XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Zacarías 9, 9-10; Sal. 144; Romanos 8, 9.11-13; Mateo 11, 25-30

En aquel tiempo tomando Jesús la palabra, dijo: “Yo te bendigo Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has ocultado esas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el hijo, y aquel a quien el hijo se lo quiera revelar”.

“Venid a mi todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”.


Mt 11, 25-30


En este domingo IV del tiempo ordinario, la acción de gracias y bendición que Cristo eleva al Padre en el evangelio sólo la encontramos en este pasaje. En cuanto a los evangelios sinópticos su contenido es diverso a la oración del Padre Nuestro que Cristo enseña a sus discípulos, oración de la cual se han hecho muchos escritos.

Tenemos que decir que las palabras que los evangelistas utilizan para expresar el mensaje de Cristo tienen un gran significado, porque en ellas se contiene el mensaje, como así lo podemos decir, que todo el mensaje del antiguo testamento estaba centrado sobre una visión del reino de los cielos, del misterio de Cristo y la acción del Padre. Ahondar sobre la inmensa riqueza del presente evangelio no sería posible en tan pocas líneas, por eso nos limitaremos a escoger una sola palabra: “los pequeños”.

En el original griego la palabra pequeño: “nepioi”, son los destinatarios, privilegiados, de los que dirá san Mateo al inicio del sermón de la montaña, los bienaventurados del mensaje de Cristo. Este término inaugura una línea que va a caracterizar y calificar la espiritualidad de la vida cristiana, que algunos autores espirituales la denominan la infancia espiritual, y que podemos encontrar la raíz de esta expresión en el Salmo 131: “…Oh Señor mi corazón no es ambicioso, ni se eleva con soberbia mi mirada. No voy en busca de cosas grandes que son superiores a mis fuerzas,… como un niño en los brazos de su madre está mi espíritu aquietado como un niño amamantado está mi espíritu…”. Este paralelismo que usamos para expresar la actitud del pequeño, según el evangelio, no será un abandono irracional y ciego como el de aquel niño recién nacido destetado luego de haber tomado la leche materna. El texto del salmo que estamos utilizando podríamos expresarlo también con una imagen según nuestra cultura peruana, cuando la madre luego de haber dado de lactar a su hijo lo pone sobre sus espaldas; esto normalmente es una costumbre de las mujeres de los andes, muy similar a las costumbres de las mujeres del antiguo oriente.



El pequeño, siguiendo la línea del salmo, es una criatura ligada y dependiente de la madre donde no se puede solamente equiparar su dependencia a una necesidad fisiológica y vínculo generativo; por eso que en el presente evangelio “los pequeños” representan de manera concreta la actitud y adhesión total de una confianza absoluta en el único y verdadero Dios. Cristo llamará dichosos a “los pequeños”, en cuanto beneficiarios de los misterios de Dios, y este privilegio no se deberá a la supuesta inocencia del niño sino en cuanto a esta confianza absoluta que se da en una apertura y acogida total del niño hacia el padre. Y así como un niño pequeño pone su confianza total en su padre y se acoge a toda su bondad, Cristo hace referencia en el evangelio diciendo: “…si no se hacen como niños no entrarán en el reino de los cielos (Mt 18, 3)”.

Tenemos de esta manera que “el pequeño” se convierte en sinónimo de otro término muy clásico e importante en la Sagrada Escritura: los pobres, o como lo tradujo la Biblia de los setenta: los anawin. Estos pobres de Yahvé como refiere el antiguo testamento son aquellos que sólo encuentran su fuerza y apoyo en el único Dios. Será a estos a quienes se les predicará el evangelio, como lo dirá el profeta Isaías: “…venid todos aquellos que no tenéis oro ni plata tomad vino y leche de balde…”. Tenemos en ese sentido que decir, que “el pequeño” en la escritura encuentra su sentido pleno en los pobres; por eso la primera bienaventuranza dice: “…Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos…”. Y así tenemos que en el antiguo oriente el pequeño o el niño no tenía personalidad jurídica, y por tanto su existencia no tenía ninguna incidencia, o sea, no tenía derecho alguno que lo protegiera; y aquí podemos entender la sorpresa de José y María cuando encuentran a Jesús entre los maestros de la ley y les dice: “…tenía que dedicarme a los asuntos de mi Padre…”. Ser pequeños se convierte entonces en el presente Evangelio en un signo de contradicción pero que al mismo tiempo capacita para participar del reino de los cielos: “…aquel que se haga pequeño como un niño será el más grande en el reino de los cielos…”. San Pablo, en la Carta a los Romanos, de una manera más específica nos ayuda a dirigirnos al Padre con un lenguaje de niño, cuando nos dice que a Dios podemos llamarle: “Abba”; que como es sabido en el lenguaje arameo es una expresión muy afectuosa y de confianza del niño hacia su padre, que traduciéndola a nuestro lenguaje el sentido sería: papito. Pues, así es como Cristo se ha dirigido y relacionado amorosamente hacia su Padre, esta es la experiencia y el conocimiento de los pequeños, según el presente evangelio, cuando se relacionan confiadamente con el Padre del cielo.

San Agustín nos dice: “¿Quiénes son los pequeñuelos? Los humildes. Escondiste, pues, estas cosas a los sabios y discretos (Mt 11,25). Que bajo el nombre de sabios y discretos han de ser entendidos los soberbios, él mismo lo pone de manifiesto al decir: Se las descubriste a los pequeñuelos. Luego se las escondiste a los no pequeñuelos. ¿Qué significa a los no pequeñuelos? A los no humildes. Y decir a los no humildes ¿no es decir a los soberbios? Este camino del Señor o bien no existía o estaba oculto, y nos fue revelado a nosotros. ¿De qué se regocijó el Señor? De haberles sido revelado a los pequeñuelos. Hemos, pues, de ser pequeñuelos, que si diéramos en ser grandes a la manera de los sabios y discretos, no se nos descubrirá” (San Agustín, Sermones, 67, 8).

Concluyendo, cuando Cristo dice que no se le ha revelado ni a los sabios ni a los inteligentes el misterio del Padre, no significa que el conocimiento del hombre es un impedimento para entrar en el misterio de Dios, sino que tantas veces la inteligencia y la sabiduría humana pueden llevar al hombre a desvirtuar el proyecto de Dios en su vida; por eso tenemos que traer en este momento el texto del Génesis cuando la serpiente le dice a Eva: “…es que Dios no quiere que ustedes se conviertan en dioses…”. Los pequeños, los pobres, según el sentido del Evangelio del presente domingo, son aquellos que viven llenos del amor de Dios, abandonados totalmente en la voluntad del Dios único, y por lo tanto abiertos a que Dios en ellos, como lo ha hecho en Cristo, realice su obra, esto es como dice en su primer capítulo el libro del Génesis: “…Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza…”; traducido en las palabras de nuestro difunto papa Juan Pablo II, el hombre ha sido creado por Dios para la eternidad y para vivir en este mundo en la santidad, estos son “los pequeños” del Evangelio.

Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano "Corazon de Cristo"
Diócesis del Callao - Perú