“Deus caritas est”.

Viernes Santo Santo, Ciclo C

Autor: Padre Pedro Crespo 

 

 

Celebramos en el Viernes Santo la muerte de Jesucristo en la Cruz, en una liturgia diferente de la Eucaristía: escuchamos la Palabra de Dios, adoramos la Cruz y comulgamos de la reserva en el sagrario de ayer. Algunas de las palabras de Benedicto XVI en su encíclica “Deus caritas est” nos ayudan a comprender este misterio de la cruz, misterio de amor de Dios. 

“En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo... Es allí, en la cruz donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir ahora qué es el amor. Y, desde esta mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amor” (DCE, 12).

 

Hay pocas alusiones en la encíclica a la cruz; pero es esta una sabrosa cita. En la cruz Dios se pone contra sí mismo. ¡Qué forma de definir el amor! Expresa el sacrifico del Padre al entregar al Hijo. Hay que forzarse para amar. También me llama la atención cuando dice que es en la cruz y desde ella desde donde debemos definir el amor. Este es el propósito de hoy, intentar acercarnos a lo que es el amor desde la realidad del Viernes Santo, la muerte en la cruz de Jesucristo.

 

Para acercarnos al misterio del amor, recurro a un párrafo de la encíclica (DCE, 17b), que creo que es muy revelador. Está dentro de una sección que se llama “Amor a Dios y amor al prójimo”, parte de la encíclica que es dónde se produce el punto de conexión con la segunda parte, donde el Papa hablará de la caridad en la Iglesia. En este capítulo plantea la unidad del amor de Dios y el amor al prójimo, unidad que, dice en este párrafo, debe nacer de la comunión con Dios.

 

“... el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración, mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en el amor en el pleno sentido de la palabra” (DCE, 17b). Sin duda que los sentimientos son algo propiamente humano, que nos hace a las personas ser bondadosos. Es muy conveniente sentir lo que se piensa, lo que se dice, lo que se hace; sobre todo si todo ello es positivo y bueno. Pero hemos de reconocer que no nos podemos dejar llevar por los sentimientos en la vida, pues no son “la totalidad del amor”. A veces, incluso, pueden ser un impedimento. Pensar, por ejemplo en un médico, que debe enfrentarse a la operación de su madre a vida o muerte. Los sentimientos le pueden entorpecer la operación. Pensar en  los sentimientos que despierta en nosotros la presencia de un pobre que huele mal, que se mete con nuestra falsa caridad y que nos insulta. “Muchos se espantaban de él, como alguien ante quien se vuelve el rostro”. Cuando uno prima los sentimientos como lo principal en su vida, cosa que le pasa a muchas personas, es fácil que puedan vivir en la “dictadura de los sentimientos”, que imponen sus criterios y sus mezclas peligrosas de amor-odio. Incluso, hay que decir que, en esta fase inicial del amor, uno no puede pasar de amar sólo las sensaciones que el otro produce en él, sin llegar amar a la otra persona tal y como es. El amor es ante todo el bien hecho a la persona amada, no las sensaciones o sentimientos que produce en mi ese bien. 

Por eso sigue diciendo el Papa: “Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con el amor de Dios puede suscitar sentimiento de alegría, pero implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento... Abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. Esto es un proceso que madura..., hacia hacerse semejante al otro, que lleva a un pensar y desear común. La historia de amor entre Dios y el hombre consiste precisamente en que esta comunión de voluntad crece en la comunión del pensamiento y del sentimiento, de modo que nuestro querer y la voluntad de Dios coinciden cada vez más: la voluntad de Dios ya no es para mi algo extraño que los mandamientos me imponen desde fuera, sino que es mi propia voluntad, habiendo experimentado que Dios está más dentro de mi que lo más intimo mío” (DCE, 17) 

Así pues el amor es como la fe; no es sólo sentimiento, sino que debe implicarse la persona, también su entendimiento y voluntad, con el objetivo de estar en comunión, en este caso con Dios. El entendimiento y la voluntad son dos facultades básicas del ser humano que hacen que sus actos, sus actitudes, su vida, su libertad... sean algo humano: saber y querer. 

El cristiano ha de intentar saber, conocer, saborear, mirar con los ojos de Dios... entender la realidad desde Dios, desde sus criterios. Por eso es necesaria siempre la conversión: adecuar nuestra mente a la de Dios. Hasta llegar al punto de comprender el misterio de la cruz, esa opción que hace Dios de ponerse contra sí mismo; de entender cómo el amor lleva consigo la cruz. “El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento”. Con el convencimiento de que si estuviese dispuesto a entenderlo todo, desde Dios, estaría capacitado para amarlo todo. En la cruz, mirando la cruz, viviendo la cruz, se aprende el amor; la cruz es escuela de amor: “Con lo aprendido, mi siervo justificará a muchos”. 

El cristiano ha de rezar con especial devoción y auténtica disposición: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Hemos de aprender a querer lo que Dios quiere, cómo Dios lo quiere y cuándo él lo quiere. Para eso es necesario purificar nuestro concepto de Dios y de su voluntad, pues cuando decimos que se haga la voluntad de Dios, siempre nos ponemos en algo malo. Dios quiere nuestra felicidad. Otra cosa es llegar a comprender el misterio de la cruz en la felicidad del ser humano. Es lo que más nos cuesta, ceder espacio en nuestra vida a otra voluntad que no sea la nuestra; y, sin embargo, es la esencia de la religión. “Es causa de salvación para los que le obedecen”. 

El amor es saber, querer y sentir como Cristo. Sólo desde la comunión con Dios podemos definir bien el amor. Y aprender a “ponernos contra nosotros mismos” para dar vida a nuestro alrededor. En estos días se nos invita continuamente a darnos cuenta del amor de Dios por la humanidad, pero, y es este un mensaje central de nuestra religión y de la encíclica, no sólo para sentirnos queridos por Dios, que también, sino para sintonizar nuestro corazón con el de Dios y hacer nuestro su programa: “El programa del cristiano -el programa del buen samaritano, el programa de Jesús- es un “corazón que ve”. Este corazón ve donde se necesita el amor y actúa en consecuencia” (DCE, 31b). Y actúa de un modo humilde hacia el que sirve. “Cristo ocupó el último puesto en el mundo -la cruz-, y precisamente con esa humildad radical nos ha redimido y nos ayuda constantemente” (DCE, 35). 

Y quiero terminar las palabras de hoy con una oración, que expresa el ofrecimiento personal a Dios. Es de San Ignacio de Loyola: “Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad; todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis; a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponen a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esto me basta”.