Lucas 18, 35-43

Autor: Pablo Cardona

Fuente: almudi.org (con permiso)  suscribirse

 

 

«Ocurrió que al llegar a Jericó había un ciego sentado jun­to al camino mendigando. Y al oír que pasaba mucha gente, preguntó qué era aquello. Le contestaron: «Es Jesús Nazareno que pasa». Y gritó diciendo: «Jesús, Hijo de David, ten piedad de mi». Y los que iban delante le reprendían para que se calla­ra. Pero él gritaba mucho más: «Jesús, Hijo de David, ten pie­dad de mi». Jesús, parándose, mandó que lo trajeran ante él. Y cuando se acercó, le preguntó: «¿Qué quieres que te haga?». El dijo: «Señor, que vea». Y Jesús le dijo: «Ve, tu fe te ha salvado». Y al instante vio, y le seguía glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al presenciarlo, alabó a Dios.» (Lucas 18, 35-43) 

1º. Aquel ciego de Jericó, llamado Bartimeo, estaba «sentado junto al camino mendigando» como un día más: un día sin motivo, sin aliciente.

¡Cuántas jornadas se había pasado allí: dejado, olvidado de todos, esperando el final de un día largo e inútil; como los días anteriores y los futuros!

Sin embargo, hoy es distinto: algo ocurre, pues mucha gente va y viene deprisa por el camino.

«Es Jesús que pasa», le contestan.

Jesús, a veces yo también estoy sentado a la vera del camino de mi vida, dejando pasar las horas y los días sin hacer nada de prove­cho.

Puede que, exteriormente, me mueva mucho; sin embargo, espiritualmente estoy parado porque me falta visión sobrenatural.

Pero hoy tengo la oportunidad de cambiar, porque Tú pasas a mi lado: es Cristo que pasa.

¿Cómo voy a desperdiciar esta ocasión única?

«Jesús, hijo de David, ten piedad de mí.»

No pases de largo, sin dejar rastro: necesito que me cures, que me transformes, que au­mentes mi fe.

«Los que iban delante le reprendían para que se ca­llara».

Cuántas veces Jesús, ante mis deseos de mejorar en mi vida cristiana, encuentro muchas voces que me reprenden: ¿Para qué complicarte la vida?

¿No te estarás pasando de la raya?

¿Por qué no esperar a otra ocasión más propicia?

«El descubrimiento de la vocación personal es el momento más importante de toda la existencia. Hace que todo cambie sin cam­biar nada, de modo semejante a como un paisaje, siendo el mismo, es distinto después de salir el sol que antes, cuando lo bañaba la luna con su luz o le envolvían las tinieblas de la noche. Todo des­cubrimiento comunica una nueva belleza a las cosas y, como al arrojar nueva luz provoca nuevas sombras, es preludio de otros descubrimientos y de luces nuevas, de más belleza» (F. Suárez, La Virgen Nuestra Señora).

 

2º. E inmediatamente comienza un diálogo divino, un diálogo de maravilla, que conmueve, que enciende, porque tú y yo somos aho­ra Bartimeo. Abre Cristo la boca divina y pregunta: ¿qué quieres que te conceda? Y el ciego: «Maestro, que vea». ¡Qué cosa más lógica! Y tú, ¿ves? ¿No te ha sucedido, en al­guna ocasión, lo mismo que a ese ciego de Jericó? Yo no puedo de­jar de recordar que, al meditar este pasaje muchos años atrás, al comprobar que Jesús esperaba algo de mi -¡algo que yo no sabia qué era!-, hice mis jaculatorias. Señor, ¿qué quieres?, ¿qué me pides? Presentía que me buscaba para algo nuevo y el Maestro, que vea- me movió a suplicar a Cristo, en una continua oración.' Señor, que eso que Tú quieres, se cumpla» (Amigos de Dios.-197).

Jesús, Tú no me dejas nunca solo.

Y al pasar por mi lado y oír mis súplicas, me haces llamar.

«¿Qué quieres que te haga?»

Tú, que eres el Rey del universo, has venido para servir: para que el ciego vea, el cojo ande y el mudo pueda hablar.

Especialmente has veni­do para redimirme del pecado y darme tu gracia.

¿Qué quieres que te conceda?

Jesús, «que vea.»

Que vea lo que Tú quieres de mí; que vea las co­sas y los acontecimientos con fe, con visión sobrenatural; que vea mejor mis defectos, para luchar contra ellos; que vea un poco más las cosas positivas de los demás y un poco menos sus limitaciones; que vea el mundo con ojos apostólicos como los tuyos, para sentir­me corredentor contigo.

«Y al instante vio, y le seguía glorificando a Dios.»

Jesús, yo he recibido en el Bautismo algo más que la vista: la gracia divina.

Desde entonces, tengo la capacidad -si no cierro los ojos- de ver más allá; de entender con una profundidad nueva el sentido de mi vida y del mundo.

Ayúdame a seguirte cada día más de cerca, dan­do gloria a Dios con mi esfuerzo por vivir por Él y para El.

Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Ediciones Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.