XII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Jr 20, 10-13; Rm 5, 12-15; Mt 10, 26-33

“No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados.
Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna. ¿No se venden dos pajarillos por un as? Pues bien, ni uno de ellos caerá en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están todos contados. No temáis, pues; vosotros valéis más que muchos pajarillos.
Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos.”



Mt 10, 26-33


El profeta Jeremías expresa en la primera lectura la medida de la amenaza. Se delibera en cómo se le puede denunciar. La peor venganza sería que el profeta se dejara seducir por una palabra imprudente, y entonces se le podría detener. Sus amigos más cercanos están entre sus adversarios, aunque realmente hay temor por todas partes. Esta situación puede llegar a ser también la del cristiano, en cuyo caso éste tendrá que recordar el triple: “…no tengáis miedo…” de Jesús. El profeta sabe que está seguro en medio del terror; el Señor está con él: “…como fuerte soldado…”; “…le ha encomendado su causa…”, y esto le basta para estar seguro de que él, el pobre, el indefenso, escapará de las manos de los impíos. Su seguridad se expresa negativamente: sus enemigos “…tropezarán…, no podrán con él…”, “…se avergonzarán de su fracaso con sonrojo eterno…”. Pero en la Nueva Alianza el terror llega hasta la cruz; el canto de victoria, que Jeremías entona al final, es ahora Pascua y Ascensión.

Es de ahí de donde, en la segunda lectura, san Pablo saca su confianza inaudita. Por un lado no sólo hay algunos enemigos personales, sino que está el mundo entero, sometido todo él al pecado y con ello a la muerte lejos de Dios. Correlativamente, su canto de victoria adquiere dimensiones cósmicas. Por la acción redentora de Jesús, la gracia ha conseguido definitivamente la supremacía sobre el pecado y sus consecuencias, y con ello también la esperanza ha conseguido su victoria sobre el temor. También Pablo experimentará más de una vez el mismo sentimiento de abandono que experimentó Jeremías. Pero como el profeta, añade: “…el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas… Me librará de toda acción malvada…” (2 Tm 4, 17-18). Y sabe aún más; que sus sufrimientos son incorporados a los del Redentor y reciben en ellos una significación salvífica para su comunidad.

En el evangelio, tres veces aparece el “…No tengáis miedo…”, y se añade, una vez, aquello de lo que realmente hay que tener miedo. Los apóstoles, en primer lugar, no han de tener miedo de pregonar, anunciar abiertamente lo que el Señor les “…ha dicho al oído…”, porque eso está destinado a ser conocido por el mundo entero y nada ni nadie podrá impedir que se conozca. Naturalmente, con ello, el predicador se pone en peligro; es como oveja en medio de lobos, tiene que contar con el martirio a causa de su predicación. Pero tampoco en estas circunstancias debe tener miedo, porque sus enemigos no pueden matar su alma. En realidad sólo habría que temer al que puede destruir con fuego alma y cuerpo, pero esto no sucederá si el discípulo permanece fiel a su misión. Y en tercer lugar el apóstol cristiano no debe tener miedo, porque en las manos del Padre está mucho más seguro de lo que él cree, el Padre que se ocupa hasta de los animales más pequeños y del cabello más insignificante, se preocupa infinitamente más de sus hijos. Por eso Jesús habla de “…vuestro Padre…”, indicando claramente que el hombre está seguro en cuanto cumple su misión cristiana, aunque externamente pueda parecer temerario.

El lenguaje de confianza que se encuentra entre la primera y tercera lectura se presenta de una manera antitética, porque a la oscuridad se contrapone la luz, a la prueba la esperanza y al sufrimiento la liberación. De manera particular en la situación que describe el momento en que se encuentra el profeta Jeremías; que ha vivido por el siglo VI antes de Cristo y que ha descrito su drama a manera de lamentación (comprendido entre los capítulos 10 al 20).

Jeremías es un hombre que ama a su patria, el lugar donde habita, pero que es obligado a irse; siente que por parte de los suyos es rechazado y será perseguido, por eso la expresión: “…Yo puedo ver la venganza de mis enemigos, pues a ti he confiado mi causa…”; porque ante la idolatría del culto en que nuevamente han caído, tendrá que anunciar de parte de Dios la destrucción inminente del pueblo.

