VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A
Lucas 6, 17. 20-26: «¡Dichosos vosotros!»

Autor: Radio Vaticano

Fuente: Radio vaticano. (con permiso)

 

«¡Dichosos vosotros!»

Desde lo más profundo de su ser, el hombre siempre busca ser feliz. Pero cada uno ha de encontrar el camino de su propia felicidad. Esa que es fruto de una vida fecunda y lograda. Por boca del profeta Jeremías, el mismo Dios, que puso ya en el corazón humano esta aspiración a ser feliz, revelaba dónde estaba el criterio para conseguirlo: Así dice el Señor: “Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien... Bendito quien confía en el Señor y pone en él su confianza. Será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; no deja de dar fruto...”. No, no logrará ser profundamente feliz, ni experimentará la posesión plena del bien quien confía sólo en sus propias fuerzas, sin apoyarse en el Señor; quien espera sólo de los hombres, olvidándose de Dios.

Hoy es el mismo Jesús quien, mirando a sus discípulos, nos dice dónde está el camino para ser felices de verdad. Y nos da unas pistas sorprendentes. Sí, porque nos tienen tan acostumbrados a que la felicidad viene de la mano del dinero, del prestigio o la buena posición, de la fama o la abundancia... Estamos tan impactados por esos rostros sonrientes y satisfechos, como símbolos de la dicha... que resulta desconcertante escuchar hoy a quién llama Jesús felices: “¡Dichosos los pobres!, ¡dichosos los que ahora tenéis hambre!, ¡dichosos los que ahora lloráis!, ¡dichosos cuando os odien, os excluyan, os insulten y os rechacen! porque vuestro es el Reino de Dios”. No, Jesús no dice simplemente que llegarán a ser felices en un cambio de suerte futuro, sino que ya lo son. El Reino de Dios no es para Jesús sólo esa realidad que un día llegará, cuando se imponga la justicia de Dios y cada uno reciba el premio de sus buenas decisiones. Para Jesús, el Reino de Dios, es algo ya presente en el corazón de los que lo acogen. En realidad, Jesús quiere contagiar su propia felicidad. Esa que él experimenta en una situación de pobreza y de rechazo. Y es que la felicidad de verdad consiste en experimentar el amor de Dios, que es lo único que puede saciar y sosegar los mejores anhelos del hombre. Frente a este don, todo lo demás pierde relevancia, es más secundario, no cansa ni ahoga el corazón. Por eso, cuando la pobreza o el dolor, la carencia o el rechazo es por causa del amor a Dios, eso ya no es motivo de tristeza sino de profunda satisfacción.

En contraste, también dice Jesús quiénes son los verdaderos desgraciados: ¡Ay de vosotros, los ricos! ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados! ¡Ay de los que ahora reís! ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! No, no está ahí la felicidad que reclama el corazón, esa para la que está hecho y que no puede ser saciada ni con el dinero, ni con el placer, ni con la buena fama. No, no son los síntomas de una vida lograda, ni son signo evidente de una existencia fecunda. Más bien desgraciados porque les acecha el peligro de conformarse; porque tienen esa situación que amenaza la libertad, el don mejor del hombre para volar sin ataduras que lo arrastren. Y es que el Señor, que baja hoy del monte, nos quiere llevar a su altura. Nos quiere asomar a ese panorama liberador y gratificante, cuando las cosas todas se ven bajo la luz de Dios, cuando las situaciones todas se viven con el amor de Dios en el corazón.

Si nos decidimos a probar esta alegría que nos ofrece Jesús, nuestra vida se convierte en ensayo de la plena felicidad, a la que estamos llamados. Es entonces cuando nuestra vida es logro que espera su fruto mejor: compartir con Cristo su triunfo pascual. Por eso, nos dice hoy San Pablo: Si nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más desgraciados. ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos el primero de todos. Es la altura a la que nos quiere llevar el Señor, pero hemos de enraizarnos en su amor. Sólo así seremos, como dice el salmista: Un árbol plantado al borde de la acequia que da fruto en su sazón y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin.