Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, Ciclo A

Autor:  Padre Oscar Balcázar Balcázar

 

 

Deuteronomio 8, 2-3.14b-16a; Salmo 147; I Corintios 10, 16-17; Juan 6, 51-58

“Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo”.
Discutían entre sí los judíos y decían: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?” Jesús les dijo: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron; el que coma este pan vivirá para siempre”.


Juan 6, 51-58


En este segundo domingo después de Pentecostés, la Iglesia nos invita a contemplar, profundizar y reflexionar sobre el memorial del Señor. Pues como sabemos, en la Última Cena Jesús dijo a sus apóstoles: “...haced esto en memoria mía...”; y esto lo dijo por dos veces sucesivas; pues al tomar el pan y el vino, según la tradición hebrea, no repitió las oraciones que como todo judío que presidía la cena pascual debería haber dicho. En ese momento cultual de la cena, cambió el significado que tenían el pan y el vino en la cena pascual judía: el recuerdo de la salida de Egipto.

Por eso, la Solemnidad que hoy celebramos, la Iglesia nos hace presente que no solamente se actualiza el memorial del misterio pascual de Cristo, sino que el mismo Señor se ha hecho alimento de vida para nosotros y de esta manera prolonga su presencia a través de este sacramento admirable, como la tradición patrística lo ha llamado.

En la segunda lectura, el apóstol Pablo saca la conclusión de lo que se admite indudablemente como verdadero. Porque el Cuerpo de Cristo es un solo pan para muchos, juntos formamos un único cuerpo, que no es cualquier cuerpo, sino el Cuerpo de Cristo. Y esto es así, no porque en la comida en común aumente la simpatía que existe entre nosotros, sino porque, de modo incomprensible para nuestra razón y entendimiento, este único cuerpo físico, que toma forma eucarística, tiene el poder de incorporarnos a él. Este hecho que no se nos explica, no tiene nada que ver con magias o encantamientos; tiene que ver más bien con la “locura” del amor divino, que puede hacer cosas que superan totalmente la capacidad de entendimiento del hombre. Porque Dios Amor, y solo en Él, lo inverosímil a la razón puede ser verdadero.

En la primera lectura se nos presenta el milagro del maná, la providencial comida con que Dios alimentó al pueblo en el desierto. Este alimento milagroso se ofrece al pueblo porque está a punto de morir de hambre y de sed, y ya no hay esperanza de obtener comida alguna a no ser que ésta venga de Dios. Se dice expresamente: “...el Señor tu Dios quiso afligirte para ponerte a prueba...”, para mostrarte tu debilidad, para ver si has puesto toda tu confianza en Dios, antes de darte comida y bebida. Por eso la alimentación con el maná se entiende como prueba de que “...no sólo de pan vive el hombre, sino de todo cuanto sale de la boca de Dios...”. Este alimento corporal, que Dios proporciona en el desierto, sólo puede entenderse como palabra de Dios y respuesta a las necesidades del hombre. Y es en el desierto, en un sequedal sin gota de agua, donde el hombre no puede encontrar nada y depende totalmente de Dios, en donde el pan del cielo y la palabra de Dios se convierten en una misma cosa.

En el evangelio, la unidad de la Palabra de Dios y del pan de Dios se completa con un milagro mucho más grande realizado por Jesús, que se presenta a sí mismo como tal unidad. Esta unidad es totalmente incomprensible para los discípulos, incluso después del milagro de la multiplicación de los panes y los peces que se acaba de producir.

Jesús puede transmitir la palabra de Dios, pero ¿cómo puede su carne y su sangre identificarse con esa palabra?, ¿y hasta que punto el que no coma su carne y no beba su sangre no tendrá vida eterna? Jesús no se contenta con invitar a esta comida; insiste, obliga a participar en ella. Sólo el que se alimenta de él tiene en sí la palabra de Dios y con ella a Dios mismo. Aquí no hay comparación con los padres que comieron en el desierto el maná, porque éstos “murieron” y no alcanzaron la vida eterna, que sólo se obtiene con la comida que aquí Jesús ofrece. A partir de aquí sólo caben dos posturas: el “no” de muchos discípulos, que a partir de este momento se echaron atrás y no volvieron más con él; y el “sí” ciego y confiado que pronuncia Pedro porque no ve más camino que el de Cristo. Jesús no explica cómo es posible el milagro, únicamente afirma: “...Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida...”, el que no acepte esto no tendrá “...vida en él...”.

Como sugerencia para la homilía vamos, a tomar la relación de la Virgen María con la Eucaristía, lo que nuestro difunto Papa Juan Pablo II, en su última encíclica, dedicó un capítulo. Al encontrarnos en el Año de la Eucaristía, la Virgen María, que es figura de todo fiel cristiano, nos ayuda a vivir mejor este año.

