debería ser como niño, dócil y obediente a la voluntad de Dios. Sólo escuchando la doctrina de Cristo podrá resolver esta contradicción interna que domina el corazón del hombre, en la que él mismo se ha enredado y de la cual no puede liberarse por sí solo. Dios no quiere que nadie sufra. El sufrimiento lo causamos los hombres por el pecado que es una rebelión contra Dios. Dios lo permite porque nos hizo libres, pero lo transforma de manera que pueda ser camino de liberación.

En nuestro tiempo, en nuestras actuales comunidades de creyentes, muchas veces también falta el verdadero espíritu de servicio y desfallece la oración, porque se reza muy poco, o con egoísmo, no pidiendo el bien para todos, amigos y enemigos, o no confiando en la providencia del Padre. Para el mundo de hoy, dominado por una cultura de la satisfacción, los justos, los últimos, los verdaderos creyentes son necesarios, son signos que se manifiestan con su vida de fe. El creyente con frecuencia es el gran sufriente, como el Siervo de Yahvé, y es además signo de contradicción en medio de un mundo que predica el individualismo. La vida del creyente es testimonio y alumbra una nueva realidad, obviamente no sin dolor, porque vivir la vida cristiana no es fácil en estos tiempos. Los justos-creyentes- provocan tanta conmoción, que los poderes del mundo no tienen otra preocupación que ahogar su voz, porque ellos son testigos y testimonio de la esperanza, viven la vida desde la libertad y la misericordia, desde la entrega y la generosidad, a semejanza de Cristo.

Al respecto el Papa Benedicto XVI nos dice: «…Ciertamente, el cristianismo nos da la alegría, porque el amor da alegría. Pero el amor es siempre un proceso en el que hay que perderse, en el que hay que salir de sí mismo. En este sentido, también es un proceso doloroso. Sólo así es hermoso y nos hace madurar y llegar a la verdadera alegría. Sí, el cristianismo nos anuncia la alegría; pero esta alegría sólo crece en el camino del amor y este camino del amor guarda relación con la cruz, con la comunión con Cristo crucificado. Y está representada por el grano de trigo que cae en tierra. Cuando comencemos a comprender y a aceptar esto, cada día, porque cada día nos trae alguna insatisfacción, alguna dificultad que también produce dolor, cuando aceptemos esta escuela del seguimiento de Cristo, como los Apóstoles tuvieron que aprender en esta escuela, entonces también seremos capaces de ayudar a los que sufren…» (Benedicto XVI, Diálogo con los seminaristas, 17 de febrero de 2007)

Por ello, en la medida en que atendamos correctamente la palabra de Cristo, estaremos abiertos a ella y acogeremos a los pequeños y débiles, y con ellos estaremos acogiendo a Jesús y al Padre. Esto ahora para nosotros significa ante todo acoger la Palabra, la caridad en la comunión profunda, hacernos los “primeros” en la ejecución de la voluntad del Señor, en el servir a los hermanos, de esta manera viviremos el auténtico significado de ser el último, el que se dona, porque lo que hace grande al creyente es vivir la vida en actitud de servicio, por eso dice Cristo en el evangelio: “...el que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos...".