XX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Lc 12,32-48: Dichosos los criados en vela

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

 

Jr 38,4-6.8-10: Hombre de pleitos para todo el país
Salmo 39: Señor, date prisa en socorrerme
Hb 12,1-4: Corramos en la carrera que nos toca
Lc 12,49-53: No he venido a traer paz, sino división

 

No he venido a traer paz, sino división

Esta puede una de las frases más incomprensibles del Evangelio. Jesús proclama bienaventurados a los mansos y él mismo define su misión como revolucionaria. Su mensaje es el de la paz y armonía entre todos los hombres, y él mismo proclama que ha venido a traer fuego a la tierra y qué quiere sino que arda. Ya desde el momento de su nacimiento los ángeles anuncian al príncipe de la paz y es lo mismo que anuncia el Resucitado a unos discípulos atemorizados y aquí, sin embargo, Jesús parece decir todo lo contrario. Su mensaje no viene a producir paz y concordia entre todos, sino que lleva a la división incluso entre los miembros más allegados de la familia, padres e hijos, nueras y suegras.

Escuchemos la violencia de este pequeño pasaje del evangelio de este vigésimo domingo del tiempo ordinario, que ciertamente llama la atención: Dijo Jesús a sus discípulos: -«He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.»

¿Es posible que estas palabras las haya pronunciado Jesucristo? ¿No suena demasiado fuerte eso de “No he venido a traer paz, sino división”? ¿No es Jesús el príncipe de la paz? ¿Por qué habla en estos términos? Queridos amigos, son palabras muy duras, pero basta hacer un pequeño ejercicio mental para comprenderlo, y consiste en lo siguiente: ¿no estamos a una invasión de las fuerzas del mal? ¿No hay demasiadas cosas a nuestro alrededor que hacen daño, y un daño muy grave, a los hijos de Dios, a los más pequeños e indefensos? ¿No es suficiente la injusticia del hambre, de los desplazados por la guerra, de las mujeres y niños explotados, de la destrucción del medio ambiente… a manos de los intereses mezquinos de unos pocos?

Y en tiempos de Jesús, ¿cuáles eran los males que tanto le dolían para proferir esas expresiones tan duras? Basta con que nos preguntemos sobre quiénes eran los amigos y los enemigos de Jesús. Los amigos son los pecadores, la oveja descarriada, los leprosos, los ciegos...; y los enemigos los instalados en el poder religioso o político, los que ponen yugos sobre las espaldas de otros que ellos mismos son incapaces de soportar. Quien trata al otro como le gustaría que le trataran a él no entra en guerra con Jesús ni Jesús con él. En cambio cuando Jesús ve los males de la humanidad desearía que el fuego arrasara toda injusticia y toda maldad.

Lo dijo bien claro a sus discípulos: quien no está contra mí está favor nuestro. Todo aquel que construye es de Cristo, y todo aquel que destruye no: he aquí la división, el fuego, la espada y la guerra. No que Cristo proponga la guerra santa, al contrario, nos enseña que si alguien te ofende y te pega en una mejilla tendrás que ofrecerle la otra. Por eso dice: “Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!” Habla del bautismo de sangre de su propia muerte. Junto a la cruz unos dirán: “Verdaderamente este era Hijo de Dios”; mientras que otros se reirán de él, diciendo: “A Elías llama éste, veamos si viene Elías a librarle”. En la cruz se cumplieron las palabras que el anciano Simeón dijo a su madre María: “He aquí, éste está puesto para que todos en Israel o caigan o se levanten; será una bandera discutida, y así quedarán patentes los pensamientos de todos, y a ti, una espada traspasará el alma”. 

Cuando los cristianos creemos que Jesús cargó sobre sí mismo los males y los pecados de la humanidad, y cuando confesamos que bajó a los infiernos, estas palabras del evangelio de hoy adquieren algún sentido. Las palabras y la persona de Jesús no son un mensaje cualquiera, no son una propuesta más, se trata de la presencia misma de Dios as quien le duele, con dolores de muerte, ese dolor de sus hijos. No cabe oír la Buena Nueva del Reino y permanecer neutral o indiferente; no cabe entusiasmarse con Jesús y seguir en lo mismo de siempre. Por eso hay que optar con pasión, hay que tomar decisiones y actuaciones que implican cambios muy radicales en la vida. Por eso nos van a afectar a todos profundamente, más allá incluso de los vínculos familiares, por muy respetables que estos sean. El que no pone por delante a Jesús, incluso sobre su propia familia, no puede ser su discípulo.

La carta a los Hebreos que hoy se proclama está invitando a los lectores a tener ese coraje de dar incluso la vida, en esa lucha contra el mal, en seguimiento entusiasta de ese iniciador y consumador de nuestra fe, Jesús el testigo del fuego del amor, el mártir del Reino.