El nexo entre María y la Eucaristía es el vínculo que existe entre la madre y el hijo. Se trata de una relación profunda: "María -dijo Juan Pablo II- está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía" (Ecclesia de Eucharistia, n. 57). Por eso, el difunto Santo Padre recordaba la experiencia de la primera comunidad cristiana a la espera de Pentecostés, en la que María estaba presente entre los Apóstoles, los cuales perseveraban en la oración, con un mismo espíritu: "Esta presencia suya no pudo faltar, ciertamente, en las celebraciones eucarísticas de los fieles de la primera generación cristiana, asiduos "en la fracción del pan" (Hch 2, 42)" (Ecclesia de Eucharistia, n.53).

San Efrén sirio (306-373), en uno de sus himnos, canta así a María, la nueva Eva, que dio al mundo a Jesús, presente bajo las especies eucarísticas: "En lugar del fruto amargo que Eva tomó del árbol, María dio a los hombres un fruto dulce. Y he aquí que todo el mundo goza del fruto de María. La Vid virginal dio una uva cuyo dulce vino ha consolado a todos los que lloran" (Himnos sobre santa María, himno 1, 10. 14: Monumenta Eucharistica, I, p. 340).

Nuestro difunto Papa Juan Pablo II propuso a María como maestra de los fieles en la contemplación eucarística mediante tres actitudes. La primera actitud eucarística es la obediencia en la fe. Porque la Eucaristía es, ante todo, una invitación a la obediencia a Jesús en la fe: "Puesto que la Eucaristía es misterio de fe, que supera de tal manera nuestro entendimiento y que nos obliga al más puro abandono a la palabra de Dios, nadie como María puede ser apoyo y guía en una actitud como ésta" (Ecclesia de Eucharistia, n. 54). María, presente con la Iglesia y como Madre de la Iglesia en cada una de nuestras celebraciones eucarísticas, nos invita a tener fe en su Hijo divino, a hacer lo que él nos diga: del mismo modo que Jesús pudo cambiar el agua en vino, también es capaz de convertir el pan y el vino en su cuerpo y su sangre para la vida del mundo.

María vivió la fe eucarística antes aún de la institución de este sacramento, puesto que la Eucaristía está en continuidad con el misterio de la Encarnación, del que es extensión y realización: "María concibió en la Anunciación al Hijo divino, en la realidad también física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor" (Ecclesia de Eucharistia, n. 55). Por eso, existe una profunda analogía entre el “fiat” de la santísima Virgen y el “amén” del fiel en la Comunión, el cual está llamado a "creer que el mismo Jesús, hijo de Dios e hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino" (Ecclesia de Eucharistia, n.55). San Juan Crisóstomo comparaba el pesebre de Belén con la mesa eucarística: "¿Cómo es posible que mientras los Magos, que eran paganos y extranjeros, acudieron desde Persia para ver al Señor recostado en el pesebre, tú, en cambio, que eres cristiano, no logras sacar ni siquiera un poco de tiempo para gozar de este espectáculo gozoso? Sí, si nos acercamos con fe, ciertamente lo veremos, recostado en el pesebre. Pues bien, esta mesa (eucarística) ocupa el lugar del pesebre" (Panegírico sobre san Filogonio obispo, homilía 6).

La segunda actitud eucarística, que nos enseña María, es la del sacrificio. Desde la presentación de Jesús en el templo hasta el Calvario, María vive una especie de comunión espiritual anticipada, de deseo y de ofrenda, que culminará en la unión con su Hijo tanto en la pasión como en las celebraciones eucarísticas post pascuales presididas por los Apóstoles. Aquel cuerpo ofrecido en sacrificio y ahora presente en las especies sacramentales del pan y el vino, es el mismo cuerpo que ella concibió por obra del Espíritu Santo. Al recibir la Eucaristía, María vuelve a acoger a Jesús en su seno, reviviendo con él el sacrificio de la cruz.

Y la tercera actitud que nos enseña María, según el Papa Juan Pablo II, es la de la espiritualidad del Magníficat, pues la Eucaristía es un cántico de alabanza y acción de gracias: "En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María" (Ecclesia de Eucharistia, n. 58). En el Magníficat, María, además de recordar las maravillas que ha realizado el Señor en la historia de la salvación, anuncia tanto la maravilla que las supera a todas, la Encarnación redentora, como el cielo nuevo y la tierra nueva, "que se anticipa en la Eucaristía y, en cierto sentido, deja entrever su "designio" programático" (Ecclesia de Eucharistia, n.58). La espiritualidad eucarística del Magníficat nos lleva a la dimensión escatológica, dirigiendo nuestra mirada hacia la Jerusalén celestial.

