XXXII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo C.
“Dios mismo nos resucitará para una vida eterna”.
Autor: Padre Pedro Crespo
Estamos llegando al final del año litúrgico, nos queda para terminarlo el domingo XXXIII y el domingo de Cristo Rey del Universo. Al llegar al final de este año, en el mes de los difuntos, las lecturas nos hablan de realidades últimas: de la resurrección de los muertos.
Vemos en la primera lectura el
testimonio martirial de los hermanos macabeos:
“Dios mismo nos resucitará para una
vida eterna” decían para afrontar la muerte, por no
saltarse la ley de los judíos de no comer carne de cerdo.
Y el evangelio nos presenta
la pregunta capciosa de los saduceos
para reírse de la resurrección y de Jesús mismo, ante la que
Jesús da testimonio de que Dios es
un Dios de vivos y no de muertos.
Resulta que los saduceos vivían
muy bien y no necesitaban creer en
otra vida porque ésta les parecía suficientemente satisfactoria. Además
practicaban la “ley del levirato”,
por la que, cuando moría un hermano sin dejar descendencia, el hermano
siguiente debía casarse con la mujer del hermano fallecido para que tuviese
algún hijo. Por esto es la pregunta
un tanto irrisoria. Si la mujer ha estado casada con los siete ¿de cuál de
ellos será mujer en la otra vida?. Jesús responde que en la otra vida,
realidades como las del matrimonio no se contemplan, pero que si existe otra
vida.
Esta es la verdad que nos transmiten
las lecturas de hoy: que existe
otra vida que es eterna, que
existe la resurrección de los muertos.
¿Creemos nosotros en la vida eterna,
en la resurrección de los muertos?.
Esperamos que la vida divina comunicada en le bautismo llegue a su plenitud.
Cuando se nos bautizó se nos
revistió de la persona de Cristo, o, mejor,
se nos injertó en la persona de
Cristo, de tal manera que, como el sarmiento de la vid, recibimos la
“sabia” de Cristo, su vida divina. Esta vida divina está en nuestro interior
y poco a poco se va haciendo más consciente en nuestras palabras y acciones.
Esta vida divina, la vida de
Dios, llega a su plenitud en el
cielo, en la otra vida. Por este injerto somos constituidos
miembros del cuerpo de Cristo,
del cual Cristo es la Cabeza y
nosotros sus miembros. Afirmamos que
donde está la Cabeza, que es Cristo,
estarán también los miembros de su
cuerpo, que somos nosotros.
La otra vida es una continuación de esta vida, es una vida personal.
Lo que podemos decir los creyentes y lo afirmamos con mucha fe y esperanza,
es que creemos que nuestra vida no
termina en este mundo, sino que más allá de la muerte,
viviremos una nueva vida, una vida
llena del amor infinito de Dios.
No sabemos como será. Sabemos que
las ilusiones, las alegrías, los esfuerzos, el amor que hayamos vivido en
este mundo, continuarán y serán aún infinitamente más intensos, porque todo
estará lleno de Dios. Sabemos que cada uno de nosotros estará en la vida
de Dios, con nuestra propia personalidad, con la experiencia acumulada, con
los lazos que hemos tejido en este mundo, con todo lo bueno que llevamos en
nuestro interior.
Hoy es importante consolidar nuestra fe y nuestra confianza en
esta vida plena que estamos seguros
que Dios nos dará a cada uno de nosotros, unidos con todos los salvados.
A cada uno, personalmente, concretamente, con todo lo que hemos vivido, con
el amor que nos ha construido como personas, con las experiencias que nos
han hecho crecer y nos han hecho ser tal como somos. Porque
Dios nos conoce a cada uno por
nuestro nombre, y nos quiere así con él.
Jesús dice en el evangelio de este domingo:
“El Señor es Dios de Abrahán, Dios
de Isaac, Dios de Jacob. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para
él todos están vivos”. Y podría haber dicho: “El Señor es el Dios de
Juan, de María, de Laura, de Guadalupe, de Miguel, de Carlos, de Rosario...
de cada hombre y cada mujer que ahora viven en este mundo. Es el Dios de
cada uno de ellos y continuará siéndolo cuando mueran. Porque él no es un
Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos”.
Con esta fe, participemos en la Eucaristía, para recibir el alimento que nos
une a Jesús resucitado. Para vivir un día con él para siempre, en la vida
plena de Dios.