Así será confundido con uno que colabora con el enemigo, el pueblo que quiere conquistarlos.

Se debe destacar que a todo hombre de Dios, ante la prueba, le queda al descubierto un don grande, que podríamos decir que es fruto de la experiencia del encuentro que ha tenido y tiene con Dios, esto es el mantenerse fiel a la misión encomendada: “Fidelidad a la vocación (que se expresa en la misión)”. Pues ésta estará acrisolada por las dudas y crisis, y que algunas veces se sentirá como maldición; sobre todo cuando se experimenta el silencio de Dios; como lo dirá el mismo profeta en esta lectura (Jr 20, 1-6). De esta manera todo hijo de Dios, que ha sido llamado para una misión, en este caso como Jeremías –que profetizaba-, pasa como Cristo por el momento del Getsemani: “…Padre que no se haga mi voluntad sino la tuya…”. Todo hombre, como el profeta Jeremías, en la fe está llamado a vivir de una u otra manera este momento ante la cruz de cada día, ante el sufrimiento; que no será necesariamente causado por el enemigo sino por la historia misma de la vida, que estamos llamados a asumir; como ha dicho nuestro Santo Padre, el Papa Benedicto XVI, en su homilía al inicio de su pontificado: “…los que salvan al mundo no son los que crucifican sino los crucificados…”, o sea, otros que reproducen la vida de Cristo no resistiéndose al mal y amando como Cristo a sus enemigos, en una muerte de cruz, pues en la muerte de cruz se ha revelado la verdadera justicia que redime al mundo.

Por eso el evangelio remarca fuertemente la confianza-garantía en la que está llamado a vivir el apóstol-testigo de Cristo, pues el mismo Cristo es nuestra garantía en el combate: “…Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo…”.

Además el evangelio nos abre a la escatología, pues nuestra vida que se gasta o se puede perder por el anuncio del evangelio, no termina con la misión sino que nos abre y encamina hacia la vida eterna: “…Yo los reconoceré delante del Padre mío…”.

Concluyendo podemos decir que el hombre nacido de Dios, que manifiesta la vida nueva que viene de Dios, es un signo de contradicción para aquellos a quienes está cerca, pero tantas veces estas persecuciones por las cuales se tendrá que pasar, tienen doble efecto: primero, si el grano de trigo no muere no da fruto, y segundo, estamos llamados a ser sal y luz del mundo. La cruz, que es el instrumento que Dios en su sabiduría ha escogido para perdonar a los hombres y reconciliarlos con Él, en cada generación se debe visualizar a través de cada creyente, para que así los no creyentes puedan decir como el soldado que con una lanza atravesó el costado de Cristo: “…realmente este era Hijo de Dios…”.

Podemos terminar esta reflexión con lo que nos dice san Juan Crisóstomo: “Sabiendo todo esto, huyamos de aquella muerte según la cual morimos aunque vivamos; pero no temamos ésta, que es común a todos los vivientes. Las otras dos, de la que una es dichosa, dada por Dios, la otra, laudable, dada a luz por Dios y por nosotros, elijámoslas, emulemos e imitemos. De ambas, David llama dichosa a una con estas palabras: Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado (Sal 31, 1). Pablo admira la otra, escribiendo a los Gálatas: Los que son de Cristo Jesús crucificaron la carne con sus pasiones y deseos (Gal 5,24). De las otras dos dice Cristo que una debe ser despreciada: No temáis a los que matan el cuerpo, pero el alma no pueden matarla (Mt 10, 28); en cambio la otra es terrible: Temed más bien al que puede destruir alma y cuerpo en la gehenna (Mt 10, 32). Por tanto, huyendo de ésta, elijamos aquella muerte que se dice dichosa y admirable. Nada nos aprovecharía ver el sol, comer y beber, si no está presente la vida en las buenas obras. ¿Qué aprovecha al rey estar vestido de púrpura, tener armas, pero no tener sujeto a nadie, de modo que cualquiera pueda insultarlo impunemente? Así, nada aprovecha al cristiano si tiene fe y el don del bautismo pero es esclavo de todas las concupiscencias; sería mayor entonces la afrenta, mayor la vergüenza” (San Juan Crisóstomo, Comentario a la Carta a los Romanos, 11,5).

Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano "Corazon de Cristo"
Diócesis del Callao - Perú