La Eucaristía es el don de María que, al aceptar libremente su maternidad divina, se convierte en la morada del Pan de vida, en la tierra inmaculada que produce la espiga que alimenta el universo, en el paraíso espiritual donde brotó el árbol de la vida, cuya dulzura vivifica a los que participan de él. Se trata de imágenes comunes en las liturgias orientales. San Gregorio de Narek, el gran doctor de la Iglesia armena, canta así a María: "Si no se hubiera desarrollado de ti la rama celestial, nuestros labios no habrían gustado su fruto, es decir, la Eucaristía" (Angelo Amato, En la escuela de María mujer eucarística, L'Osservatore Romano, 21 de noviembre de 2003, pp.10-11).

Al dedicar un capítulo entero a la presencia de María en la Iglesia que celebra la Eucaristía (Ecclesia de Eucharistia, Cap. VI), nuestro difunto Santo Padre no hace más que explicitar lo que había dicho de modo muy sintético en su encíclica mariana a propósito de la maternidad espiritual de la santísima Virgen: "Esta maternidad suya ha sido comprendida y vivida particularmente por el pueblo cristiano en el sagrado banquete -celebración litúrgica del misterio de la Redención-,en el cual Cristo, su verdadero cuerpo nacido de María Virgen, se hace presente. Con razón la piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la santísima Virgen y el culto a la Eucaristía; es un hecho de relieve en la liturgia tanto occidental como oriental, en la tradición de las familias religiosas, en la espiritualidad de los movimientos contemporáneos, incluso los juveniles, y en la pastoral de los santuarios marianos. María guía a los fieles a la Eucaristía" (Redemptoris Mater, n. 44).

La Virgen María no sólo ofrece a Jesús niño a la contemplación y adoración de los pastores y de los Magos en Navidad, sino que, además, como Madre de la Iglesia presenta a los fieles a su Hijo Eucaristía para que lo adoren y se alimenten de él cada día durante su viaje terreno. Guiado por María, el "sensus fidelium" se transforma en "sensus eucharisticus". Dice san Buenaventura: "Como por María se nos dio este sacratísimo cuerpo, así por sus manos debe ofrecerse y por sus manos debe recibirse en el sacramento" (Sermo de Ss.mo Corpore Christi, en Opera Omnia, 5, p. 559).

Según el Magisterio de nuestro Santo Padre, el aspecto mariano de la Eucaristía no es algo opcional, una devoción, sino una realidad bíblica y teológica que ha alimentado la gran tradición de la Iglesia y que llega hasta nosotros con su perenne esplendor: "En el sacramento de la Eucaristía -dijo el difunto Papa al preparar el gran jubileo del año 2000- el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina" (Tertio millennio adveniente, n. 55).

Concluyendo, citaremos algunos pensamientos de los Padres de la Iglesia:

“Los padres postnicenos dan testimonio de que a Cristo presente en la eucaristía se le tributaba adoración antes de recibir la comunión.“Inclínate y pronuncia el amén como adoración y reverencia” (san Cirilo de Jerusalén, Cat. myst. 5, 22). “Por escabel se entiende la tierra y por tierra la carne de Cristo, que hasta el día de hoy adoramos en los misterios.” (san Ambrosio, De Spiritu sancto III 11, 79). San Agustín comenta: “Nadie come esta carne sin haberla adorado antes.” (San Agustín, Enarr. in Ps. 98, 9). Mientras que en Oriente el culto a la eucaristía se limitó a la celebración del sacrificio eucarístico, en Occidente se fue desarrollando desde la edad media un espléndido culto a la eucaristía aún fuera de la celebración de la misa: procesiones, fiesta del Corpus Christi (que comenzó en 1264), exposiciones del Santísimo Sacramento (que comenzaron desde el siglo XIV).

Los padres griegos, como san Cirilo de Jerusalén, san Juan Crisóstomo y san Cirilo de Alejandría, proponen de manera sumamente realista la idea de la unión de los fieles con Cristo por medio de la sagrada comunión. San Cirilo de Jerusalén enseña que el cristiano, por la recepción del cuerpo y sangre de Cristo, se convierte en “portador de Cristo”, y se hace “un cuerpo y una sangre con Él” (Cat. myst. 4,3). San Juan Crisóstomo habla de una fusión del cuerpo de Cristo con nuestro cuerpo: “Para mostrarnos el grande amor que nos tenía, se fusionó con nosotros y fundió su cuerpo con nosotros para que fuéramos una sola cosa (con Él), como un cuerpo unido con su cabeza.” (In Ioh. hom. 46, 3). San Cirilo de Alejandría, compara la unión que se establece entre el que comulga y Cristo con la fusión de dos cirios en uno solo (In Ioh. 10, 2 [15, 1]).” (Ludwing Ott, Manual de Teología Dogmática, Ed. Herder, Barcelona, 1969, pp. 573. 581-582).

Pbro. Oscar Balcazar Balcazar
Rector Seminario Diocesano "Corazon de Cristo"
Diócesis del Callao - Perú