“Al que poco se le perdona, poco ama”.

XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C

Autor: Padre Pedro Crespo 

 

 

Hay experiencias que son constitutivas y constituyentes del cristiano; de manera que si una persona no las tiene quiere decir que aún le queda un camino importante que recorrer en su experiencia religiosa. La experiencia de la que nos hablan las lecturas de este domingo XI del tiempo ordinario es el reconocimiento del propio pecado y el perdón de Dios. Quiere decir que no existe un cristiano auténtico o completo sin esta experiencia de reconocimiento del propio pecado y del gozo de la misericordia de Dios. Esta experiencia es constitutiva porque en la relación con Dios uno se reconoce como criatura limitada; no puede ser de otra manera. Es constituyente porque, dependiendo de cómo se viva esta experiencia, te hace ser cristiano de una forma o de otra: el amor de Dios incide directamente en la experiencia de gratitud y en la gratuidad a la hora de amar a los demás.

 

Las lecturas nos ponen dos ejemplos: David y María Magdalena.

 

David —en la primera lectura—, rey de Israel, elegido por Dios para ser su mediador ante el pueblo de Israel, quedó prendado de la belleza de la mujer de Urías, militar de su ejército; tuvo relaciones con ella y, para que el tiempo no le delatara, ordenó poner en primera línea del ejército a Urías para que muriera en la batalla. Su pecado era adulterio y cómplice de asesinato. Dos pecados graves que Natán le obliga a reconocer a David para mostrarle el perdón de Dios.

 

La mujer pecadora del Evangelio la podemos identificar con María Magdalena. Una mujer pública, prostituta, que se presenta aquí ante Jesús reconociendo su pecado y que es contrapuesta por Lucas a la actitud del dueño de la casa, un fariseo, que piensa que no necesita del perdón de Jesús; es más se pregunta con sus convidados quién se cree éste que es para perdonar pecados, cosa que sólo Dios puede hacer.

 

Los comentarios de esta escena evangélica centran el tema en la relación que hay entre el amor y el perdón; son dos valores que mutuamente se alimentan. Cuando una persona se vive como pecador ante Dios, reconoce su pecado y se siente perdonado y querido por Dios, su vida adquiere un matiz de gratitud ante ese perdón y amor inmerecido y esta experiencia le capacita para llevar ese amor a los demás. Es cierto que a quien poco se le perdona, poco ama. A quien mucho se le perdona y no ama mucho es un desagradecido.

 

Cuando la relaciones con los demás están tejidas por el amor, la sensibilidad se vuelve más exquisita y se aprecian más las aristas que puede dañar a los demás. Por eso los santos tienen más conciencia de pecado. Cuando las relaciones con los demás están llenas de egoísmo, el pecado suele cegar la conciencia y uno no tiene capacidad para descubrir su error. Decía Pascal que hay dos clases de hombres: los unos justos, que se creen pecadores, y los otros pecadores, que se creen justos.

 

Dios te perdona, te salva, te justifica —por emplear el término que aparece en la según lectura—. Su amor y su perdón son gratuitos, no están condicionados por el esfuerzo que una persona puede hacer para merecer el perdón o la salvación. En ese sentido el cumplimiento de la ley no salva. El reconocimiento del pecado, la fe en Dios, son disposiciones para recibir la salvación, el perdón, la justificación. Cuando una persona reconoce su pecado, cuando uno tiene fe en Dios, le lleva a vivir una vida coherente con el amor de Dios y con su ley. No es muy consecuente la actitud de quien, perdonado una y otra vez, no cambia de vida y empieza a cumplir la ley de Dios.

 

Pues bien, hoy en día, no es fácil vivir esta experiencia constituyente del cristianismo. No hay mucho sentido de pecado. Algunos afirman que ya hay jóvenes, en las grandes ciudades, que tienen sentido de delito antes que de pecado. Este escaso sentido de  pecado viene motivado porque hay déficit de experiencias religiosas y sentido creyente de la vida. No hay que olvidar que “pecado” es ante todo un concepto religioso; es decir, si uno no se sitúa como creyente ante la vida es improbable que tenga sentido de pecado. También hay escaso sentido de pecado por el relativismo moral que pone como máxima el “todo depende” de la intención y de las circunstancias, por encima de los hechos objetivos.

 

Ante estas circunstancias el camino que hemos de seguir los cristianos no debe ser fomentar el sentido de pecado en las personas con las que convivimos —tampoco hemos de callarnos lo que está mal—, sino motivar la relación con Dios que nos quiere y comprende. Desde la fe en Dios, la experiencia de sentirse pecador brota por ella misma.

 

Y el testimonio que debemos dar es que vean en nosotros personas siempre dispuestas al amor y al perdón